Análisis
El dilema político, ético y moral de la entrevista de Évole a Josu Ternera
Una plataforma prevé emitirla y estrenarla en el Festival de Cine de San Sebastián, lo que indigna a asociaciones de víctimas de ETA
Las víctimas del terrorismo alertan sobre la hoja de ruta de Bildu con los presos de ETA
A la izquierda, el exjefe de ETA Josu Ternera. A la derecha, el periodista Jordi Évole
Mientras todo un país se ve inmerso en efervescentes debates sobre el decoro, con el furor emocional que caracteriza a una sociedad adicta a la sentencia y sensible a cualquier gesto que pueda ser medido desde la cada vez más menguante métrica de ... la moralidad, pasan prácticamente desapercibidas, para la opinión pública y la publicada, situaciones que deberían estar en el centro del debate social. Nada extraño, conociendo cómo el 'ofensómetro' nacional se activa o desactiva en función de unos parámetros tan ideologizados como predecibles.
Aún no hemos visto la pieza, y quizás tampoco apetezca ese trago, pero poner delante de una cámara a un asesino que tiene importantes cuentas pendientes con la Justicia, entre las cuales está la de ser el responsable de varios ataúdes blancos en el atentado contra la casa cuartel de Zaragoza, parece digno de, cuanto menos, una reflexión sobre hasta donde está dispuesta a aguantar una sociedad el blanqueamiento de un terrorismo que, hasta hace poco, no dudaba en vaciar un cargador en la nuca de un demócrata.
Y es que una conocida plataforma de contenidos audiovisuales pondrá en su catálogo una entrevista a Josu Ternera, histórico jefe de la banda terrorista ETA en algunos de sus años más sangrientos. Esto será posterior a su estreno en la sección Zinemaldia del Festival de Cine de San Sebastián.
La asociación Dignidad y Justicia, haciendo honor a su nombre, ha remitido una carta tanto al director del festival como a la presidencia de la plataforma en España para exigirles que retiren de su programación esta entrevista. Dicha asociación alega que Ternera «es un terrorista sanguinario que segó la vida de un montón de inocentes y que nunca ha mostrado el más mínimo signo de arrepentimiento». Además, la misiva recuerda que el certamen donostiarra es un «evento subvencionado con fondos públicos y con una proyección a nivel internacional, cuya imagen y prestigio se verá dañada con la emisión de este reportaje».
Cabe recordar, debido al avanzado proceso de desmemorización al que está sometida la sociedad española, que Josu Ternera fue detenido en 2019 en Francia, donde se encuentra en libertad vigilada y pendiente de su extradición a España para ser juzgado por varios delitos de sangre, entre ellos el brutal atentado contra la casa cuartel de Zaragoza en 1987, en el que fueron asesinadas once personas, de las que seis eran niños. El Ministerio Fiscal y la acusación particular piden más de 2.000 años de cárcel para él, cuya extradición sólo se producirá cuando concluyan las causas que tiene abiertas en Francia.
Cierto es que estamos ante un dilema complejo. Posicionarse contra la censura artística o informativa es, en verdad, una obligación moral de toda persona que defiende los valores democráticos, pero difundir una obra de estas características, con todo el trasfondo que conlleva debido al currículum delictivo de quien la protagoniza, merece una profunda reflexión sobre la tan exigida ejemplaridad que también se les presupone tanto a las instituciones culturales como a los exhibidores de contenidos.
Debemos reflexionar sin caer en la hipocresía que supedita la obra al discurso de lo políticamente correcto
La censura en la expresión artística no es tolerable. Como tampoco lo son las campañas que fomentan comportamientos autoritarios del movimiento 'woke' que se dedican, bajo un supremacismo moral insoportable, a cancelar las carreras de determinados artistas. Desde la industria audiovisual se debe proceder a un debate profundo y sereno que dignifique, ante todo, el dolor de las víctimas de un terrorismo que sepultó la convivencia y los cuerpos de casi un millar de personas. Un dolor que, a día de hoy, sigue supurando en soledad y cicatrizando en un insoportable olvido. Debemos reflexionar, eso sí, sin caer en la hipocresía que supedita la obra al discurso de lo políticamente correcto, la misma que censura para no ofender a un espectador cada vez más intolerante y punitivista.
La delicada decisión entre dar al espectador el morboso relato de quien arrebató la vida a ciudadanos inocentes o prevenir el escozor insoportable de una herida abierta en aquellos que aún pasan la mano por las fotos de sus ausentes es una decisión que sólo puede ser tomada desde el difícil equilibrio de mantener el más profundo respeto por el espectador, por la obra y por quienes sufrieron el frío golpe de un hachazo homicida.
Llama la atención como la misma maquinaria mediática, política y social que se apresura veloz a fabricar discursos contra el más mínimo gesto que pueda suponer una conducta indeseable o un movimiento sospechoso es la que no tiene prisa alguna para valorar ciertos acontecimientos que, aun amparándose en el indiscutible marco de la libertad de expresión, no dejan de tener un necesario debate por el cuestionable trasfondo moral y ético de su contenido. Todos tenemos el deber de pedir que no se censure expresión artística alguna, incluso cuando no comparta nuestros ideales, aunque también tenemos el derecho a cuestionarla. Pero se hace necesario también recuperar los valores que están siendo arrasados por un fanatismo que condena taxativamente a personas por un agravio, al tiempo que da voz a otras con gravísimos delitos contra la vida y los derechos fundamentales.
El debate sobre si es ético dar voz y difusión a criminales, y hacerlo además en una sociedad cuya voracidad por consumir contenidos termina confundiendo la narrativa de ficción con una realidad imaginaria e irrefutable, es mucho más necesario que algunos de los temas que saturan tertulias y titulares. Y es que la dignidad de nuestras decisiones no puede esconderse tras los discursos escritos en las banderas de un oportunismo fugaz.
España es un país esclavo de un furor emocional e incandescente, que se origina en un instinto inquisitorial ideológicamente aleatorio. Enjaulado en la euforia de un discurso adoctrinador y envolvente donde, en realidad, duele mucho más un chiste inapropiado o los cánticos de un colegio mayor que dar micro y pantalla a un asesino no arrepentido de hombres, mujeres y niños inocentes, a los que ya jamás se les podrá conceder una entrevista.