Descenso a los infiernos de la Biblioteca Nacional: todo lo que la humanidad salvó del fuego
La institución abre al público este lunes su nuevo museo, donde repasa la historia del conocimiento y la censura; el recorrido muestra cómo a lo largo de la historia hemos salvado la razón del fuego y el olvido
El papel que nos sobrevive
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Iniciar sesiónEl infierno existe y está en la Biblioteca Nacional (BNE). Se llega bajando unas escaleras –esto es un descenso, qué iba a ser si no–, y lo primero que ves son las llamas. Las llamas y los libros al borde del incendio en una ... imagen extraña pero hipnótica, algo así como una señal de peligro: todo esto podría ser ceniza, y sin embargo...
La metáfora merece una explicación. O más de una.
Empecemos diciendo que hace no tanto toda biblioteca tenía su infierno. Un lugar secreto –un armario, una habitación, un baúl– donde escondían los libros prohibidos, perseguidos, en un acto rebelde que no dejaba de cumplir con la función del templo, con su sentido: salvaguardar el conocimiento de los bárbaros, una lucha tan vieja como el hombre.
¿Se acuerdan de 'El nombre de la rosa'? Ahí el infierno se llamaba 'Finis Africae', y los libros estaban envenenados, para condenar al lector. Aquí, en cambio, se salva todo. Aquí nos salvamos todos.
Porque, y sigamos recordando, en toda biblioteca también había (hay) una cámara acorazada para las maravillas, los manuscritos raros, los tesoros cartográficos, los libros únicos, los sueños ilustrados, los caprichos más selectos. A estas joyas había (hay) que defenderlas del tiempo, que es un enemigo menos cruel pero que tiene más aliados. La humedad, los hongos, las plagas. Las inundaciones, los derrumbes. También los robos, la codicia.
Con estas dos premisas revoloteando en la cabeza Mario Tascón, de la consultora Prodigioso Volcán, creó el concepto 'El infierno y las maravillas', una exposición para recorrer no tanto la historia del libro como del conocimiento, de las ideas, de los soportes que hemos utilizado para ampliar la memoria, para no olvidar lo que las mentes más brillantes dejaron a su paso por este mundo. Tascón falleció en septiembre de 2023, antes de finalizar el proyecto, pero Jorge Carrión ha rematado la faena, y hay en ese drama un mensaje que brilla con luz propia: lo que hacemos puede sobrevivirnos, por eso a pesar de lo sucedido (la muerte repentina) la Biblioteca Nacional ya tiene listo su museo permanente, su museo de la cultura, por resumirlo de algún modo. Aquí están Goya, Da Vinci, Homero, Bartolomé de las Casas y hasta Rosalía, en un viaje que va de la tablilla de arcilla al iPhone, y que no se detiene ahí, porque todo está abierto y seguimos inventando herramientas para crear y guardar la ciencia, las genialidades y los delirios de nuestra especie. La nube, por ejemplo.
«La exposición reivindica la importancia de las ideas y los archivos, más allá de sus formas concretas, como el papel, la biblioteca nacional o la plataforma tecnológica», prosigue Carrión. Y la cartela lo apoya: «Tendemos a pensar la cultura en términos filosóficos, abstractos. Pero la cultura es siempre material: la conjunción de discursos, escritos y gráficos, con diversos tipos de superficies y dispositivos, en contextos arquitectónicos como el museo, la librería o la biblioteca».
La primera vitrina da la clave museística de este infierno que se resiste al orden contable, a lo evidente. Ahí está el 'Atlas Mnemosyne', de Aby Warburg, la última obra de este historiador alemán, inacabada por ambiciosa. «Warburg inventó esta idea de que los libros en una biblioteca no tienen que estar ordenados por orden alfabético o cronológico, sino por afinidades, por lo que él llamaba la ley de los buenos vecinos. Todas las vitrinas siguen este tipo de lógica que no es temática ni cronológica, sino que es de afinidades respecto al concepto de la sala. Por eso tenemos facsímiles de la Biblioteca Nacional de todas las épocas y de todos los temas posibles. Algunos tienen que ver con la idea de que no solo escribimos textos, sino también música, ilustración, pictogramas... Hay antepasados del cómic en el siglo XVI que no podíamos obviar».
El deseo de abarcar la inmensidad de la sabiduría ya estaba en la Biblioteca de Alejandría, la más célebre de la antigüedad, donde tenían la política de adquirir desde la poesía más elevada hasta libros de recetas. Es lo mismo que ocurre hoy en las modernas bibliotecas nacionales. En esta, sin ir más lejos, entran cuatrocientos mil ejemplares al año. Y se ordenan por tallaje porque hay que exprimir el espacio al máximo.
Después de la introducción pintoresca, la primera sala es un cuadrado que recorre las censuras de las diferentes épocas. En el centro hay un 'libro de artista' de Joan Fontcuberta, una copia de 'Fahrenheit 451' quemada con un soplete: es un superviviente del fuego que ha salido de la unidad de quemados. Alrededor hay cincuenta obras censuradas por diferentes motivos: 'La Celestina', 'La vida de Lazarillo de Tormes', 'El origen de las especies', 'Harry Potter' (sí, sí), 'Los versos satánicos' (recuerden el atentado contra Salman Rushdie, hace tan poco), 'Nymphomaniac', 'El principito' (no es broma, se prohibió en la dictadura militar de Videla en Argentina) o un disco de Extremoduro (al grupo lo vetaron en Plasencia).
Los textos hablan de cómo en los últimos dos mil quinientos años se han inventado y reinventado las formas de impedir la libertad de expresión y la de recepción: de las censuras religiosas a las políticas, del escándalo del placer al odio por las ideas contrarias. La quema de libros de los nazis el 10 de mayo de 1933 es el momento central y triste de este repaso. Una frase de Heinrich Heine avisa: «Allí donde se queman libros acaban quemando hombres».
El discurso expositivo, por cierto, es doble. Están las cartelas clásicas y, debajo, a la altura de la mirada de los diez años, hay tres personajes de cómic que van comentando estas ideas. «Están destinados a niños o niñas de esta edad. Es un cómic de Núria Tamarit, una dibujante y guionista de cómic valenciana, que tiene tres personajes: Leo, un robot con aspecto de abuela y pulpo; Pau, una niña, de aspecto andrógino que es una gran lectora; y Sardineta, un parásito que come papel y vive en las bibliotecas». En este punto están diciendo:
—Leo: Nosotros somos amigos de los libros pero, también, han existido desde siempre sus enemigos.
—Pau: ¿¡QUÉ!? ¿Quién puede odiar los libros?
—Leo: Pau, ¡el conocimiento puede cambiar el mundo! Hay personas que piensan que los libros son peligrosos.
Pero los libros sufren más peligros. Por ejemplo, el agua. «Lo peor del incendio de una biblioteca no es tanto el fuego como la humedad. Los libros bien encuadernados resisten hasta cierto punto las llamas, pero pueden ser destruidos por el agua de las mangueras de los bomberos», señala una cartela. Por eso cuando arde una gran biblioteca y se extingue el fuego lo siguiente es correr a los restaurantes y supermercados cercanos, para usar sus neveras. «Hay que congelar los volúmenes para poder recuperarlos y restaurarlos después». También se cuenta que los libros son entes vivos con hongos que descomponen las páginas y que hay insectos que, al modo de los letraheridos, se alimentan del papel. Lo hacen algunos tipos de cucarachas, los ácaros, la carcoma, las termitas, las polillas y los pececillos de plata, que movidos por la sed de celulosa abren cráteres microvolcánicos en las páginas, sin importarle que estas sean de un autor olvidado o de Cervantes. «No sólo los lectores humanos devoramos libros».
Del infierno, a través de un túnel, se pasa al espacio dedicado al 'Libro de las maravillas'. «Aquí partimos de la idea de que una obra maestra es una maravilla, desde 'La Ilíada' o el 'Poema de Gilgamesh' hasta 'Las meninas' de Javier Olivares y Santiago García. Reunimos novelas y discos, pero también cartografías, que reflejan la obsesión humana por recoger las maravillas del mundo».
Las vitrinas son un muestrario caprichoso y atemporal, que mezcla un herbario de Emily Dickinson con el reciente 'Atlas de islas remotas' de Judith Schalansky, siempre jugando con esa conexión entre lo añejo y lo nuevo, como si la imaginación fuera un abrazo entre siglos. Están las neuronas de Ramón y Cajal, varios mapas del tiempo de los descubrimientos (sic) y un libro sobre el telescopio Hubble. Hay sitio, claro, para una de las joyas de la BNE: 'La Suma de Cosmographia' de Pedro de Medina, un extracto de 'El arte de navegar', su obra cumbre, donde recogió los conocimientos que logró reunir sobre esta materia a lo largo y ancho de su vida (1493–1567), un esfuerzo que se tradujo muy rápido y viajó por toda Europa. Un éxito.
Los libros, insiste Carrión, también evolucionan. Por eso las maravillas se abren a la literatura expandida: está 'El mal querer', de Rosalía, y la novela medieval 'Flamenca', que inspiró a la catalana; está el 'remake' que Agustín Fernández Mallo hizo de 'El hacedor', de Borges (después de un pleito iniciado por María Kodama se retiró de las librerías, pero aquí hay un ejemplar rescatado); está la 'Casa tomada' de Cortázar dibujada por Juan Fresán como si fuera un plano de arquitecto; y está 'Juego de cartas', de Max Aub, una novela epistolar que se puede barajar, un invento de vanguardia. También tienen revistas ('Matador', 'Etiqueta negra') y un cómic de Santiago García ('Ortogonal') que traza una línea que une los dibujos de bisontes en las cuevas prehistóricas con el 'Hombre de Vitruvio'.
El juego lo explica Amaranth Borsul en 'El libro expandido': «Objeto, contenido, idea e interfaz, el libro nos cambia a medida que nosotros lo cambiamos, letra a letra, página tras página».
El final de la exposición viene de ahí: el conocimiento existía antes del libro, por eso lo desborda. «La tecnología, las máquinas, son herramientas de reproducción, archivo y producción. Esta es la idea», señala Carrión en frente de una vitrina que es historia de la ciencia y de lo pop. Ahí está una copia del 'Murmurs of the Earth', un CD-ROM dorado creado por Carl Sagan para la NASA en 1978 que contenía la información sobre la humanidad necesaria para que una inteligencia extraterrestre nos entendiera. Esta carta moderna todavía viaja a bordo de la sonda Voyager más allá de los límites del Sistema Solar…
Como hay un CD también hay un ordenador, una máquina de escribir, una calculadora (una Burroughs clase 3), varias cámaras fotográficas y de vídeo, una X-Box… Todo nos lleva al iPhone. Una frase de McLuhan estampada en la pared reza: «Toda tecnología tiende a crear un nuevo entorno humano». Y tanto. La cronología de la sala, dedicada a los dispositivos en los que almacenamos la memoria y con los que creamos contenido, no se detiene con el producto de Steve Jobs. 2008: «Satoshi Nakamoto conceptualiza el primer 'blockchain'». 2012: «Lanzamiento de las gafas Oculus de realidad virtual». 2021: «La pandemia de COVID-19 populariza internacionalmente TikTok». 2022: «Se viraliza el ChatGPT-3». 2023: «Se normaliza el archivo de datos de todo tipo en la red de servidores físicos que llamamos La Nube»… Y nos dejan una pregunta para 2050: «¿Qué tecnologías condicionarán nuestras vidas?»
Una noche en... la Biblioteca Nacional: Los libros duermen mejor que nosotros
Bruno Pardo PortoRecorremos la parte oculta del edificio: el depósito, el centro de control, el muelle...
Todavía hay un último estímulo antes de la salida, un vídeo creado por una inteligencia artificial a partir de una serie de datos climáticos del Servicio Meteorológico de Cataluña. Así que la exposición se abre y se cierra con las máquinas, porque las imágenes del infierno de la entrada también las ha diseñado una IA.
—Entonces, ¿la inteligencia artificial va a acabar con el monopolio humano de la creatividad?
—No tenemos ni idea de qué pasará a medio o corto plazo, pero ahora mismo no hay duda de que es una herramienta fascinante, llena de posibilidades. Pero parece claro que las bibliotecas del siglo estarán atravesadas por la IA. Por eso escribí 'Membrana', una novela que imagina el Museo del Siglo XXI creado por algoritmos...
La duda es si en un mundo así aún serán necesarios los infiernos. Pero eso es otra historia.
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