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Ante una Europa y una España en crisis

Para los intelectuales del 14, la intervención en la Gran Guerra suponía una gran oportunidad de regeneración política

Ante una Europa y una España en crisis abc

Fernando García de Cortázar

«Fuera de España una sublime podadera ha comenzado su labor: la guerra. En medio de sus cruentos defectos tiene ésta, por lo menos, una virtud: sacudir la inercia social echando por la borda toda institución caduca». Lo que expresaba Ortega en febrero de 1918 venía afirmándose por quienes, como en el resto de Europa, consideraban la Gran Guerra mucho más que un conflicto entre imperialismos. Ofrecía, desde el punto de vista del regeneracionismo y el reformismo, la posibilidad de renovación política radical, de modificación de hábitos culturales y la oportunidad de inculcar en el pueblo un alto sentido de ciudadanía, asumido al calor de su dramática experiencia entre trincheras.

La pasividad española había encolerizado a todos los intelectuales que, salvo algunos tradicionalistas y el caso peculiar de Baroja , entendían la intervención al lado de Francia y Gran Bretaña como exigencia inexcusable de una nación que quiere hacerse respetar. No se trataba de exhibir la capacidad militar española sino de compartir con los pueblos más avanzados su momento de plenitud patriótica, la hora de su apogeo nacional. Incluso para quienes se sentían muy alejados de la causa alemana , lo admirable era que aquel imperio reciente hubiera sido capaz de ofrecer a sus compatriotas la oportunidad única de reforzar sus sentimientos de ciudadanía.

La neutralidad , que los intelectuales del 14 veían como una ocasión perdida, no impidió la crisis del régimen, ni evitó que se abrieran grandes esperanzas de reforma promovidas con el impulso desatado por los acontecimientos del continente, a los que pronto se sumaría la revolución rusa . En el verano de 1917, el gobierno tuvo que afrontar una oleada de descontento que cruzó todo el país, aunque la crisis no llegara a cuajar en una alternativa al régimen. La quiebra de la monarquía liberal era evidente, sin embargo. Movilizaciones de oficiales de las Juntas de Defensa con ideas regeneracionistas autoritarias, el autonomismo catalán encrespado, traicionado por los regionalistas al echarse en brazos de la monarquía por miedo a la marea sindical; la huelga general del verano de 1917… Todos estos factores se añadían a la parálisis de los partidos dinásticos, que ni podían ofrecer la garantía del orden ni querían lanzarse a una tarea de renovación.

Ramón Pérez de Ayala , ya plenamente asentada su carrera de novelista, escribió en los estertores de la guerra y en la crisis revolucionaria española sus primeras esperanzas y su amargo desengaño, cuando la agitación no consiguió plasmarse en un cambio político. Como sus compañeros de discurso y convicciones, el escritor asturiano sostenía que la existencia de una idea nacional debía ser previa a la posibilidad de la regeneración. «La prueba más concluyente de esta ausencia de conciencia política la proporcionan los sucesos del verano de 1917», reflexionó en mayo del año siguiente. Los españoles deseaban el cambio, pero no lo habían precisado en un proyecto común verdadero: «La unanimidad de deseos es estéril, y aun nociva, sin la unanimidad de ideas».

No era distinto el pesimismo de Miguel de Unamuno , cuyo liberalismo procedía directamente de su inquietud cristiana que había logrado superar graves crisis personales y afirmarse en una briosa defensa de la libertad prometida por el mensaje de Jesús. Los españoles estaban disociados, rota su unidad moral por un «unitarismo bárbaro» y por el celaje de identidades localistas que impedían ver lo que demandaba España. «El sentimiento de nacionalidad sólo lo da una conciencia de una misión histórica común y pública», escribió en marzo de 1919, hablando de la guerra de Marruecos . El fracaso de la misión imperial española en los albores de la Edad Moderna había malogrado cualquier otro empeño nacional, capaz de crear las exigencias disciplinarias y la vinculación emocional de una gran empresa.

Ramiro de Maeztu, que durante la Gran Guerra residió en Inglaterra, manifestó idéntico propósito de aprovechar las trágicas circunstancias internacionales para reflexionar sobre lo que iba presentándosele como una crisis de civilización. La experiencia de la guerra, que le fascinó por su esfuerzo colectivo y por la disciplina impuesta con naturalidad en las tareas del combate, dio lugar a un libro capital, publicado en 1919 : «La crisis del humanismo. Los principios de autoridad, libertad y función a la luz de la guerra».

El intelectual vitoriano confirmaba ya su discurrir por los caminos de un catolicismo político que fue adoptando las formas del tradicionalismo. Con ese libro, cuyos razonamientos habrían de estar muy presentes en el futuro debate intelectual, Maeztu ofrecía una respuesta autoritaria, católica y corporativa a los desórdenes de la crisis alejándose de la lógica liberal que había alentado a todos los intelectuales nacidos al calor del regeneracionismo y del 98.

Dogma nacional

Tres años después, Ortega y Gasset publicaba otra obra central de este periodo de crisis. «España invertebrada» se abría con una referencia a las palabras de Mommsen en el inicio de su «Historia de Roma»: «La historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto proceso de incorporación».

Lo que debía unir a los españoles no era solo el haber vivido juntos, el disponer de una historia. «La potencia verdaderamente sustantiva que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común». Esa unidad de empresa no era mero contrato ni acuerdo de circunstancias, sino conciencia de una misión y esfuerzo diario por un futuro alcanzado entre todos. La idea de una nación que nos convocaba no sólo para convivir sino para tomar decisiones unidos empezaba a cobrar el perfil moderno y liberal con el que un gran país, una vieja y renovada España, podía abordar los graves desafíos que el siglo XX planteaba a nuestra civilización.

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