LIBROS
Carme Riera: «Estamos en una sociedad erotizada de forma banal»
A punto de entrar en la Real Academia, Carme Riera vuelve la vista atrás y evoca su infancia en nueva novela. De ella habla en esta entrevista. También del nacionalismo catalán, la situación de la enseñanza en España y su relación familiar con Cuba
SERGI DORIA
Mientras prepara su discurso para la Real Academia, Carme Riera recupera en «Tiempo de inocencia» (Alfaguara) la memoria de su niñez. El poeta Gil de Biedma decía que a partir de los doce años ya no nos sucede nada importante. Y la autora mallorquina ... no sólo suscribe el aserto, sino que acorta el plazo a diez años: «No negaré que de adulta no me hayan pasado cosas fundamentales, pero la intensidad con que las he vivido no puede compararse con el grado de intensidad con el que viví todo cuanto antes me sucedió».
Catedrática de Literatura y adicta al «Quijote», Carme Riera sigue el consejo cervantino: «Que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza de ella, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas». La memoria de Carme Riera sabe a ensaimadas y no oculta los sabañones de la siempre fría posguerra, ni el miedo a la noche. En la casa familiar del centro histórico de Palma resuenan las campanadas y cada uno de los cuartos de hora en los relojes de pared; la escritura deja, todavía, manchas de azulada tinta en el papel secante y los olivos engarzan un frondoso árbol genealógico. Ahí está la tía Celestina, con sus listas sobre lo que es social y políticamente correcto; la abuela materna, devota de María Cristina, «la reina vieja»; los antepasados Weyler: Fernando –estudioso pionero de la obra de Llull– y Valeriano, general de la guerra de Cuba…
Paisajes y estancias donde germinaron los primeros relatos de «Te dejo, amor, el mar como prenda» o las novelas «En el último azul» y «La mitad del alma». Cuenta Carme Riera que en su cuarto Llorenç Villalonga escribió «Madame Dillon» en los primeros meses de la Guerra Civil: «Quizá alguna molécula de inspiración creadora quedó flotando de manera imperceptible en la atmósfera de la habitación… Precisamente fue allí, en mi cuarto, donde empecé a escribir».
La memoria de Riera sabe a ensaimadas y no oculta el miedo a la noche
No es extraño que la autora se haya definido en alguna ocasión como «traficante de palabras». Al igual que aquellos vendedores de muñecas de feria que en su infancia la atraían con el imán del lenguaje a las casetas de la feria del Ram, el arte de la palabra permite transformar la realidad mediante «la emoción, la magia y el simulacro que supone la literatura».
En el pórtico del libro, un verso de Clementina Arderiu: «Ahora que de tantas cosas vuelvo». ¿De qué está de vuelta Carme Riera?
De los años. El verso de Clementina Arderiu es un punto de partida para reflexionar sobre lo vivido. Pesa más lo vivido que lo por vivir.
La nostalgia es un error, pero… ¿Qué añora de su infancia en una Mallorca ya desaparecida?
Las playas desiertas sin guiris, sin plásticos, sin contaminación… Aquel cielo estrellado que ahora aparece surcado por los aviones, el silencio, la costa limpia de construcciones espantosas. Una Mallorca de los trabajos y los días, más natural.
Proviene de una familia de letras. Su padre, discípulo de Zubiri, estudió Filosofía; su madre, Semíticas. Escribir es hereditario…
Como los genes que explican por qué eres gordo o flaco. En mi familia nunca contemplaron como algo extraordinario que yo fuera escritora.
Hablemos de esos maestros. ¿Qué aprendió de su abuela?
Mi abuela es fundamental en mi infancia. Contaba divinamente y a mí me gustaba escucharla. Sus historias desbocaban mi imaginación y me empujaban a fabular otras historias.
En su árbol genealógico destaca el apellido Weyler de su tatarabuelo Fernando y de su bisabuelo Valeriano, el famoso general. ¿Ha tenido que escuchar la cantinela de que don Valeriano Weyler fue el inventor de los campos de concentración en la guerra de Cuba?
No es cierto que hiciera eso. Más bien fueron los ingleses en la guerra de los bóers. Weyler reconcentraba a los cubanos en núcleos para que los mambises no los mataran a machetazos. En casa conservamos planos de la guerra de Cuba en un armario y yo he jugado en la silla de Antonio Maceo hecha con un tronco de palmera. La silla estaba en casa del general, que la donó al museo militar.
«De niña iba un poco atrasada. A mi bola. Los libros no me atraían»
¿Ha viajado a Cuba?
En 1998 pedí el visado y el cónsul cubano quiso tomar un café conmigo. Después de identificarme como pariente del general me enseñó un panfleto contra «Weyler carnicero». Le contesté que mejor sería que dedicaran ese panfleto a Fidel. También me reclamó la silla de Maceo y yo le recordé la experiencia de un amigo mío cubano que había pasado por un campo de concentración castrista. He vuelto a Cuba hace cuatro años para hablar de «Por el cielo y más allá», que está ambientada en la isla. Algunos sacaron otra vez lo del «carnicero», y yo les recordé que si no se meten los americanos, el general Valeriano Weyler habría ganado la guerra.
«Tiempo de inocencia» desvela claves autobiográficas de sus novelas.
La que contiene más sustancia autobiográfica es «En el último azul». Surge de la pregunta que yo le hacía siempre a mi abuela sobre los niños que llevan apellidos de conversos, los «chuetas». Una curiosidad malsana que de mayor afronté con una novela.
También hay autobiografía en «La mitad del alma», ¿no?
Más que autobiografía, descripción de ambientes mallorquines de la niñez; lo demás es autoficción.
Está aquella escena en la que la planchadora que viene a su casa le habla a su madre sobre los amoríos de Albert Camus y que recupera en «Tiempo de inocencia». ¿Qué supuso para su generación el autor de «El extranjero»?
Empecé a oír su nombre, efectivamente, de los labios de Juanita. Ella planchaba y le contaba a mi madre lo que le contaba. Cuando Camus muere en un accidente, el 4 de enero de 1960, mi padre me regala el volumen del teatro completo y yo, que soy muy aficionada al teatro, represento en Palma «Los justos». Descendiente de raíces menorquinas, Camus era un intelectual insobornable, de una pieza: de la misma manera que no transigió con Franco, tampoco lo hizo con la ortodoxia marxista de Sartre.
«Siempre me he sentido y me sentiré fronteriza y estoy bien así»
El carácter mallorquín es muy especial, más sinuoso que el catalán...
Vivir en una isla imprime carácter. Los mallorquines somos muy diferentes de los catalanes. Hay una marca histórica que son las hogueras de 1691. Cuando a un mallorquín le preguntas «¿cómo estás?», te contesta «vamos pasando». Si se lo preguntas a un catalán, te dirá que «vamos haciendo». El mallorquín no se compromete, prefiere dejar que el tiempo fluya. Esa actitud tiene que ver con una memoria ancestral: el miedo a la delación, las hogueras inquisitoriales... La lengua autóctona es muy rica: está repleta de referencias del mundo rural que la apisonadora de la televisión no ha conseguido aniquilar. Las «rondalles» mallorquinas deberían ser lectura obligatoria.
Se presenta como una niña «poco arraigada y más bien fronteriza, a menudo ‘‘outsider”». ¿Sigue siendo así?
Siempre me he sentido y me sentiré fronteriza. No me siento arraigada a ningún lugar, salvo al mar. En Cataluña paso por españolista y en el resto de España por catalana. Las mujeres somos fronterizas y yo estoy bien así: me parece un lugar privilegiado.
Cuesta creer que a una futura escritora le costara tanto leer y escribir correctamente.
Iba un poco atrasada. A mi bola. Prefería mirar y escuchar agazapada detrás de las puertas. Los libros no me atraían. Creo que si no hubiera crecido en una familia como la mía habría sido analfabeta.
Hasta que un día se topó con Rubén Darío y Valle-Inclán.
Mi padre me había leído la «Sonatina» de Darío y me pareció un cuento maravilloso. Las «Sonatas» del marqués de Bradomín las leí porque el libro estaba en el estante más bajo de la biblioteca. Todo muy modernista… No sé si mi vocación por la enseñanza de la Literatura nació en ese momento, pero es una de las mejores cosas que me han ocurrido en mi vida.
«Los correos electrónicos no son literatura, sino un sustitutivo del telegrama»
Su paso por el colegio de monjas fue también decisivo porque aprendió a escribir cartas. Amélie Nothomb, compulsiva escritora epistolar, asegura que redactar una carta es la mejor formación para el oficio literario. ¿Está de acuerdo?
Lo suscribo totalmente. Aprendí a escribir cartas con las monjas del Sagrado Corazón. No olvidemos que esa orden habían heredado la práctica de sus antecesoras francesas, las que educaron a Madame de Merteuil, la protagonista de «Les liaisons dangereuses». Todas las semanas debía escribir una carta de agradecimiento, de pésame… Soledad Puértolas y Victoria Camps también fueron alumnas del Sagrado Corazón. Y el primer libro que publiqué, «Te dejo, amor, el mar como prenda», es literatura epistolar.
De estos tiempos de correos electrónicos, Twitter y WhatsApp va a quedar poca documentación epistolar…
Pertenezco a la última generación que todavía escribe cartas. Los correos electrónicos no son literatura, sino un sustitutivo del telegrama. Lo maravilloso de la carta es que esperabas la respuesta… Ahora todo es instantáneo. Lo maravilloso es un cuadro de la escuela flamenca que muestra a una dama escribiendo una carta, o la lectora de cartas que pintó Botero. El arte es una buena manera de seguir la historia de las cartas. Estoy preparando el discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua a partir de las cartas entre Azorín y Antonio Maura.
¿Qué aprendió de sus profesores universitarios, José Manuel Blecua (padre) y Martín de Riquer?
A las clases de Martín de Riquer iba de oyente: entraba en clase hablando y era todo un espectáculo… Mi gran maestro fue Blecua: me enseñó a enamorarme de los textos, algo que yo intento contagiar a mis alumnos.
Dedicó su tesis a la generación poética de los años cincuenta, los «partidarios de la felicidad»: Gil de Biedma, Barral, Ferrater…
Parece mentira, pero en aquella época eran poetas desconocidos. A Barral sólo se le identificaba como editor y Gil de Biedma se hizo célebre a su muerte y dejó toda una estela de imitadores. No sé si le hubiera gustado ser tan popular…
Cela y Villalonga, dos escritores ligados a Mallorca. ¿Cómo los recuerda?
Para los mallorquines, Cela siempre fue un forastero; más simpático y extravertido que Villalonga, pero Villalonga era nuestro. A mí me fascinaron los personajes de «Bearn», pero a su autor no lo llegué a conocer, sencillamente, porque mi padre me lo prohibió. Nunca me atreví a visitarle y en mi familia sólo me contaban cosas malas de él: que si se ponía una peluca para escribir, que se había casado por dinero…
«La Ley Maravall fue un auténtico desastre. Acabó con la memoria»
Carme Riera, catedrática de Literatura Española, ¿qué tal con sus alumnos?
Al final de curso les paso una encuesta sobre las lecturas que han realizado. La mitad dicen haber leído «La Regenta», la otra mitad «El caballero de Olmedo». Nada de extraordinario, son lecturas obligatorias. Aspirantes a filólogos que no saben quién es el último Nobel de Literatura y tampoco leen periódicos…
¿La conexión literaria familiar ha funcionado con sus hijos?
Imponer la literatura es negativo. Mis hijos estudiaron en el Liceo Francés y mostraban una evidente carencia de cultura y literatura españolas. En una ocasión, como mi hijo sacó malas notas, le impuse la lectura del «Quijote». No sé si estuve acertada, pero tiempo después me lo agradeció.
Parafraseando a Vargas Llosa, dígame, señora Riera: ¿cuándo se «jodió» la enseñanza en España?
En el 82, con la Ley Maravall. Fue un auténtico desastre. Acabó con la memoria y se desterró algo tan básico y fundamental como comprender un texto y ser capaz de redactar con un mínimo de coherencia.
Hablemos de sus obras. Usted debuta en 1975 con «Te dejo, amor, el mar como prenda». ¿Se esperaba el impacto de aquel libro de cuentos entre los jóvenes de la Transición?
Creo que fue un libro oportuno que funcionó por el «boca-oreja» porque entonces no había «marketing». La primera crítica apareció seis meses después de la publicación… ¡y el libro ya iba por la segunda edición!
¿Es su título más conocido entre los más de veinte que lleva publicados?
Para mí sigue siendo el más importante. Por su vinculación con Mallorca y porque me llevó a conocer a mis lectores. Cuando lo escribí, en 1971, venía de la poesía en castellano. Le enseñé los relatos a mi amigo Guillem Frontera. En un principio había de publicarlo un editor mallorquín, pero no pudo ser. Finalmente lo llevé a la editorial Laia y el 1 de abril de 1975 Alfonso Carlos Comín e Ignasi Riera, responsables de la editorial, me dijeron que el libro salía por Sant Jordi.
«Pensé en retirar "Tiempo de inocencia", pero ya era tarde»
Ha subrayado la influencia de los lectores. ¿Qué le comentan de sus libros?
Sólo por el hecho de que me lean ya me doy por satisfecha; otra cosa es que a veces entiendan las historias de forma diferente. Una vez, en Washington, se hizo un panel sobre mis libros. Pensé que me había equivocado de sala, porque lo que allí se presentaba era muy distinto a lo que yo escribí.
¿Cómo se lleva con la crítica?
Nunca me he llevado mal. Sencillamente, no leo las críticas, sean buenas o malas. Lanzar un libro a la calle es muy duro. Acabas pendiente de lo que dirán tus amigos, tus familiares…
Sobre todo, si es autobiográfico, como «Tiempo de inocencia».
Lo he pasado mal. A última hora pensé incluso en retirarlo, pero ya era demasiado tarde.
Le pueden acusar de todo, pero no de autocomplacencia. Esa madre tan guapa, esa niña feúcha…
Has de decir la verdad. No se puede ser complaciente con la niña pequeña y escuchimizada que fui.
Bajo su semblante serio, usted hace gala de mucho sentido del humor. Lo demuestran sus libros «El verano del inglés» y «Con ojos americanos»; este segundo, una sátira de la Cataluña oficial del nacionalismo. ¿Se lo tomaron con humor?
Sin humor no podríamos sobrevivir, aunque las mujeres no solemos llevarnos bien con el humor. «Con ojos americanos» no sentó nada bien en los círculos nacionalistas de Cataluña… Creo que me quedé corta en la sátira, porque lo escribí antes del «caso Millet».
«Leo a Proust en verano porque requiere un tiempo lento»
¿Y su experiencia con la novela negra en «Naturaleza casi muerta»?
Reconozco que es muy difícil: dudo que vuelva a la novela negra. Los asiduos del género se las saben todas: no puedes dejar ni un cabo suelto, ni tampoco dejarte llevar por la literatura.
Pero hay muy buenas autoras de serie negra…
Porque a la mujer le va la intriga: somos detallistas, tenemos intuición, exploramos el entorno, calculamos los gastos…
¿Y qué opina de esa marejada erótica de «Sombras de Grey», también de autoría femenina?
Yo no leo esas cosas. Estamos en una sociedad erotizada de forma banal. Me interesa más el erotismo en privado.
Uno de sus cuentos más elogiados es erótico: «Contra el amor en compañía».
Un erotismo «light» años ochenta. Para describir escenas eróticas cuentas con pocas palabras: o caes en el vocabulario ginecológico o en la obscenidad.
Cada año vuelve a Proust en verano, como hacía su abuela, ¿no?
Lo leo en verano porque requiere un tiempo lento y me gusta leerlo en Deià.
Y también reivindica a George Sand, autora de «Un invierno en Mallorca»...
…Que no fue tal invierno, sino una estancia de mes y medio. Dejaba muy mal a los mallorquines y ellos le llamaban «demonia», por su manera de vivir libre y desinhibida. Gracias a la «demonia» y a Chopin, Mallorca vive de las excursiones a la Cartuja de Valldemosa. Me gusta la libertad y el entusiasmo de George Sand … Ahora la tendríamos al lado de los desahuciados. De sus obras me quedo con «Histoire de ma vie», las memorias que escribió de mayor.
¿Contempla una segunda parte en la memoria que ha iniciado con «Tiempo de inocencia»?
No me lo planteo. Este libro está relacionado con el nacimiento de mi nieta: para demostrarle que su Mallorca no tiene nada que ver con la que yo viví.
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