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De tal manera, que creo que no está de más repasar mínimamente la sólida trayectoria de este escritor ciertamente singular, lo que posiblemente haya contribuido por añadidura a su apartamiento. El libro que nos ocupa, Los verdaderos domingos de lavida, es, creo, su sexta entrega poética y como casi todas las anteriores ha aparecido en el prestigioso sello valenciano Pre-textos. En paralelo a sus versos ha ido publicando varios ensayos, en general sobre cuestiones literarias y artísticas, entre los que pueden destacarse, aparte del citado, Vida de la pintura, Santa Lucía y los bueyes o La visión memorable. Reunió alguna de sus conferencias, tan incisivas como rigurosas, en La tristeza del mundo e hizo una incursión harto original en lo narrativo con Los montes antiguos, los collados eternos. Además es autor de estudios y antologías líricas y ha comisariado numerosas exposiciones. A este respecto cabe recordar sus espléndidos escritos sobre la pintura de Díaz-Caneja o sobre la de Ramón Gaya, reunidos en el volumen Los hombres difíciles.

El problema de bosquejar el alcance de su escritura es que me queda poco espacio para ponderar las virtudes de su reciente poemario. Me ceñiré a su motivo principal, presente en el título, que procede de una referencia de Julien Gracq al «resplandor glorioso» con el que «había pretendido su querido amigo André Breton hacer coincidir la vida entera con el solo fulgor de sus destellos». Por tanto, muchos poemas rescatan, «como en un sueño de despiertos», objetos, escenas, esos momentos, tan breves, los «instantes de gloria», en que la vida brilla en toda su plenitud, con su «verdad absoluta». Así que se ensaya la salvación de la belleza frente a la muerte, mediante la poesía, de «un junio para siempre», aunque ya nos resulte ajeno.

Respecto a libros previos, tal vez éste sea más nostálgico, desde cierta «arqueología sentimental», en cuanto abunda, conjugada con una lectura moral del presente y sus circunstancias, la restitución de raras epifanías, desde los veraneos en la playa a una estremecedora visita al «alto Espino» machadiano o una excéntrica subasta de arte. Como siempre, los versos son prueba de una larga erudición, portentosa, de lo clásico a las vanguardias y de la pericia en el dominio del ritmo, incluso se permite, acorde con el asunto, un romancillo ligero que suena, con su musiquilla popular levemente inficionada de ironía, a alguna deliciosa travesura de Gil de Biedma, no sé, «A una dama muy joven, separada», pero con el asentamiento de la añoranza en el poso de los afectos recreados.

Cómo no rebobinar, al hilo, aquella película de Elia Kazan, la juventud pletórica e «intempestiva», la hermosura de Natalie Wood, los versos de William Wordsworth: «Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba,/de la gloria en las flores,/no hay que afligirse./Porque la belleza/siempre perdura en el recuerdo». Como los versos, en consonancia con la soberbia apertura hipotáctica de su prosa ensayística, discursivos, tersos, cuajados, siempre con tino de Andrés.