Adolfo ante la cámara, por Pepe Castro
Adolfo ante la cámara, por Pepe Castro
Adolfo Muñoz. 56 años. Restaurador toledano de prestigio nacional e internacional, acaba de recoger la Medalla al Mérito Turístico. El cabello muy corto y totalmente blanco contrasta con el negro de sus ojos, de los que nace una nariz larga y afilada que pareciera estar ... esnifando algo: hierbaluisa, salvia, lavanda, té y flor de la cebolla. La droga de la vida. Este cocinero de Belvís de la Jara, que creció pegado a la madre tierra inhalando los olores de las frutas y verduras del paraíso perdido de la infancia, se embriaga con un ramillete de hierbas aromáticas con el que posa en el estudio del fotógrafo.
La mano que sostiene el ramo, nervuda, es la misma que de niño sujetaba el palo con el que reunía a los cerdos para llevarlos a retozar al arroyo. Aquella mano que se agarraba al carro para brincar a lo más alto y entre tomates, lechugas, repollos, pimientos, guindillas, melocotones o higos, acompañar al padre en los veranos a los pueblos cercanos. Era allí, en La Nava de Ricomalillo, Valdeverdeja o Campillo de la Jara, donde vendían el fruto de la hermosa huerta que se extendía por el valle a la sombra de un imponente monte. Bajo un olivo, aquel niño miraba el alto horizonte. ¿Qué habría detrás?
Muchos años después, en el otro extremo del mundo, Adolfo, ya famoso restaurador , -llegó a abrir dos restaurantes en Japón-, camina por las calles de Tokio. Alza la vista y le deslumbra un rayo de sol que se cuela entre dos altos edificios de cristal. Y entonces siente lo mismo, la misma admiración temerosa que cuando, bajo el olivo, contemplaba aquel monte con sus ojos de niño libre y salvaje que cazaba ranas y daba de comer a los polluelos de las tórtolas.
No está claro si fue la cocina la que atrapó al hombre, o viceversa. Lo cierto es que un día, haciendo un pisto con su madre, le dijo: “Mamá, me voy a Toledo”. Y allá que llegó Adolfo con 13 años a la Ciudad Imperial, donde de niño había vivido los veranos con sus tías en el barrio antiguo, la pandilla, el cine de la fábrica, el bote-botero en la plaza de la Merced…los amigos, las primeras novias. Y el trabajo por cuenta ajena, la Venta del Quijote, luego San Antonio, donde aprendió repostería y a tratar con la clientela. Si alguien pedía un café, la próxima vez que entrara ya estaba allí el jovenzuelo Adolfo con el cortado humeante en la bandeja.
Adolfo no sería Adolfo si a los cinco días de llegar a Toledo no hubiera sentido morriña de su pueblo. Maleta en mano lo encontró su tío haciendo auto-stop en la carretera de Ávila. Y lo volvió para Toledo. Los ratos libres los ocupaba estudiando lo suyo en formación profesional. Y también cálculo, que cualquier cosa vale para calmar el ansia de aprender, de conocer lo desconocido.
La curiosidad casi le lleva a Australia, pero el amor se cruzó en su camino. La mano semioculta de Adolfo toca suavemente la espalda de Julita, con la que bailó toda la noche el día que la conoció en Belvís de la Jara y nunca más se separaron. Porque aunque Barcelona esté lejos, él descubrió el puente aéreo para llegar a la ciudad donde trabajaba su amada y en unas horas regresar de nuevo al tajo.
Igual que decir Corpus es decir Toledo, decir Adolfo -así, a secas-, también. Lo consiguió con poco más de 30 años, cuando se convirtió en empresario famoso y agresivo y todos querían comer en su casa, hasta el mismísimo Rey. De esa enfermedad dice que se ha curado al cumplir los 50 y ahora disfruta del sosiego y el equilibrio ayudado de una tabla de estiramientos para tonificar los músculos y la mente.
Y con el té de hierbas aromáticas que él mismo seca a la sombra de su cigarral y que nos bebemos en el restaurante que tiene en el corazón del Alcaná toledano, donde dicen que Cervantes compró El Quijote por medio real.
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