El monasterio de Labrang, donde Tíbet se convierte en China: un paseo entre monjes, billetes con la cara de Mao y preguntas incómodas
El principal centro tibetano fuera de la mítica región se convierte en campo de pruebas para la política religiosa del régimen
A bordo del avión viajan al menos cinco monjes tibetanos, cuatro veinteañeros y un adulto. No resulta del todo fácil distinguirlos a simple vista a pesar de su pelo rapado, su piel cobriza y sus túnicas granates, pues estas comparten color con las mantas de ... Sichuan Airlines bajo las que se arrebujan algunos pasajeros.
El mayor de ellos lee concentrado, diríase incluso meditabundo, la revista colocada en el respaldo. ¿Qué piensa un monje tibetano al hojear ese papel couché corporativo que trata de incitar al consumo apelando a los más mundanos impulsos? ¿Sentirá un mínimo deseo de comprarse una colonia? ¿Un coche? Y después, ¿dará cuenta de la comida que repartirán las azafatas? ¿Le parecerá apetitosa? Las preguntas surgen a borbotones pero la distancia entre nuestros asientos y el inminente despegue las dejan en eso, preguntas.
La aeronave ya rueda cuando reparo en que las fundas de los reposacabezas exhiben la imagen del Palacio de Potala, residencia tradicional del Dalái Lama y centro simbólico del budismo tibetano, junto a una proclama. «La antigua ciudad de la tierra nevada, la ciudad sagrada de Lhasa te da la bienvenida». Tiene gracia, porque es justo al contrario. Mi condición de periodista me impide poner pie en Tíbet. Desde hace décadas, los únicos corresponsales que han logrado acceder a la mítica región lo han hecho en viajes organizados por las autoridades a los que, por lo que sea, uno nunca ha sido invitado.
Y ese es justamente el motivo por el que me encuentro sentado en este avión que vuela rumbo a Xiahe, otrora parte del Tíbet histórico, hoy perteneciente a la provincia de Gansu. Si esta localidad consta en el vasto mapa de la China contemporánea es por albergar el monasterio de Labrang, el más importante centro del budismo tibetano fuera del actual Tíbet.
Monjes tibetanos pasean por el monasterio de Labrang
Desde el aire la zona presenta una sucesión de impolutas colinas verdes solo interrumpidas por las angostas carreteras que serpentean entre los valles, y la pista de aterrizaje de su minúsculo aeropuerto no ofrece a la vista más que hierba y los animales que sobre ella pacen. La fascinación resulta recíproca: al pie de la escalinata los monjes se turnan para sacarse fotos junto al extranjero hasta que los guardias de seguridad nos urgen a abandonar el asfalto.
Los dos más extrovertidos hablan un mandarín titubeante y simplifican sus enrevesados nombres tibetanos a Sanji y Zhongji. Tienen 26 y 21 años, respectivamente, y no residen en Labrang sino en otro monasterio cercano. La charla pronto se convierte en un competitivo intercambio de interrogantes. «¿Conocéis Labrang?», «¿Juegas al baloncesto?», «¿Cómo es vuestra vida diaria?», «¿De qué país eres?». Incluso ante interlocutores tan peculiares la mención de España remite de inmediato a la tauromaquia y por un instante surge la tentación de confesarse matador en lugar de reportero, oficio sin duda mucho menos problemático aquí.
Peculiar hogar
Los quinientos monjes de Labrang hacen de todo, empezando por vender entradas. En su interior los visitantes visitan y los mendigos mendigan pero ellos permanecen ajenos al gentío, entrando y saliendo de sus casas sin patrón aparente. Atienden al curioso con una sonrisa y las palabras mínimas. «Vivimos en grupos de tres o cuatro», dice uno sin detenerse, y el periodista echa a andar a su lado. Las puertas están trancadas con voluminosos candados y algunas tienen carteles que prohíben hacer fotos. «¿Os molestan tantos turistas?». «Nos molestan un poco», concede, todavía sonriente, y aprieta el paso.
Varios monjes adolescentes juegan a hacerse caños con una pelota de plástico y forcejean como lo harían chavales en cualquier parte del mundo. Uno de ellos trae a su hermano pequeño en brazos. «Te lo regalo», asegura, y todos se cachondean. El niño, a diferencia de él, viste chándal. «¿También se ordenará cuando crezca un poco?». «Sí», responde el mayor sin atisbo de duda.
Niños residentes en el monasterio de Labrang
La pandilla avanza, pero uno de ellos disimula hasta quedarse rezagado. Tiene 16 años, vive entre estos muros desde los 11. «¿Te gusta la vida aquí?». Se ríe, cohibido, sin que haga falta una respuesta verbal. «Fue decisión de mis padres. Nuestra casa está lejos. Pensaron que aquí yo tendría una vida mejor». Por fin no aguanta más y suelta su pregunta. «¿Juegas al baloncesto?». Antes de que el forastero pueda responder se oye el sonido vibrante y ancestral de un cuerno. «Es la llamada para ir a clase», explica, y sale corriendo por el empedrado.
La historia del monasterio de Labrang se remonta a 1709, cuando fue fundado por el primer Jamyang Zhepa, discípulo del quinto Dalái Lama. Sus sucesivas reencarnaciones han dirigido el lugar desde entonces, no en vano «Labrang» significa «casa monástica», en alusión a la residencia de un gran lama. De aquella el recinto albergaba ya la primera de sus seis academias, Mejung Tosamling, donde aún hoy los monjes estudian filosofía, ética, epistemología y literatura.
Turistas recorren el monasterio de Labrang
Los visitantes pueden acceder al Gran Salón de los Cánticos al comienzo de la liturgia. Afuera, se acumulan desperdigadas las botas de fieltro negro de los monjes, todas iguales. Adentro, el ambiente golpea los sentidos. Miles de voces resuenan en la penumbra y el aire, cargado por el aliento húmedo de tantos cuerpos en un espacio cerrado, por las gruesas telas decorativas y por el té con mantequilla de dri –la hembra del yak– que los congregados sorben entre rezo y rezo, forma una atmósfera densa, mareante. Los botes de ofrendas amontonan billetes con el rostro de Mao Zedong y todo se vuelve una distorsión casi insoportable hasta que llega el momento de salir de nuevo al exterior.
Ahí la mirada se alarga y desvela otra dimensión de Labrang: el enclave sobre el que se asienta. «Es tibetano, pero está ubicado en China, fue fundado por mongoles y está asociado con musulmanes», resumía el académico Paul Nietupski en su libro 'Labrang: A Tibetan Monastery at the Crossroads of Four Civilizations' (1999, sin edición en español), el único estudio internacional sobre el monasterio. «Políticamente, los territorios de Labrang pertenecen a Amdo [una de las tres regiones históricas del Tíbet], pero sus tierras fueron disputadas por Gushri Khan y los mongoles khoshut en el siglo XVI. Labrang también se encuentra en la provincia china de Gansu, reclamada por la dinastía Qing y, en años posteriores, por los gobiernos nacionalista y comunista».
Un monje tibetano avanza entre las calles del monasterio de Labrang
Lamas domesticados
Labrang permaneció durante siglos sumido en luchas étnicas y soberanas. Por eso no es casual que fuera aquí donde el Partido Comunista desarrolló el procedimiento adecuado para someter al budismo tibetano. En su máximo esplendor, allá por 1957, el monasterio llegó a acoger a casi 4.000 monjes. Un año después, sin embargo, las autoridades echaron el cierre. Al poco llegaría el levantamiento tibetano sofocado con brutalidad, y luego la enajenación totalitaria de la Revolución Cultural. El sexto Jamyang Zhepa fue forzado a renunciar a sus votos, contraer matrimonio con una mujer musulmana y abandonar el recinto para mudarse a la capital de la provincia, Lanzhou, su lugar de residencia actual.
El hueco de su legitimidad no quedó vacío, sino que lo ocupó la segunda autoridad de Labrang, el sexto Gungthang Rinponche, quien se había convertido en una figura de inmensa popularidad por negarse a cooperar con las tropas comunistas que invadieron Tíbet en 1950. Después de dos décadas entre rejas, en 1979 regresó a la región, donde comenzó a captar fondos para arreglar los templos, y en 1980 resacralizó Labrang tras varios años abierto como mero reclamo turístico.
Un monje tibetano pasea frente a un mural del Partido Comunista Chino en Xiahe
Dada la imposibilidad de descabezar la jerarquía, el régimen trató de doblegarla por la fuerza bruta. Corría el año 1995 cuando un niño de seis años llamado Gedhun Choekyi Nyima fue escogido como undécimo Panchen Lama, la segunda figura del budismo tibetano. Este fue secuestrado de inmediato por el Gobierno, quien colocó en su lugar a otro chico, de nombre Gyancain Norbu. El Panchen Lama oficialista, sin embargo, carece de credibilidad o ascendiente alguno ante la comunidad tibetana, por lo que tampoco resulta útil, mientras que el auténtico permanece en paradero desconocido sine die.
La clave, por tanto, consistía en dominar el «tulku», el proceso de búsqueda, identificación y educación de las nuevas reencarnaciones. La oportunidad idónea surgió, precisamente, con la muerte en el año 2000 del sexto lama Gungthang, quien tras colaborar con las autoridades hasta llegar a ser miembro de la Conferencia Consultiva Política había vuelto a caer en desgracia por rechazar al fraudulento Panchen Lama. Así, el séptimo Gungthang Rinponche fue entronizado en 2006 tras haber sido seleccionado mediante la supervisión gubernamental, de acuerdo al Reglamento de Asuntos Religiosos aprobado en 2004.
El objetivo último de esta estrategia, después de tantas décadas de perfeccionamiento, pretende controlar al siguiente Dalái Lama, un hito cada vez más cercano dada la reciente celebración de su nonagésimo cumpleaños, para así amansar de manera definitiva al budismo tibetano y, con él, a lo que queda de Tíbet.
Ese día está próximo, pero no será hoy. El sol desciende entre las colinas, las sombras se alargan, los turistas se encaminan a la salida. En el monasterio de Labrang solo quedan ya los monjes que regresan silenciosos a sus aposentos, y en sus zancadas imperturbables se adivina la continuidad de un legado milenario, otra jornada más.