Otra forma catalana de creer en España

Quienes combaten las señas de identidad nacionalista, inculcadas por los abundantes y bien provistos instrumentos de concienciación de la Generalitat , son descartados rápidamente no porque piensen de forma distinta, sino porque son algo diferente. No se les cierra el paso a la plena afirmación de su personalidad ciudadana por su opinión, sino por lo que el nacionalismo ha convertido en una condición ajena a la comunidad. Agradezcamos que, desde los escaños de las Cortes, los representantes de la inmensa mayoría de los españoles -incluyendo, desde luego, a los catalanes- proclamasen que el Estado de derecho es aquel del que disponen los ciudadanos para enfrentarse a los abusos del poder, no el instrumento que tiene el poder para organizar su abuso sobre los ciudadanos.

El pasado domingo hacía referencia a un regionalismo que se formó con la aspiración de modernizar y regenerar España. Esa memoria ha sido reconstituida y presentada demasiadas veces como si en Cataluña no hubiera habido más voz que la de los regionalistas. Como si, fuera de la Lliga , de Cambó , de Prat de la Riba y de los proyectos culturales del catalanismo no existieran otras posiciones. Por contra, la Barcelona de comienzos del siglo XX vivió algo muy distinto; vivió la pluralidad característica de la sociedad catalana que el nacionalismo trata ahora de negar. En esos años, y al mismo tiempo que se extendían las protestas del catalanismo, se ponían en marcha movimientos de masas en torno al republicanismo lerrouxista y el anarcosindicalismo , que sirvieron para encuadrar a amplios sectores de la sociedad, precisamente los más humildes, poco entusiastas del proyecto colaboracionista de la Lliga, y deseosos de organizar su propia respuesta al sistema de la Restauración.

Esos «otros catalanes» sólo son destacados a regañadientes por la historia oficial. A veces, acusándolos de ser simples mercenarios del gobierno de Madrid, como ha ocurrido durante tanto tiempo con la carrera inicial de Lerroux. Otras, criminalizando a aquellos trabajadores que, en lugar de acudir a las tramas organizativas del socialismo marxista, prefirieron mantener la tradición asociativa que desembocó en la Confederación Nacional del Trabajo .

Fue el joven Alejandro Lerroux , ya diputado por Barcelona en 1901, el que convirtió el escuálido republicanismo de la Ciudad Condal en un poderoso instrumento de movilización de masas. Su intransigencia a pactar con el regionalismo halló un eco generoso en aquellos trabajadores estupefactos al ver al líder del republicanismo español, Nicolás Salmerón , abrazar no sólo a burgueses conservadores, sino, incluso, a carlistas e integristas. Esta amalgama permitió a Lerroux hablar de un ignominioso pacto con «esa chusma envilecida por el amor al ochavo, que es la quintaesencia del regionalismo separatista» , y le hizo preguntar a sus compañeros republicanos, metidos de lleno en la plataforma electoral regionalista: «¿Cómo matará Solidaridad Catalana a la oligarquía y el caciquismo? ¿Cómo purificará el sufragio?». Durante casi diez años, Lerroux había hecho ver el recelo que en el republicanismo más popular suscitaba un proyecto político dirigido por quienes eran adversarios de los trabajadores y sólo partidarios circunstanciales de la democratización de España.

Tras la experiencia del futuro líder radical en Barcelona, los sindicalistas catalanes constituyeron una alternativa llamada, no por casualidad, Solidaridad Obrera , frente a esa alianza de clases medias dirigida por el regionalismo conservador. Tres años después, en 1910, esos mismos trabajadores fundaron una organización cuyo nombre tampoco fue casual: Confederación Nacional del Trabajo. Las figuras de algunos de los dirigentes de la CNT, como Salvador Seguí , asesinado por pistoleros a sueldo de la patronal barcelonesa, muestran lo equivocado que sería achacar a este movimiento desapego o falta de afecto a Cataluña. Lucharon por las libertades y los derechos de los ciudadanos que en ella vivían, mientras el regionalismo elegía la protección de las fuerzas armadas e incluso el amparo de una dictadura. Lerrouxistas y libertarios muestran la diversidad de una población que estuvo muy lejos de aceptar, como única bandera de su identificación política y como exclusivo símbolo de sus legítimas ambiciones de progreso, un regionalismo destinado a ser recuerdo idealizado del actual nacionalismo.

En la primavera de 1931, Joan Peiró , delegado catalán en el Congreso de la CNT, respondió con claridad a un joven intelectual nacionalista español: «¿Separatismo? De eso, ni hablar. Nuestra actuación es esencialmente nacional». Once años más tarde, tras haber arriesgado su vida luchando contra la brutalidad de las patrullas de control de la FAI mientras los fundadores del regionalismo vivían su exilio dorado o se integraban confortablemente en la elite social y política de los vendedores de la guerra civil , Peiró era fusilado en una cárcel franquista. No había querido aceptar las propuestas de sus amigos falangistas para salvar su vida y eligió mantenerse fiel a sus convicciones sindicalistas, a la democracia y, también, a una determinada manera de entender España.