Política andaluza
BORBOLLA HACE MEMORIA... CON GUERRA COMO TESTIGO
PREPUBLICACIÓN
El expresidente José Rodríguez de la Borbolla presenta la próxima semana su libro 'Repaso de transiciones. España, Andalucía y PSOE 1969-1990', en el que evoca su trayectoria y reflexiona sobre la política. ABC adelanta el prólogo de Alfonso Guerra y un capítulo de esta obra clave para entender la Andalucía del siglo XX
ABC
Sevilla
Prólogo. Por Alfonso Guerra
«A lo que estamos asistiendo no es tanto una crisis de pensamiento como a una crisis en los modos de interpretar y hacer la política»
Como expresa su título, este es un libro que expone y analiza la transición producida en España, en la comunidad andaluza y en el partido socialista en las últimas décadas. Pero también puede apreciarse, al paso de sus páginas, la transición personal del autor. Por ... ello resulta difícil la clasificación del libro: memorias, autobiografía, ensayo. De todo ello encontrará pruebas el lector en Repaso de transiciones. Se podría decir que el libro es una miscelánea, un escrito en el que se trata de muchas materias mezcladas armónicamente. De su extenso contenido podrían extraerse varios libros: una guía para estudiantes universitarios y para recién licenciados que les ayude a desenvolverse académica y profesionalmente; un curso acelerado acerca del pensamiento de Antonio Gramsci, un estudio muy completo sobre la estructura territorial de España, un manual sobre la reconstrucción del Partido Socialista en la clandestinidad y en la democracia, una historia detallada del desarrollo de la conciencia autonomista de Andalucía, y muchas y variadas vivencias del autor en nuestro país y fuera de él, sobre todo en Italia.
Del texto se deduce el amplio conocimiento político y jurídico del autor, sus abundantes y seleccionadas lecturas, su arduo trabajo de documentación, los repetidos esfuerzos de consulta en archivos, con una curiosa paradoja: todo autor que pretenda escribir sobre la transición producida en Andalucía habrá de recurrir a su archivo personal, pues se evidencia que Rodríguez de la Borbolla ha estado guardando cuidadosamente durante años todo documento, por nimio que fuera, que haya pasado por sus manos en toda su trayectoria política, y hoy, perfectamente clasificados y ordenados, componen un excelente archivo personal disponible para su consulta por el público.
El libro posee una clara vocación pedagógica –de lo que el autor puede ser consciente o no–, pues en sus explicaciones procura ser sintético para ayudar a su comprensión, pero dejando siempre un margen para la réplica o polémica de parte del lector.
El lector tiene la impresión –así lo ha visto este prologuista– de que el autor ha vivido todos los hechos que narra, tanto los más favorables como los más adversos, con una actitud positiva. Sus primeras correrías académicas por Trieste, Bari, Bolonia y el Véneto se cuentan desde la felicidad, al margen da la estrechez económica y las incomodidades materiales.
La influencia del conocimiento de la vida y obra de sus antecesores familiares, las enseñanzas del profesor Giménez Fernández, la «búsqueda del sentido profundo del cristianismo», el descubrimiento de los principios del socialismo democrático, las relaciones con un grupo de amigos –destaca José María Vázquez, un peculiar personaje de vastísima cultura y enormes dificultades para las relaciones sociales y poseedor de una extraordinaria biblioteca que alimentaría espiritualmente a Rodríguez de la Borbolla– le llevaron al compromiso político por la libertad y contra la dictadura, primero en el partido del profesor Tierno Galván (1967), después en el PSOE (1972), en el que desempeñaría una larga e importante labor.
Las citas de sus lecturas nos permiten conocer el itinerario de la formación intelectual del autor de Repaso de transiciones: Henry Lefebvre, André Gorz, Marx, Engels, Erich Fromm, Gramsci, Raymond Carr, Elías Díaz, Lukács, Lelio Basso, Rosa de Luxemburgo, Raymond Aron, que bien pronto le abocaron a renegar de toda forma de totalitarismo: «El totalitarismo como camino solo conduce al totalitarismo como meta. Si deseamos la democracia como meta, utilicemos la democracia como camino».
Su primera experiencia fuera del entorno confortable de familia, amigos y comunidad sevillana, en Trieste, le abrió un mundo nuevo: «el viaje y la estancia en Trieste supusieron un antes y un después en mi vida entera».
Sus maestros en Derecho laboral Miguel Rodríguez Piñero (Sevilla) y Gino Giugni (Bari) le facilitaron los pertrechos jurídicos que le permitirán una defensa persistente de los derechos de los trabajadores, contando además con el complemento del conocimiento de primera mano de la lucha sindical muy activa en Italia.
Giugni es un ejemplo paradigmático de lo que puede hacer un profesor por sus alumnos. «En una conversación de un rato con Giugni me había ahorrado meses y meses de trabajo personal. Y me había señalado el índice temático de una posible tesis doctoral». Tengo para mí que, siguiendo a su maestro italiano, Rodríguez de la Borbolla escribe este libro, entre otras razones, para ahorrar muchas horas de lectura a los que se aproximen a él con espíritu de aprendizaje.
Fue en Bari, por boca de Bruno Veneziani, donde aprendió a distinguir entre un discurso jurídico y otro político:
«Una intervención política no es una lección de derecho. Se trata de transmitir ideas dirigidas a convencer y a mover los ánimos del auditorio, pero no es una explicación doctrinal dirigida a demostrar que sabes más que nadie». Acertada reflexión aplicable a otras disciplinas; resulta chocante comprobar cuántos políticos suben a la tribuna para dar lecciones de economía cuyas previsiones, además, nunca se cumplen.
Fue un tiempo en que Rodríguez de la Borbolla tenía como modelo al sindicalista Luciano Lama, llegó a imitarle su hábito de fumar en pipa. Soñaba el joven aprendiz de la lucha sindical con ser el intelectual orgánico que describe Antonio Gramsci. Observó con gran dedicación el proceso de unidad sindical del que obtuvo la enseñanza de que en España se necesitaba un «sindicalismo fuerte ligado al socialismo e independiente de toda aventura unitaria».
En su estancia italiana Rodríguez de la Borbolla pudo estudiar in situ los problemas del Mezzogiorno, la región menos desarrollada de Italia. De la observación de las necesidades de la región y de la dependencia del poder central, llegó al firme convencimiento –pensando en Andalucía– de que en la España democrática se debería «implantar un modelo de Estado que, dando poderes amplios a los territorios, posibilitara actuaciones dirigidas a aminorar diferencias en el seno del Estado». No podía pensar aquel profesor universitario, disfrutando de una estancia en Italia, que llegaría un día en que él sería el máximo responsable de complementar aquellas ideas como máxima autoridad de la región andaluza, superando muchos de los problemas que aún hoy aquejan al sur de Italia. Un claro ejemplo de la utilidad del estudio para la acción política. Los representantes políticos que se dejan atrapar por la molicie despeñan a sus países por la pendiente de la decadencia.
Tras su incorporación al PSOE el autor tuvo la oportunidad de participar en la elaboración de la estrategia política socialista. En aquellos años, a partir de 1972, fecha de su incorporación, el PSOE contaba con una sólida implantación de militantes en el País Vasco y Asturias, y con un grupo de jóvenes andaluces con un bagaje teórico fuerte, con amplias e intensas lecturas de los textos socialistas muy poco conocidos en la España de la dictadura.
La llegada de Borbolla al grupo, al tanto de los debates teóricos de la izquierda, especialmente de Italia, complementó la capacidad de producción de textos y artículos que desde el sur se iban extendiendo por toda la organización. Borbolla participó también de forma muy activa en la reconstrucción del sindicato de enseñanza, FETE, que un pequeño grupo con la ayuda de algunos exiliados habíamos puesto en marcha unos años antes.
Fueron años de dedicación a la formación de los militantes tomando pie en los más lúcidos textos de Lelio Basso y Rosa de Luxemburgo, a los que Borbolla añadía su pasión por Antonio Gramsci.
Precisamente acerca de la supuesta influencia de Gramsci en los actuales movimientos populistas tengo alguna discrepancia. Afirma el autor que los textos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe «han bebido de sus fuentes», de las de Gramsci. Los dos autores citados, así como los políticos populistas de última hora, tienen una deuda contraída con Carl Schmitt, el jurista que dio cobertura ideológica al partido nazi. Vivimos en nuestros días en Europa y, más allá, un episodio bien conocido en la Alemania de los años treinta: el choque entre la concepción de la democracia representativa, deliberativa, que encabezaba el profesor Kelsen y la democracia plebiscitaria, decisionista, de comunión del líder y el pueblo, cuyo mentor era Carl Schmitt y que hoy preconizan los movimientos populistas.
En su afición a Gramsci el autor nos ilustra acerca de la distinción entre scienciato de la política (estudioso, erudito, docto) y político in atto (que actúa para transformar la realidad). Cita un párrafo al que confiesa adherirse sin reserva:
Maquiavelo no es un mero 'scienciato'; es un hombre que toma partido, un político 'in atto', que quiere crear nuevas relaciones de fuerza y que por eso mismo no puede despreocuparse del «deber ser», ciertamente no entendido en sentido moralista.
La tarea del politico 'in atto' es aplicar la voluntad a la creación de un nuevo equilibrio de fuerzas, fundándose en la fuerza que se considere progresista y moviéndose siempre en el terreno de la realidad fáctica. Desde este punto de vista, el «deber ser» es «concreción»; más aún, es la única interpretación realista e historicista de la realidad; es la única historia en acto y la única filosofía en acto; la única política.
Si no es posible cambiar los hechos del pasado, sí podemos interpretar o ver el pasado con mirada distinta desde cada concreto presente. Pero cuando hablamos del presente y del futuro estamos hablando de realidades abiertas, cargadas de incertidumbres. Cuando hablamos de la historia que está haciéndose y de la historia por hacer, ahí aparece con rotundidad y plenitud la voluntad humana, su capacidad de creación, su impulso transformador, abriéndose camino frente al ser de las cosas, el podrá ser o el deberá ser de quienes, desde la acción o el pensamiento, tratan de transformar la realidad, de quienes, como José Rodríguez de la Borbolla, tratan de hacer la sociedad más vivible y de dignificar al hombre.
En esa perspectiva del presente y del futuro, el intelectual y el político han de actuar y desenvolver sus funciones respectivas en lo que de específicas tienen y en lo que de común comparten.
Se repite con frecuencia la obviedad de que toda política es una política de ideas y que, en consecuencia, la discusión debe comenzar siempre siendo una discusión sobre las ideas. Pero, entiéndase bien, el hecho de que toda política, en cuanto exige decisiones, requiera un sistema de opciones mentales previas no significa en modo alguno que cualquier política pueda presentarse como una política de ideas. Todos sabemos que existen políticas pragmáticas y políticas idealistas o, si se prefiere, modos pragmáticos y modos idealistas de entender la política.
Se suelen citar, como ejemplos notorios de política pragmática, el caso de Federico de Prusia, cuando animaba a la conquista a sus soldados, exhortándoles a que actuaran sin escrúpulos, porque luego vendrían los juristas para justificar sus fechorías; o el más reciente y patético de Mussolini, cuando, siendo el fascismo ya una realidad política en Italia, escribía a Bianchi una carta en la que decía: «El fascismo italiano necesita ahora, so pena de muerte o de suicidio, proveerse de un cuerpo de doctrina».
Lo que ha definido siempre a las políticas estrictamente pragmáticas es que la acción, los hechos, han precedido a las ideas. Y en cuanto políticas defensoras de los hechos, en cuanto políticas defensoras del statu quo, todas las políticas rigurosamente pragmáticas se han visto condenadas a ser políticas conservadoras, por muy ingeniosos que fueran los resortes y argumentos teóricos que a posteriori pretendieran justificarlas.
Frente a ellas, cuando la acción política se pretende legitimar en función de unas ideas, cuando no se trata tanto de justificar la realidad y los hechos como de transformarlos, aparecen las políticas progresistas, que son las que, por definición, tienen que ser, no pueden dejar de ser, políticas de ideas.
Por doquier se habla ahora de crisis de las ideas. Sin embargo, probablemente, a lo que estamos asistiendo no es tanto a una crisis de pensamiento como a una crisis en los modos de interpretar y hacer la política. Desde la tesis del fin de las ideologías, el mito de la tecnocracia y el desarrollismo del crecimiento, hasta la más reciente del fin de la historia de Fukuyama, se podría ofrecer un interesante y abundante repertorio.
«La obra teórica de Rodríguez de la Borbolla y su acción política son un nítido ejemplo de hacer compatibles el pragmatismo y la utopía»
Es lógico y comprensible que estos fenómenos se produzcan. Ya no tan comprensible resulta que ese pensamiento conservador se empeñe en negar, en nombre del fin de las ideologías y del fin de la historia, que son muchos quienes no creen todavía estar viviendo en un mundo sin injusticias y sin desigualdades. No se trata de negar la necesidad, en muchas circunstancias, de apelar al pragmatismo. Toda política es siempre, en alguna medida, por obligación, pragmática. El político, a diferencia del intelectual, no se puede retirar en la meditación y la «pureza», y tiene que operar con compromisos y dificultades, en relación con los cuales, a veces, las actitudes pragmáticas son inevitables. Lo que se quiere decir es que el progresismo, o como se le quiera llamar, a lo que no puede renunciar es al punto de partida. Frente al entendimiento de la política propia del conservadurismo, para el que lo que cuentan son los hechos y a partir de ellos se construyen las razones que los justifican, el punto de partida del progresismo son las ideas, los valores, en definitiva, la utopía, desde los que se intenta transformar una realidad que no se considera perfecta y acabada. La obra teórica de Rodríguez de la Borbolla y su acción política son un nítido ejemplo de saber distinguirlos y hacer compatibles el pragmatismo y la utopía.
Es sobre esta distinción inicial desde la que se hace necesario operar para clarificar un horizonte que, en los inicios del siglo XXI, aparece de día en día más confuso. Pueden producirse discrepancias entre los progresistas, como consecuencia de entendimientos e interpretaciones dispares de las tácticas y estrategias coyunturales que los acontecimientos imponen. Esto es normal. Lo que no es normal es que el progresismo se niegue a sí mismo y desde el progresismo se pretenda no solo emplear los arsenales ideológicos del conservadurismo, sino avalar su propia fundamentación y entendimiento de la política. Dicho con toda contundencia: lo que no resulta admisible es que, bajo nomenclaturas progresistas, se consagren y se defiendan los planteamientos que definen y caracterizan la política conservadora.
Otro de los asuntos que preocupa al autor es el de la cohesión de las organizaciones políticas amenazada cuando los partidos se subdividen en corrientes. Dado que el autor estudia el caso del partido socialista francés, del que opina que «era un caos a la hora de tomar decisiones y a la hora de aglutinar apoyos electorales», citaré un caso chusco, pero que puede servir de ejemplo en la dirección de lo que expone el autor del libro. Siendo Pierre Mauroy primer ministro de Francia, me invitó a tener una conversación relajada los dos solos en su casa. Acepté la invitación, pero entre el día en que me lo propuso y el día en que celebramos el almuerzo sucedió que a cada rato me llamaba para preguntar si habría inconveniente en que se sumara a la comida tal o cual dirigente que reclamaba participar en nombre de alguna posición diferenciada en el interior del partido. Finalmente almorzamos en su casa treinta y dos comensales. Una reunión que nació para dos se convirtió en una asamblea. Es un riesgo menor pero representativo de los que acechan por la división y subdivisión de los partidos políticos.
El autor sostiene que la política tiene también una función pedagógica. Aún más: «La política ha de ser pedagogía». Bien se apresta él a este principio y de manera excepcional en el análisis de la transición producida en España en el terreno de la estructura territorial. Examina con precisión de cirujano la evolución en esta materia de los socialistas con una nítida conclusión basada en las reflexiones motivadas por los textos de Mirkine-Guetzvitch: la identificación del derecho de autodeterminación como derecho a constituirse en Comunidad Autónoma en el seno de España.
Rodríguez de la Borbolla manifiesta su escasa atracción por la distinción weberiana entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad como absolutamente contradictoria y como distintivas, respectivamente, del científico y el político. Con acierto rescata un párrafo de las últimas páginas de la obra weberiana: «La ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener vocación política».
El libro de Borbolla aborda la monumental obra de reconstrucción de un partido, el PSOE, hasta convertirlo en el gran partido de los andaluces. Un logro tan extraordinario que casi durante cuatro décadas la sociedad andaluza a la hora de votar se identifique muy mayoritariamente con el socialismo. Este gran trabajo fue obra de muchos, veteranos del socialismo y jóvenes llegados en el tardofranquismo. El autor señala a un solo militante como símbolo de aquella gesta. Su elección me parece un acto de justicia y dignidad. Elige a Guillermo Galeote, un político ejemplar, siempre en un voluntario segundo plano, pero aportando una gran inteligencia, trabajo, dedicación y sacrificio. Fue además Guillermo un gran amigo de todos nosotros.
Con gran detalle expone también el autor la evolución de la voluntad autonomista de la sociedad andaluza, y del socialismo andaluz en particular. Centra como punto de consolidación el Pacto de Antequera, obra de Plácido Fernández Viagas. Analiza los avatares de la institución regional durante los mandatos en la presidencia de Plácido, Rafael Escuredo y él mismo. Por último, el autor hace balance de los cambios operados en Andalucía durante la larga etapa del Gobierno socialista. La evolución económica, social, política y cultural es desplegada ante los ojos atónitos del lector. Valga un solo ejemplo, pues no querría terminar este prólogo con un cúmulo de cifras. En Andalucía hoy existen 239 teatros públicos. Un nivel propio de los países de centro Europa en una región que en pocos años ha dado un vuelco en muchas de las cifras que la convierten en una comunidad avanzada en muchos terrenos.
El libro Repaso de transiciones. España, Andalucía y PSOE de José Rodríguez de la Borbolla se ha de convertir en un punto inevitable de consulta para historiadores, expertos y curiosos. Pero no solo tiene esa función.
La lectura del libro es amena, ilustra y deshace muchos mitos y leyendas, y es una magnífica aproximación a una vida dedicada a intentar favorecer la felicidad de los demás y la suya propia. Un libro que hay que leer.
Capítulo XIV: 'Breve alegación personal'. Por José Rodríguez de la Borbolla
«Desde los primeros instantes como presidente de la Junta intenté fabricar con claridad mi 'propia máscara' de hombre público, como decía Antonio Machado»
Después de la dimisión de Rafael Escuredo en febrero de 1984, y tras haber sido nominado por los órganos de dirección del PSOE de Andalucía, solicité una entrevista con Felipe González. Una vez que Felipe me comunicó día y hora para la cita, solicité, para el mismo día, pero para más tarde, otra entrevista con Alfonso Guerra, que también me la concedió. Al encontrarnos, Felipe me dijo con cierto cachondeo: «Ya sé que has quedado en verte también con Alfonso». Y yo le dije: «Es cierto, pero después de verte a ti. No me seas cabrón. Alfonso es tu vicepresidente y tu vicesecretario general. Y tú eres mi secretario general y mi presidente. Yo intento hacer las cosas por su orden».
Me invitó a un paseo por los jardines de la Moncloa. Y al cabo de un rato de conversación, me dijo: «Mira, te voy a dar un consejo, que me dio a mí Olof Palme, y que yo cumplo a rajatabla: «Siempre que haya conflictos en tu Gobierno por cuestiones relativas a las finanzas públicas, dale la razón, en el 99,99 por ciento de las ocasiones, al ministro de Hacienda». Te lo recomiendo yo también a ti». «Pues eso yo no pienso hacerlo», respondí. «¿Por qué?», preguntó. «Pues porque Suecia no es Andalucía. Allí tienen casi todo arreglado, después de decenios de Gobiernos socialdemócratas, mientras que en Andalucía tenemos casi todo por arreglar». Y concluí: «Tenemos que invertir. Si le hago caso al consejero de Hacienda, no me va a dejar invertir casi nada... Tendré que ser yo el que le diga los presupuestos que quiero». Y ahí quedó la cosa.
Cuando, tras la dimisión de Rafael Escuredo, accedí a la presidencia en 1984, pensé que tendría que adoptar un estilo propio de liderazgo, tanto en la Junta como en la sociedad andaluza. Yo no llegaba a la presidencia tras haber ganado avasalladoramente unas elecciones, ni tenía un perfil carismático, ni había desarrollado un periplo marcado por la brillantez personal ni por el pronunciamiento de frases redondas, ni por haberme envuelto en la bandera andaluza como si de una segunda piel se tratara. En los medios de comunicación y en el propio PSOE algunos habían difundido una imagen de mí como «hombre de aparato», dedicado especialmente a las cuestiones internas y a la búsqueda y gestión del poder. Tendría que encontrar mi propia manera de conquistar credibilidad y de generar confianza...
La primera decisión importante que tuve que tomar fue la remodelación del Consejo de Gobierno. Habida cuenta de que estábamos en el ecuador de la legislatura, me pareció prudente efectuar los menores cambios posibles. Las cosas habían funcionado suficientemente bien, pero necesitábamos algunas personas con mayor instinto, con experiencia propia en la dirección política interna y con algo más de imaginación y creatividad. Por esas razones, y únicamente por esas razones, decidí cuatro nuevos nombramientos: José Miguel Salinas Moya –secretario general de Córdoba y presidente de la Diputación– consejero de Gobernación para sustituirme a mí; Ángel López López –catedrático de Derecho Civil, jurista todo terreno, exasesor personal del presidente Escuredo y sabio hecho a sí mismo– consejero de Presidencia, para sustituir a Amparo Rubiales; Javier Torres Vela –el secretario general más joven que nunca había habido en la agrupación provincial de Granada, una de las más difíciles de manejar de Andalucía, y entonces senador–, consejero de Cultura, en sustitución de Rafael Román. Y César Estrada –técnico de Administración Civil del Estado, director general de Construcciones–, consejero de Hacienda, habida cuenta de su experiencia de años en diseñar presupuestos y en planificar y gestionar inversiones públicas. Javier del Río, su antecesor, excelente profesional, inspector de Hacienda y abogado reconocido, me confesó que se sentía un poco como gallina en corral ajeno en medio del marasmo político cotidiano. ¡Ah!, previamente hice un viaje a Cuenca para traerme a trabajar conmigo a Eduardo Rejón, que trabajaba allí como médico de la Seguridad Social.
«En mi relación con la ciudadanía, procuré mantener un perfil cercano en todo momento, muy lejano del protocolo oficial»
Me puse como primer objetivo reforzar la cohesión interna de los dirigentes de la Junta, desde los consejeros hasta los delegados provinciales. Me pareció necesario que todos estuvieran informados y compartieran los grandes objetivos políticos del Gobierno y superaran la visión de su gestión como la mera administración del bloque de competencias de las que eran responsables. Para ello, mantuve regularmente una serie de actuaciones: desde despachos regulares y frecuentes con los distintos consejeros hasta reuniones de exposición de los planes del Gobierno con todos los altos cargos de la Junta; desde encuentros y debates en sus sedes de Sevilla con todos y cada uno de los consejos de dirección de las consejerías hasta «retiros espirituales» del Consejo de Gobierno en pleno, celebrados en distintos paradores –Carmona, Antequera, Córdoba, Mazagón– y hoteles de Ronda y Torremolinos, en los que durante dos días, en cada caso, analizábamos y poníamos en común las políticas inmediatas que desarrollar. En mis recorridos por las distintas provincias, solía convocar reuniones con todos los delegados provinciales de la zona. Así llegué a tener contacto personal con todos los responsables autonómicos. Dediqué bastante tiempo a estrechar lazos personales y a establecer relaciones directas con el colectivo de responsables públicos.
En mi relación con la ciudadanía, procuré mantener un perfil cercano en todo momento, muy lejano del protocolo oficial y del posible «engolamiento» del cargo público. Me acercaba a los manifestantes –en caso de que en alguna visita me recibieran con pancartas y gritos de protesta– con gran desazón por parte de mis escoltas. Me reunía con comités de empresas en dificultades. Asistía a los partidos del Real Betis Balompié desde la localidad de mi abono. En Semana Santa, mi mujer y yo nos íbamos sin acompañantes a ver las cofradías de nuestro gusto. Salía a tomar copas con mi mujer y los amigos, sin escoltas. Dejamos de ir al cine por no tener que entrar en la sala acompañados de mis protectores de turno, y recibía y atendía a todo el mundo que podía.
A propósito de mis «protectores de turno»: durante mis seis años de presidente de la Junta estuvieron junto a mí ocho policías de escolta, que se turnaban de cuatro en cuatro para los distintos servicios: Emilio Salas y Ángel López, inspectores jefe; Antonio Portillo y Santiago Mondéjar, conductores, y Luis Morales, Paco Maya, Leonardo Bravo y Victoriano Amaya, policías nacionales. Con todos ellos la convivencia fue estrecha, respetuosa y fructífera.
Ángel tenía una mirada que dispersaba a los que venían de frente; con Luis jugábamos al futbito todos los lunes; con Antonio y Leonardo disfrutábamos de los gurumelos que nos traían cuando iban de visita a sus pueblos de la Sierra de Huelva; de Emilio aprendimos a apreciar el aceite de oliva virgen de Porcuna; con Paco seguimos los avatares de la legalización del Sindicato Unificado de la Policía; Víctor nos hacía reparaciones en casa; Santiago era la discreción personificada; y con todos ellos mantuvimos una relación cuasi familiar, mi mujer, mi hija y yo.
Según me dijo hace poco Emilio Salas, recordando aquellos años y en nombre de todos ellos, «fueron los mejores años de nuestras vidas». Todos eran servidores públicos decentes.
Aprovecho este momento para exponer otra verdad: mi trabajo político en la Junta de Andalucía y en el PSOE fue mucho más fácil y fructífero gracias a la labor y el entusiasmo de las personas que trabajaron más estrechamente conmigo, ya fuera en labores de apoyo personal a mí, ya fuera en tareas de mantenimiento del buen funcionamiento de las respectivas organizaciones. En el PSOE de Andalucía podría citar a Rosa Baleriola, a Carmen Mejías, Gloria Gálvez, Lola Novella, Merche Mejías. Y Javi Alarcón y Fernando Lappi. En la Junta, a las integrantes de la Secretaría del Presidente, dirigida por Araceli Rubio y con Rita Rodríguez, María José Soto, María del Mar Puerta y Ofelia Pérez. A Manuel Vázquez, conserje Mayor de la Presidencia, y a Paco Sánchez, el bedel directamente a mi servicio, ambos dos personajes inolvidables. A José Luis Hernández, Nino Carrizosa y Christianne Decaillet, del Servicio de Protocolo. A Lucía Marrufo, que solucionaba todo lo que hacía falta... Con todo el personal de Presidencia, el mediodía del 24 de diciembre de cada año, celebrábamos una fiesta que duraba y duraba...
Julio Artillo, como Protavoz del Gobierno, con colaboradores como María José Sánchez Apellániz, Pipo Picchi y Marta Carrasco, entre otros; y Fernando Soto, Pepe Romero, Miguel Ángel Sáiz, José Antonio Gómez Marín –en una primera etapa– y Ramón Antúnez, Joaquín Muñoz, José M.a Oliver, Ana Córdoba, Delia Pareja-Obregón y todos los demás miembros del Gabinete de Relaciones Institucionales y del personal al servicio de la Presidencia, cada uno en sus tareas, fueron colaboradores esenciales. Todos me ayudaron a «ser», a «estar» y a «hacer».
En general, procuré ofrecerme como creo que soy: una persona seria, con afán de rigurosidad, con un cierto bagaje cultural, y que intenta acercarse a los problemas en búsqueda de la solvencia. Pero también una persona cercana a la ciudadanía y a las culturas, costumbres y gustos populares. Quizá por esto último se generó una cierta opinión, a favor y en contra, según la cual yo era un presidente «castizo». De hecho, hice que se promoviera desde la Junta la recuperación de la copla andaluza, estuve presente en muy variadas celebraciones y romerías, fui a ferias y carnavales, presidí la procesión del Corpus, en Sevilla y en Hinojos, y fuimos recibidos, mi mujer y yo, como hermanos de la Hermandad Matriz del Rocío de Almonte. Pero no soy un «castizo». Lo que pasa es que me gusta la gente, y me gusta estar en los sitios compartiendo las cosas que le gustan a la gente... Estaba dispuesto a bailar sevillanas donde fuera y con toda dama que me lo propusiera. Y no me costó ningún esfuerzo marcarme un pasodoble –En 'Er mundo', por cierto– con una señora madura al compás de los sones de una banda de música en Graena, con motivo de una visita al balneario de la localidad granadina. Por otra parte, durante mis mandatos como presidente, participé en las cabalgatas de Reyes Magos de Salteras, barriada de Su Eminencia (Sevilla) y del Ateneo de Sevilla.
Además, tanto mi familia como yo organizabamos frecuentes encuentros con compañeros del PSOE y con colaboradores de la Presidencia.
Desde el Consejo de Gobierno tuvimos buen cuidado de potenciar en todo momento los proyectos que tuvieran que ver con la cultura con mayúsculas y con las corrientes más innovadoras. Desde la política de dotación y mejora de teatros, museos y contenedores culturales modernos de diverso tipo a todas las capitales y muchas ciudades medias de Andalucía hasta la promoción de exposiciones, muestras y congresos de todo tipo. De la misma manera, mediante el Plan de Universidades, las enseñanzas universitarias se extendieron por todo el territorio andaluz. También promovimos, junto con las administraciones locales y provinciales, la creación de la Orquesta Ciudad de Granada y la Orquesta Sinfónica de Sevilla.
Desde los primeros instantes como presidente de la Junta intenté fabricar con claridad mi «propia máscara» de hombre público, como decía Antonio Machado. Y creo que no me ha ido mal.
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