LIBROS
Bizancio y la Primera Cruzada
Peter Frankopan concluye que el verdadero instigador de la Primera Cruzada fue el emperador Alejo I Comneno
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Iniciar sesiónHan aparecido en estas últimas semanas dos libros importantes sobre la Primera Cruzada (1096-1099), la que contempló el asalto y ulterior conquista de Jerusalén por las huestes de Godofredo de Bouillon y compañía. Se trata de ‘La Primera Cruzada. Una nueva historia’, de ... Thomas Asbridge (Ático de los Libros), y ’La Primera Cruzada. La llamada de Oriente’, de Peter Frankopan (Crítica). Seguro que el primero de ellos encierra novedades de alcance, pues de no ser así no llevaría el subtítulo de ‘Una nueva historia’, pero de momento quiero decir alguna cosa solo sobre el segundo, obra del medievalista británico Peter Frankopan (1971), vástago de principesca familia originaria de Croacia y catedrático en Oxford. De él tengo dos libros estupendos con cuya lectura disfruté mucho: ‘El corazón del mundo. Una nueva historia universal’ (Crítica, 2016) y ‘Las nuevas rutas de la seda. Presente y futuro del mundo’ (Crítica, 2019).
Si unimos a la excelente prosa y enorme capacidad comuni cativa de Frankopan la solidez de sus argumentos historiográficos y el hecho de que sea propietario, junto con su esposa Jessica Sainsbury, de varios magníficos hoteles en distintas capitales europeas, además de haber sido presidente de la Federación Croata de Cricket , concluiremos -partidarios como somos de que en la variedad está el gusto- que leer todo lo que escriba Frankopan resulta obligatorio. Debo decir también que su casi estricto coetáneo, el también medievalista Thomas Asbridge (1969), autor del otro libro recentísimo sobre la Primera Cruzada, también ofrece (véase Google) interés pluridisciplinar, pero no es tan multifacético.
Arenga
En los viejos y nobles libros de texto, hoy en trance de prohibición por colisionar con los delirantes contenidos que van a tener los libros escolares de Historia dentro de poco si se perpetúan en el poder las actuales autoridades educativas, aprendimos que la Primera Cruzada nació de un discurso pronunciado en la ciudad francesa de Clermont-Ferrand por el entonces papa Urbano II el 27 de noviembre de 1095. De un discurso o, más bien, de una arenga, en la línea de la que dirige a sus hombres el Enrique V de Shakespeare la víspera del día de San Crispín. Tanto celo y tanto entusiasmo puso el pontífice romano en sus palabras, que la gente se dispuso a marchar de inmediato a Tierra Santa a liberar Jerusalén y otras ciudades evangélicas del yugo de los turcos selyúcidas. Parece que estos no andaban remisos a la hora de matar cristianos y violar cristianas desde que incorporaron Palestina a su imperio, que había sido en fecha muy reciente.
Los turcos selyúcidas no andaban remisos a la hora de matar y violar cristianas
Frankopan, como yo, es un rendido admirador de Bizancio. Esa admiración, y el inmenso caudal de conocimientos acerca del Imperio de Oriente que en su caso la acompaña, conduce al historiador británico a conceder una importancia decisiva en la gestación de la Primera Cruzada a la figura del emperador Alejo I Comneno.
Tribus indómitas
Fue este quien, en 1095, amenazado por los turcos en Asia Menor y por los pechenegos y otras tribus indómitas al norte del Danubio, pidió auxilio militar al papa para no sucumbir ante unos enemigos tan poderosos como los selyúcidas, que se encontraban en plena expansión territorial y que no dudarían en convertir el Imperio Bizantino en un yermo y a sus habitantes en acólitos fieles del islam. Lo que nos lleva al convencimiento de que la Primera Cruzada se gestó en Bizancio y surgió de la corte constantinopolitana.
Cierto es que los contingentes de guerreros occidentales no mantuvieron casi nunca buenas relaciones con Alejo, y que hubo enfrentamientos armados a lo largo de la Primera Cruzada entre bizantinos y cruzados (llamados «francos» por los «romanos» de Oriente). Todo eso puede comprobarse leyendo la formidable Alexíada de Ana Comnena, la hija de Alejo: de ahí se colige que el motor que condujo a Urbano II a su prédica de Clermont-Ferrand fue, sin lugar a dudas, el emperador de Bizancio.
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