La olvidada agresión a Miguel Hernández por llamar «putas» a sus compañeras republicanas
El polémico incidente se produjo en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas de Madrid y estuvieron implicados la escritora María Teresa León y su marido, Rafael Alberti
Miguel Hernández leyendo uno de sus poemas poco antes de la guerra
Es de sobra conocido que, a finales de 1938, Miguel Hernández todavía visitaba con frecuencia las trincheras de la Guerra Civil, donde compartía comidas y piojos con los soldados republicanos. Una actitud, la del poeta oriolano, muy distinta de la que tenían otros ... escritores o intelectuales que Juan Ramón Jiménez describió como «señoritos imitadores de guerrilleros que paseaban sus fusiles y sus pistolas de juguete por Madrid, vestidos con monos azules muy bien planchados».
En en esa misma época vieron la luz los penúltimos poemas del autor, mientras realizaba las gestiones oportunas para publicar 'El hombre acecha', concluído en septiembre de ese mismo año, con Franco a las puertas de su victoria final. El sentimiento de amargura que padecía el poeta por la previsible derrota de la República y la repentina muerte de su hijo Manolillo era enorme. Esta última pérdida brotó con obsesiva frecuencia en el resto de su obra y le sumió en un estado de ánimo que quizá explique el incidente que vamos a contarles: la agresión sufrida por la escritora María Teresa León y que le derrumbó.
El dolor de Miguel Hernández se vio levemente aliviado a principios de 1939 con el nacimiento de su nuevo hijo. Como si de un milagro se tratase al final de la contienda y sus negros augurios, el poeta depositó la poca esperanza que le quedaba en el pequeño, al que puso el mismo primer nombre, y en su esposa, Josefina Manresa. Son los últimos días de una guerra que se ha cobrado más de medio millón de muertos y que verá partir al exilio a otro medio millón. Aunque los franquistas ya había empezado a tomar Cataluña, aún quedaban tres meses de infructuosa resistencia hasta que Madrid sea finalmente conquistada.
«A Miguel le queda todavía por asumir el amargo trago de saberse vencido y aceptar el incierto futuro que se le avecina si se confirma la derrota. En febrero se encuentra en Valencia, revisando las pruebas de 'El hombre acecha', que va a ser finalmente editado por la Subsecretaría de Propaganda [...]. Mientras sigue pendiente de las órdenes del comandante Carlos [Vittorio Vidali, militante comunista que había llegado a España en 1934] y de los dirigentes del Partido Comunista] por si le reclaman en las unidades de combate», cuenta José Luis Ferris en 'Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte de un poeta' (José Manuel Lara, 2016).
Alberti y María Teresa León, en 1930
Regreso del frente
El 24 de febrero ya había regresado del frente a Madrid. Lo primero que hizo fue visitar a Vicente Alexandre, con quien habló de Antonio Machado, enterrado el día anterior en el pueblecito francés de Collioure. Sus amigos estaban cayendo, incluso, camino del exilio. «El desconcierto es absoluto y a Miguel le quedan todavía algunos acontecimientos por vivir antes de que la guerra se dé por terminada», advierte Ferris. Este se refiere, en concreto a la visita que el poeta realizó poco después a la sede madrileña de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, un edificio que, durante los tres años de conflicto, no solo había sido una residencia de escritores y artistas de izquierdas, sino también un lugar de esparcimiento, diversión y ocio.
Miguel Hernández, sin embargo, no estaba para borracheras en medio de las bombas. Por eso, cuando llegó a la sede y se encontró una fiesta de disfraces en todo su apogeo, con todos los invitados vestidos con llamativos uniformes y ropajes antiguos rescatados de las buhardillas del palacio de los marqueses de Heredia-Spínola, se quedó paralizado. «¿Y esto?», preguntó visiblemente irritado. La respuesta se la dio, entre risas, Rafael Alberti: «Celebramos una fiesta en honor de la mujer antifascista». Repugnado por tanta frivolidad, mientras la República agonizaba, el poeta soltó de repente: «Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta».
El también poeta gaditano se encaró con Hernández, al considerar que había ofendido a su esposa, María Teresa León, una de las principales organizadoras de la fiesta. «¡Atrévete a repetirlo!», le espetó. En ese momento, el poeta oriolano se dirigió a la pizarra que presidía la estancia y escribió, con actitud retadora y trazo grueso, las palabras que acababa de pronunciar. En ese momento, la escritora se dio por aludida, fue corriendo hacia él y le propinó una fuerte bofetada que, según algunos vestidos, acabó con él en el suelo.
El biógrafo aclara a continuación: «Creemos que pocos episodios de ese tiempo han provocado tantas y tan diferentes interpretaciones, como también creemos que un hecho tan desafortunado e injusto para ambos escritores no debiera juzgarse con ligereza, con prejuicios o con sectarismos; ni siquiera con el propósito de victimizar a uno de los dos y sacar conclusiones pueriles. Ambos son, para muchos, paradigma de la lucha por las libertades y también de coherencia ideológica [...]. Es seguro, además, que se profesaron admiración mutua, pero en las fechas en que se produjo el desagradable percance entre los dos, la guerra estaba perdida, nada parecía detener la derrota y los ánimos andaban demasiado crispados».
María Teresa León, recitando un poema durante un mitin republicano
El poeta-soldado
Los antecedentes de esta agresión hay que buscarlos en la actitud que cada uno de ellos tomó ante la guerra y en la forma en que ambos decidieron defender a la República. La reacción valiente de León había quedado probada desde julio de 1936, pues asumió todas responsabilidades que le ofrecieron y desarrolló una intensa actividad en los frentes, sobre todo, a través de un teatro con trasfondo político y en la protección del patrimonio histórico. Hernández, por su parte, encarnaba al poeta-soldado y desde el golpe de Estado quiso combatir como un soldado más.
Por eso llegó a la sede de la Alianza con su uniforme, nunca con la intención de divertirse, sino para recabar información sobre el momento tan delicado al que se enfrentaban. Esa es la razón de que no soportó, tras toda la tensión acumulada en los últimos meses, aquella fiesta que su camarada María Teresa había organizado, con sumo esfuerzo, en homenaje a la mujer antifascista. «Mucho era lo que Miguel Hernández había callado durante esos tres años de guerra en las noches en las que llegaba abatido del frente, agotado de tanto espectáculo sangriento, y trataba de dormir algunas horas con la música de fondo de aquellos bailes de disfraces», continúa Ferris.
Parece, por lo tanto, que las diferencias entre ambos tendrían que aflorar de un momento a otro, y el final de la guerra, cuando todo parecía perdido, fue el momento. Un enfrentamiento solapado entre el poeta del pueblo y los llamados «intelectuales de retaguardia». Desde la famosa bofetada, Miguel Hernández no le dirigió la palabra a Albertí ni a León, hasta que, poco tiempo después, se cruzaron de nuevo en la capital, momentos antes de la salida de varios líderes comunistas hacia la población alicantina de Elda, pero no se reconciliaron.
A lo largo de las décadas siguientes, el suceso fue recreado en diferentes versiones. El testimonio de Alberti, como era de esperar, dejó a Miguel Hernández en muy mal lugar, como un hombre colérico y de insulto fácil. El poeta gaditano cambió algunos detalles con el paso de los años, como que no era una fiesta, sino una recepción de visitantes tan ilustres como el director de cine André Malraux, el periodista Ilya Ehrenburg y el escritor Alexéi Tolstoi. María Teresa León, sin embargo, recordó el episodio con tristeza cuando el oriolano ya había muerto:
«Miguel iba a desaparecer también como había desaparecido Federico [García Lorca]. Sentí mucha pena. Pocos días antes yo había discutido violentamente con él. Le dije: 'No tienes ningún derecho a hablar así de una mujer y extender ese juicio a todas las mujeres de la Alianza. Eso no es de hombres'. A la contestación suya, yo le pegué una bofetada. Antonio Aparicio Y Rafael se precipitaron. ¡Qué absurdo! Los ojos de Miguel se habían empequeñecido. La última vez que los vi a la puerta de la Alianza de Intelectuales eran aún más pequeños».