libros
«Después del terremoto» y la inusual calma de Haruki Murakami
Los veinte segundos que duró el seísmo de Kobe y que acabaron con miles de vidas han quedado atrapados para siempre en las páginas de «Después del terremoto». El mejor Murakami
rodrigo fresán
Tras esa sobredosis que fue «1Q84» y los «flashbacks» de la psicótica «El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas» y la ágil y alucinada «Baila, baila, baila», este «Después del terremoto», en principio, se presenta como algo sencillo de asimilar.
Pocas ... páginas. Apenas seis relatos; cuando los volúmenes de ficciones breves del japonés suelen ser abundantes. Narración en una poco frecuente tercera persona que impone cierta distancia con un lector ya acostumbrado y hasta adicto a esa hipnótica primera persona de costumbre. Estricto y lineal marco temporal: todos las tramas transcurren en febrero de 1995, el mes «tranquilo» que separó el terremoto en Osaka/Kobe de los ataques con gas sarín en el metro de Tokio a cargo del grupo/culto Aum Shinrikyo, incidente que el autor investigaría en el testimonial «Underground». Y –a excepción de uno de los textos– ausencia de elementos sobrenaturales y de gatos que hablan demasiado.
Lejos de los «efectos especiales» de superproducciones como «Crónica del pájaro que da cuerda al mundo» y «Kafka en la orilla», «Después del terremoto» acaba resultando uno de los títulos más sentimentales (por sentidos) de Murakami. Una rara calma –no la calma que precede, sino la que sigue a una tormenta– parece recorrer sus páginas.
¿Qué es ser murakamiano? Entre otras cosas, ser un catastrofista epifánico
Pero es una tranquilidad aparente y, enseguida, Murakami (Kioto, 1949) nos demuestra que no puede –ni quiere– dejar de ser «murakamiano». Y que se lo merece. Y que nos lo tenemos merecido. Porque son muy pocos los escritores vivos que tienen el privilegio y poseen el secreto de cómo hacer que un apellido sustantivo mute a adjetivo calificativo.
Después de años durmiendo
Así, seis postales movidas y movilizadoras de las que se puede disfrutar por separado pero que ganan en potencia al ser leídas en su conjunto. Las imágenes del seísmo emitidas sin cesar por televisión hacen que una mujer por fin abandone a su marido, quien acepta el encargo de entregar una caja de contenido desconocido en «Un ovni aterriza en Kushiro». Un pintor aficionado al diseño de fogatas se estremece en «Paisaje con plancha». Un joven se pregunta qué es lo que hizo que su muy religiosa madre decidiera tenerlo en «Todos los hijos de Dios bailan». Una especialista en tiroides fantasea con la muerte de un enemigo de Kobe en «Tailandia». Un cruce de «La metamorfosis» con «Godzilla» impide el fin de la gran ciudad al enfrentarse a un supergusano subterráneo en «Rana salva a Tokio». Y un relato infantil con un ominoso Hombre Terremoto funciona como telón de fondo para un triángulo amoroso, las idas y vueltas de un escritor bloqueado a todo sentimiento en la magnífica «La torta de miel».
Y, por detrás y en todas partes, el eco incesante de esos apenas veinte segundos que cambiaron y acabaron con vidas enteras. Pero Murakami no se conforma con los efectos del desastre natural y profundiza en sacudidas más imperceptibles pero igualmente devastadoras. Como puntualiza Jay Rubin –autor de «Haruki Murakami and the Music of Words» –, aquí el terremoto termina funcionando como «despertador que evidencia el vacío en las vidas de toda una sociedad, la del Japón de la década del 90, vacía de ideales y sin saber en qué gastar todo el dinero que le sobra… Ese vacío es lo que Murakami parece haber descubierto en el corazón de esa sociedad y lo que el terremoto le obliga a enfrentar después de años durmiendo». Sí: para Murakami –para los personajes de Murakami– el temblar no deja de ser una manera de abrir los ojos.
La calma que sigue a la tormenta parece recorrer sus páginas
Y lo de antes, lo de más arriba: ¿qué es ser «murakamiano»? Entre otras cosas, ser algo que bien podría definirse como catastrofista epifánico. Alguien que en la caída hacia el abismo encuentra siempre motivos para la elevación hacia planos superiores de personajes que parecen contemplar el paisaje del desastre desde fuera, pero enseguida descubren que la procesión va por dentro.
Y que siempre es una procesión rumbo a las ruinas .
Ruinas que son como la punta del iceberg en aquella inamovible ley de Hemingway a la hora de construir historias.
Y bajo las ruinas –invisible pero omnipresente– late y marca el ritmo el terremoto de este narrador sin réplicas que, con uno de sus mejores libros, nos invita a seguir temblando.
«Después del terremoto» y la inusual calma de Haruki Murakami
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete