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Semana Santa

Viernes Santo en Córdoba, como un castigo eterno de dioses antiguos

La lluvia no deja lugar para la esperanza y encadena un tercer día completo sin cofradías en la calle

Así te hemos contado en directo el Viernes Santo de Córdoba

Un nazareno de la Soledad llora junto a la Virgen Álvaro Carmona
Luis Miranda

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Luego se les criticará, pero no se puede decir a los cordobeses que hayan dado la espalda a las cofradías en este año aciago. Las suspensiones podían encadenarse como cuentas de un rosario que nadie va a querer rezar, pero acudieron a las puertas de las iglesias a la hora en que tenían que salir las hermandades.

Mucho más alta que los brotes del desánimo era su esperanza de que hubiera un cambio; mucho mayor que el hastío de un cielo gris que si no llovía amenazaba era su voluntad de al menos ver a las imágenes en los pasos.

En dos días doce cofradías habían dicho que no pondrían su cruz de guía en la calle y cuando empezó el Viernes Santo, justo en la medianoche, había mucha gente a las puertas de San Hipólito. Quizá fuera entonces, y si no lo era, siempre había que buscar algo hermoso.

Y a las doce de la noche, cuando por el resto de la ciudad caminaban nazarenos rezagados de vuelta a casa y noctámbulos en un día cualquiera, se abrieron las puertas de la colegiata. Los que sabían lo que se iban a encontrar por haber estado otros años no sabían si son ya mayores o desafortunados por haber vivido esas Madrugadas silenciosas y plenas de belleza en que el golpe de los flecos de bellota contra los varales es como el latido de un corazón imprescindible. Y eso encontraron: iglesia oscura, pasos iluminados y nazarenos que rezaban. Qué sencillo.

Esperaba el Cristo de la Buena Muerte con los faroles con que Castillo Lastrucci proyectó el paso sobre un monte de claveles entre el rojo y el morado, y si allí la oración debía ser austera en la capilla de enfrente no podía más que quedarse corta ante tanta belleza.

Deslumbraba la Reina de los Mártires con la candelería encendida como hubiera llegado por una calle oscura y la Virgen crecía en el paso, como hace tantas veces. Los que esperaron en la noche húmeda, fría, nada primaveral, se marcharían a casa reconfortados, y en vano podrían buscar refugio en otro lugar, porque no había rincón de Andalucía en que no lloviese o no fuese a hacerlo.

El Viernes Santo despertaba con luz gris y charcos sobre los que caían gotas, como un castigo de dioses antiguos a los que osan desafiarlos. Los que hicieran cálculos de huecos y horas pensaban ya en ese momento que no verían un paso moverse este año ni aunque la Semana Santa durase tres meses.

Otros años negados se había salvado el vía crucis del Señor de la Caridad y los legionarios lo habían llevado a la Catedral entre una muchedumbre que al menos se consolaba. Pero hablando de condenas que se repiten, volvieron los efectivos del Tercio Gran Capitán a hacer el desfile por el Compás de San Francisco entre un aguacero, como el día anterior, y en el interior del templo quedó esta vez el rezo de las catorce estaciones.

Muchos buscaban consuelo en los Oficios para recordar que era Viernes Santo y que se había consumado la salvación del mundo, y a la vuelta al que hubiera reflexionado sobre lo que había escuchado le quedaba la duda de la liturgia desnuda. Cristo había muerto y el mundo estaba como vacío de Dios, con menos sentido, como los sagrarios ahora tienen la puerta abierta sin nada dentro.

No lo pierde por una procesión, que al fin y al cabo es representación de lo sagrado, pero hubo un cierto momento en la tarde y en la noche en las calles de Córdoba parecían ser metáfora de ese mundo despojado. Eran vías vacías, sin gente que esperase a las hermandades, como cansadas de una pelea que no iban a ganar en ningún momento, como si no fuese Viernes Santo sino cualquier otro día.

Paró un poco de llover al mediodía y los que no perdían la esperanza buscaron el barrio de Levante, pero poco después de las cuatro y media la perdieron del todo.

Leyeron muchos la noticia de que la hermandad de la Soledad suspendía su estación de penitencia al mismo tiempo que caía un chaparrón intenso y concluyente. Como muchos de estos días: apenas cinco minutos que hacían alegrarse a las hermandades de estar en su casa y no en la calle, porque podría haber hecho un destrozo.

Los padres iban camino de la iglesia de Guadalupe a por sus hijos, que formaban parte de un cortejo cada vez más nutrido. La cofradía ve ya los frutos de haberse trasladado a un parroquia más joven, vinculada a un colegio.

Al poco salió el sol y la memoria, que siempre es puntual y siempre evoca con lo poco, recordó los dos años anteriores, cuando la Virgen de la Soledad salía directamente con la música y empezaba un camino en que, aunque sea difícil entenderlo, las marchas fúnebres servían bastante para resaltar el silencio. No parecía ese sol dulce de Viernes Santo signo de que nadie se hubiera equivocado, porque prometía regresar a Córdoba el agua antes o después.

Las imágenes del Descendimiento, tras conocerse la suspensión Ángel Rodríguez

A las cinco y media los que querían ver a María Santísima en su Soledad entraron por la puerta pequeña y la vieron con la hondura de siempre, estrenando las cantoneras de la cruz, en orfebrería de color bronce, y les parecía que lloraba más. Se fijaron en las rosas rojas mientras la banda de la Estrella interpretaba 'Dolor y Soledad', la marcha con la que la Virgen salió en los dos años anteriores.

El Viernes Santo arranca desde 2022 del este al oeste, hasta Electromecánicas, y allí este año sí que no había esperanzas. El temporal había derribado la carpa en que se guarda el paso del Cristo de la Oración y la Caridad y el agua había dañado el paso.

La Conversión suspendió su salida con un día de antelación y la certeza de que no tenía forma de salir por las calles de Córdoba. A la hora en que tendría que haber buscado la Catedral la banda de la Redención interpretó marchas con puro sabor a Viernes Santo, como 'Cristo que vuelve', 'Junto a Ti' o 'Padre', y por un momento se creaba la atmósfera de recogimiento del día.

Como estaba previsto, el sol reinaba a aquellas horas, pero no era el sol primaveral con el que la cofradía baja hacia Ciudad Jardín, sino uno que tenía que pelear con las nubes. En el interior, como en 2021, estaba el misterio sobre el suelo, con el Señor prometiendo a San Dimas el paraíso que se había ganado por el arrepentimiento y la confesión de fe, y en aquel rato había quien lo explicaba a quien lo tendría que comprender con los años y a su vez también transmitirlo en el futuro.

Tenía a los pies las flores que tendrían que haber salido a la calle. Al ver el conjunto dispuesto ante altar se pensó que no eran malos invitados para la celebración de la liturgia del día. Los niños de la cofradía esperaban por las capillas y también la Virgen de la Salud y Consuelo, vestida de hebrea.

No llovía, pero por el oeste de Córdoba iban llegando nubes negras. Alejarse del corazón de ciertas ciudades siempre implica perder de vista a la Semana Santa, alejarse de ella. El alma que iba perdiéndola se pensaba tan vacía y hueca como debía de estarlo cuando no había Dios al que rezar.

Nazarenos del Santo Sepulcro, bajo la lluvia Álvaro Carmona

A las seis y media la monumental cruz de guía de los Dolores tendría que haber salido y tampoco lo hizo. La hermandad tenía las mismas previsiones que las demás: la tarde tranquila y soleada no era más que un paréntesis a la espera de más ratos de lluvia, y no poca.

Los que entraban a la plaza de Capuchinos por la calle Bailío encontraban un mar de cabezas y una fila de nazarenos negros que salían de la iglesia para buscar el local de los pasos. Era Viernes Santo al encontrar al Cristo de los Faroles, que al fin y al cabo relata lo mismo que se había leído en los templos, sobre el fondo gris del cielo que prometía que no daría tregua.

Había que esperar, porque para la hermandad lo primero es que los nazarenos le recen. Tocó Coronación de Espinas y también la banda de Dos Torres, que ofrendó las marchas que a la Virgen le escribieron Enrique Báez y José de la Vega, y los que no entienden un Viernes Santo sin rezar ante la Señora de Córdoba tomaron posiciones para el momento en que pudieran encontrarla.

Muchos no era la primera vez que notaban algo parecido: en ese aire de soledad y tristeza que había quedado en la jornada, la Virgen de los Dolores era un bálsamo, un alivio, una mirada protectora cuando parece que el mundo es un lugar para el desamparo.

Allí estaba, entronizada en la peana barroca y sin embargo tan cercana como si se pudiera besar la mano derecha que se ofrece de forma permanente a los cordobeses. Las rosas y calas blancas eran como un recuerdo de huertas viejas de Córdoba y en la calle central de una candelería pocas veces vista San Rafael compartía sitio con las reliquias de los fundadores servitas.

En cada lágrima, en cada joya y en cada pliegue de la boca había una oración por los que estaban y por los que no podrían estar, como si la Virgen recibiera en un palacio abierto a todos. Al lado, el Cristo de la Clemencia, de nuevo con corona de espinas, sobre las grandes rosas de los últimos años, parecía encomendar a todo el mundo el cuidado de la Madre.

Se había hecho de noche, una noche rápida y otoñal, y los teléfonos daban malas noticias. Al ver cuadrantes de calles, horas y borrascas, hubo quien abrigó la esperanza de que la Expiración tuviese un hueco para ir a la Catedral y regresar a buen ritmo, ya que estaba cerca, pero sus noticias eran de agua antes de lo previsto.

Esperaba una multitud en la calle Capitulares en vista de que al menos en ese momento no había que abrir los paraguas, pero lo único que pudieron hacer, y no sería poco, era entrar en San Pablo y admirar a los titulares.

Hubo un claro por la tarde y se abrigaba la esperanza de alguna cruz de guía en la calle, pero se desvaneció

Las flores rojas a los pies del Cristo de la Expiración, con el aire silvestre de las hojas, recordaban un poco a los frutos bellos del árbol de la cruz que habían dicho en la liturgia poco antes. La capilla musical Ars Sacra interpretó algunas piezas como para llevar a los visitantes al aire que hubiera tomado la cofradía en las calles.

Esa música, además de alivio, ayuda a recordar lo que podría haber sido y consigue que la imaginación vuele hacia otros momentos más felices, los mismos que daba la delicadeza de la Virgen del Rosario en un palio que todos hubieran querido ver entre los naranjos de las calles.

El Descendimiento iba a salir a las 19.50 y quién sabe si aprovecharía un claro para pasar por la Catedral e intentar regresar, pero sabía lo mismo que las demás. El Campo de la Verdad tuvo que repetir el rito de marchar frente al lugar de los pasos y encontrar allí el momento eterno en que el Señor les alarga el brazo.

Admiraban casi todos el nuevo palio de la Virgen del Buen Fin, bordado por Antonio Villar según el diseño póstumo de Fray Ricardo de Córdoba. Este año la Virgen no llevaba cera rizada y sí un tocado que le dejaba muy descubierto el óvalo facial y le acentuaba el dolor que compartía con los suyos.

Faltaba la hermandad del Santo Sepulcro, que muy poco después decidió por unanimidad, y no fue la primera que insistió, que no haría estación de penitencia y sí un vía crucis que sus hermanos tendrían que seguir cubiertos.

Si otros años se llevaba la plaza de nazarenos, atributos y símbolos, ahora era de paraguas, porque la lluvia llegó puntual para dar la razón a todas las suspensiones. Ya eran más de veinte seguidas desde el Martes. Tres días completos y consecutivos.

No hubo forma de ver acunarse al Señor en su paso lleno de belleza y teología. La cofradía había dispuesto altas piñas de claveles blancos en el paso de la Virgen del Desconsuelo y nadie pudo encontrarla entre cantos, en un Viernes Santo que siempre parece estar a mitad de camino entre la calle y las iglesias.

Al salir de allí quedaba la sensación de un desamparo, el mismo vacío que tuvo el mundo el primer Viernes Santo, a merced del castigo eterno de dioses antiguos, y a esas horas las estampas que se guardaban era como una promesa para una resurrección este domingo y un domingo para el que habrá que esperar más de un año.

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