«Los culpables están entre nosotros»
Cuando fue empujado a la calle, y los goznes cerraron tras de sí, Mike Fröhnel decidió que intentaría cruzar definitivamente el Muro: «Sólo me detendría el tiro en la espalda, en un Estado así no podía vivir».
Era la tercera vez que penaba en la ... celda 120 de la prisión de máxima seguridad de Hohenschönhausen, acusado de ser un peligro para su país. La indignidad vivida allí la resume en la divisa de los carceleros: «Lo que no se doblega, debe romperse». Hoy tiene la llave de la que fue su celda y la enseña a este diario.
Tenía 24 años cuando el 30 de noviembre de 1989 volvió a respirar el aire libre, sin saber que esta vez lo sería de verdad. Cuando sus amigos y lo recibieron con un entusiasta «Bienvenido a casa», Fröhnel sintió ganas de «partirles la cara»; pero al anunciarles su determinación «de cruzar el Muro, me enteré entonces que ya había caído».
«No existía para nadie»
Los «políticos» habían sido puestos en la calle tres semanas después de la apertura del Muro y, un año después, el día de la reunificación, Hohenschönhausen fue cerrada. «No sabían ni en qué lugar de la República Democrática Alemana estaban», dice Hubertus Knabe sobre esta zona de Berlín que, pese a medir como ocho campos de fútbol, «no existía para nadie ni aparecía en mapas».
Knabe, cuyo padre cofundó Los Verdes en los 80, dirige el Memorial Hohenschönhausen, que reagrupa a los presos e investiga y difunde lo sucedido. «Cualquiera podía ser enemigo del Estado», explica, «no era paranoia, era un probado método de aterrorizar a la sociedad, heredado de la URSS». La prisión había sido creada por Ivan Serov «el Terrible», jefe del KGB en Alemania, según la regla de Dzerdzinski: «Todo detenido es culpable».
Los presos que penaron en los «submarinos de castigo» (los siniestros sótanos encharcados) alcanza de los jefes obreros del levantamiento de 1953 a anticomunistas, cantantes o poetas, «45.000 ciudadanos pasaron por aquí». Knabe ha denunciado la nueva edulcoración del régimen y muestra desde su ventana los bloques alrededor: «Los culpables están entre nosotros y sus víctimas pasan a su lado cada día, carceleros y personal todavía viven alrededor de esta prisión». No ve remordimiento: «Siguen creyendo que sus actos eran patrióticos».
Apenas algún dirigente del aparato fue arrestado y juzgado tras la reunificación, pero todos viven hoy tranquilos de una pensión de la RFA. En días pasados, su último dirigente, Egon Krenz, se permitía bromear sobre Hohenschönhausen: «¡Qué harían para acabar en la cárcel!», y colocaba a la Stasi las medallas de la caída del Muro: «Por ellos circuló el champán en vez de la sangre».
El estudiante de filosofía Peter Wulkau fue acusado de revisionismo en 1979 y no pudo licenciarse; escribió una novela satírica sobre su caso pero fue entregada en la sede de la Stasi y Wulkau condenado a 4 años. Amnistiado, en 1981 logró que la RFA comprara su libertad.
En 40 años de la RDA, 300.000 ciudadanos fueron encerrados por su opinión. Dice Knabe: «Mientras los comunistas azuzan ya la ola de nostalgia, las víctimas ven que los culpables viven tranquilamente y ellos tienen dificultades para readaptarse y trabajar. Hasta que sus crímenes no estén tan grabados en nuestra mente como los del nazismo no habremos conseguido encajar la herencia» del socialismo en el Este.
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