Más que palabras

Anik Lapointe o el libro como fetiche

Es la directora editorial de Salamandra, el sello que fundaron Pedro del Carril y Sigrid Kraus en el año 2000, encuadrado hoy en Penguin Random House

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Anik Lapointe. Barcelonesa del Canadá. Vino a España con una beca, el año de cumbres y abismos de 1992, y se quedó hasta hoy

Aquel fue un verano feliz. Un verano feliz con epifanía. La chica tenía veinte años y pasión por los libros. Así que decidió ser la protagonista de su propia ‘road-trip’ por las carreteras de los Estados Unidos. De librería en librería tocando, oliendo, comprando… ... Hasta que al pasar por Santa Bárbara, en California, tuvo un pronto y se decidió a entrar en la sede de ‘Black Sparrow Press’, con el objetivo de manifestarle al editor su admiración por John Fante y Charles Bukowski. El tipo le dejó entrar, sin mayores reservas. Y en ese momento, dice, se decidió a ser editora. La profesión que ejerce desde hace treinta años.

La chica se llamaba y se llama Anik Lapointe. Barcelonesa del Canadá. Vino a España con una beca, el año de cumbres y abismos de 1992, y se quedó hasta hoy. Traía estudios de Literatura Francesa, la especialidad de Ciencias Sociales desde el instituto, y le encantaban la política internacional y la historia. Pero como era más bien introvertida, renunció a ser profesora. O periodista. Al año siguiente entró a trabajar en Acantilado. Más tarde en RBA. Hoy es la directora editorial de Salamandra, el sello que fundaron Pedro del Carril y Sigrid Kraus en el año 2000, encuadrado desde 2019 en la escuadra literaria de Penguin Random House.

Antes de su develación californiana, Anik Lapointe ya era una adolescente y una jovencita caracterizada por su apetito voraz por la lectura. Balzac, Flaubert, Zola, Proust, Dumas («siempre»), Sthendal… Quería «entender de forma casi cronológica la historia de la literatura». Así que comenzó por el XIX francés, que no es un mal puerto de partida. Se hizo una lista y la fue siguiendo al punto. Antes aún había sido una niña viajera, al hilo de los destinos de su padre. Una niña que encontró en los libros la casa segura e inmutable que buscaba.

Ahora sigue teniendo al lado de su cama una pila de libros, que son como un fetiche: «ahuyentan a los malos espíritus y a las pesadillas». «El equivalente de la mantita de Linus, en la serie de Snoopy», dice. No son ya aquellos viejos libros de la Bibliothèque Rose&Verte de Hachette, donde se podía leer toda la obra de Enid Blyton y su serie preferida: ‘Fantômette’, la vigilante enmascarada de Georges Chaulet. Sino libros nuevos, de hoy. Muchos de ellos vinculados a su trabajo como editora.

Antes que escritora ella quiso ser siempre editora. Y por encima de editora, buena lectora

Una editora, la de Salamandra, que si tuviera que definir con una sola frase su línea editorial sería la de «la curiosidad por otras culturas, por los mundos ajenos, y la voluntad de entender al otro». Fundamentalmente narrativa extranjera, con la esperanza de que cada libro pudiera ser una puerta a mundos desconocidos. O conocidos, pero poco. Y además, el fenómeno de Salamandra Black, es decir, la serie de la novela negra. ¿Simple novela de género para usar y tirar? Ni mucho menos. La novela negra, dice Lapointe, es hoy un género maleable en el que caben otras muchas novelas, como la distópica o la histórica. Y que en su versión más realista y apegada a la actualidad hace prácticamente el mismo papel que en su día hizo la novela del XIX. Habla de nuestra sociedad. Retrata, denuncia, inquiere.

Antes que escritora ella quiso ser siempre editora. Y por encima de editora, una buena lectora. Lectora, dice, cuyo talento reside en su competencia analítica con los textos. Y en su capacidad para descubrir el talento de los demás. Los demás, que son sus colaboradores, pero sobre todo sus escritores. Porque la relación entre autor y editor, asegura, debe ser sobre todo de «acompañamiento». Saber escuchar, saber entender, conseguir que el escritor pueda expresar su «universo imaginativo» de la mejor manera posible. El puente de conexión entre su mundo interior y la realidad del libro impreso y puesto a disposición del público. El hilo que une las habilidades del escritor con las necesidades y los goces de los lectores. Centenares de autores y centenares de lecturas profesionales. Pero todavía un hueco, al menos en la inauguración del verano, para leer por leer. Aunque ese primer libro sin segundas intenciones del verano sea, posiblemente, el único del año.

Libros en papel. Amuletos literarios. Objetos casi sagrados al tacto y al olor. Por supuesto, sagrados en la acción profundamente humana de la lectura. Lo que no terminan de entender los apocalípticos integrados del siglo XXI, que siguen dibujando escenarios sin libros en un universo de ‘smartphones’, vídeos, ‘podcasts’ y emisiones en ‘streaming’. El libro de papel resiste, dice Anik Lapointe, porque tiene su espacio bien definido. El espacio de un objeto querido, único, y de gran valor en un mundo cada vez más virtual. Un objeto tangible, que provoca «sensaciones y emociones». Un formato que ningún otro sucedáneo ha conseguido desbancar. ¡Larga vida, brinda, al libro de papel! Así sea.

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