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Unamuno frente a la dictadura

Durante el gobierno de Primo de Rivera, el escritor y filósofo bilbaíno recuperó su liderazgo intelectual

Unamuno frente a la dictadura abc

fernando garcía de cortázar

En la segunda década del siglo XX, Ortega había logrado desplazar a Unamuno de un liderazgo intelectual asentado en la capacidad de agrupar a los integrantes de una nueva generación, más atenta a las propuestas de reforma política de lo que pudieron estarlo los hombres del 98 . Sin embargo, en torno a Unamuno continuaba existiendo la fascinación que provoca el ejemplo personal, la densidad de un alma atormentada al hacerse preguntas fundamentales que no se refieren solo al destino de la comunidad política, sino a la esencia de la nación y a la condición elemental del hombre. Cuando se produjo el golpe de Estado de septiembre de 1923 , Ortega estaba dedicado a las tareas de observación distanciada de la realidad que reflejaban su talante intelectual y que encontraron su mejor identidad en el título que fue dando a sus colecciones de ensayos: «El espectador».

Unamuno nunca fue analista que tomara tiempo y espacio para comprender la realidad, sino singular militante de una pasión por España, buscador de las entrañas dolorosas y fértiles de nuestra patria, persona dispuesta entera a arriesgar su corazón y su trabajo en la tarea de encontrar la raíz de nuestro carácter. Ese compromiso con su gente; ese esfuerzo por hacer que el país se incorporara sobre su propia dignidad cívica; esa protesta airada contra todo signo de decadencia, se sumaban a su lealtad a una España permanente, a su queja por la pérdida de vigor nacional que nos convertía en pura masa gregaria que no merecía llamarse pueblo.

Por ello, si resulta difícil imaginar a Ortega o a Azaña rebuscando en la poesía el modo mejor de expresar su angustia de hombre y su desarraigo, a Unamuno nos lo topamos fácilmente en el solar de la creación lírica con el espíritu en carne viva y la solitaria sinceridad que exige la inspiración poética. El compromiso de Unamuno con España no admite sosiego porque deriva de su honda preocupación por la vida, por la defensa del hombre cristiano, consciente de su libertad que no depende de política alguna, sino de su condición de criatura redimida por Cristo.

El Unamuno siempre con la mirada en el «hombre de carne y hueso» es el intelectual que, en el momento en que la historia prepara el terrible holocausto de la cultura occidental, defiende la dignidad intangible del individuo en el que alienta un alma inmortal. Para el filósofo bilbaíno cuyo liberalismo no era la defensa de un mero andamiaje institucional, sino el respeto indeleble a la integridad de la persona, España debía aspirar a formar una comunidad basada en los valores emancipadores del cristianismo. El misticismo unamuniano que despertaba la sonrisa condescendiente de Ortega estaba muy lejos de tentaciones frailunas o de actitudes religiosas formales. Era la muestra de un compromiso radical con la salvación del hombre, que Unamuno solo podía entender como proyección del individuo en la sociedad y respuesta responsable a los problemas de la afligida nación.

Contra la dictadura

En la dictadura de Primo de Rivera, Unamuno recupera un liderazgo cedido a los intelectuales más implicados en la reforma política de la década anterior. Su protesta no es de coyuntura, ni de apoyo a un partido. Es denuncia ante lo que considera un atropello, ante la desvergüenza de un discurso que pregona la excepcionalidad de la situación, ante lo que significa un verdadero insulto a la inteligencia de los españoles.

Ni siquiera su profundo desprecio por la clase política de la Restauración hace que Unamuno calle ante la nueva coyuntura. Convertido en un referente para los opositores, también lo es para el gobierno. El confinamiento en Fuerteventura y el destierro en Francia hacen del escritor la voz de una actitud insólita: la del hombre entero que integra su protesta contra la Dictadura en una reflexión sobre la religión de los españoles y la decencia del patriotismo. «La agonía del cristianismo» la redactará en el mismo momento en que sus versos y su narrativa, sus panfletos y artículos responden contundentemente a la crisis de España y a la voluntad de instaurar un ideal supremo de libertad política, entendida como justicia y respeto al prójimo : «Al defenderme atacando -dirá en carta al intelectual peruano José Carlos Mariátegui en 1926- defiendo el alma eterna y universal de mi pueblo».

Unamuno exalta la inteligencia y sensibilidad de España cuya ansia de tradición modernizada resulta del todo incompatible con la tiranía. Más allá de un Primo de Rivera, posiblemente honesto pero víctima de su despecho por no haber sabido encajar las críticas de sus opositores, la sociedad vive un penoso desencuentro que llevará en sus entrañas la catástrofe de la década siguiente . Unamuno se enfrenta al régimen desde lo que considera la verdadera esencia de la cultura española: «Escribo estas líneas mientras mi España agoniza, a la vez que agoniza en ella el cristianismo. Quiso propagar el catolicismo a espada…y a espada va a morir. La agonía de mi España es la agonía del cristianismo».

Con la experiencia de la Dictadura, Unamuno lanzará el postrer grito patriótico que recibirá el apoyo general de los intelectuales liberales. Por última vez, el alegato del ya sexagenario profesor quiere conectar la angustia del 98 con las severas advertencias de un abismo que España ha de evitar. La evocación de la fe antigua y renovada de nuestros padres le sirve al atormentado filósofo para invocar el despertar de una nación cuyo sentido cristiano no quiere confiar a los intolerantes sino a los hombres plenamente libres. Uno de sus poemas lo manifiesta con singular belleza, mezclando la llamada a las armas de la Marsellesa y la invocación al Dios en el que España ha creído durante siglos: «Padre nuestro que estás en los cielos,/pon en marcha a los hijos de España».

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