batalla por la aviación
El año en que el humilde taller de bicicletas de los hermanos Wright venció a la élite científica
GRANDES RIVALIDADES DE LA CIENCIA
El sueño de volar se convirtió en una batalla épica de orgullo, perseverancia y visión
Más allá del átomo: la rivalidad que definió la física del siglo XX
Los hermanos Wright, en una imagen de 1903, el mismo año en que hicieron volar por primera vez en la historia un aeroplano
En los albores del siglo XX el mundo entero miraba al cielo con una mezcla de asombro y escepticismo. Volar, ese anhelo tan antiguo como la humanidad, parecía estar al alcance de la mano, pero nadie sabía quién sería el primero en lograrlo.
En ... un rincón discreto de Dayton (Ohio) dos hermanos, Orville y Wilbur Wright, trabajaban en silencio, obsesionados con la idea de conquistar el aire. A cientos de kilómetros, en la capital de Estados Unidos, Samuel Pierpont Langley, director del prestigioso Smithsonian Institution, lideraba un proyecto respaldado por el gobierno y la élite científica. La carrera por el primer vuelo controlado de la Historia estaba servida y el desenlace sería tan inesperado como revolucionario.
Dos formas diferentes de entender el problema
Langley era el favorito de la prensa y de los círculos académicos. Astrónomo de renombre, director de una de las instituciones científicas más importantes del país, contaba con financiación estatal, un equipo de ingenieros y acceso a la mejor tecnología de la época. Su proyecto, el Aerodrome, era seguido con expectación por el New York Times y por el propio ejército estadounidense, que veía en el vuelo una posible ventaja militar. Langley había logrado éxitos notables con modelos a escala no tripulados, que surcaron el aire sobre el río Potomac y estaba convencido de que solo era cuestión de tiempo y dinero escalar su invento para transportar a un ser humano.
Mientras tanto, los hermanos Wright, dueños de un modesto taller de bicicletas, carecían de títulos universitarios, recursos y reconocimiento. Su laboratorio era una mezcla de taller mecánico y campo de pruebas improvisado. Pero tenían algo que Langley carecía: una fe inquebrantable en el método de ensayo y error, una obsesión por el control del vuelo y una capacidad asombrosa para aprender de cada fracaso.
Inspirados por los experimentos de Otto Lilienthal, los Wright comprendieron que el verdadero reto no era solo despegar, sino mantener el control en el aire. Así, dedicaron años a perfeccionar planeadores, a estudiar el comportamiento del viento y a diseñar un sistema de control tridimensional que permitiera maniobrar el aparato.
La diferencia de enfoques era abismal. Langley apostaba por la potencia: su Aerodrome estaba equipado con un motor de 53 caballos, mucho más potente que el de los Wright, y confiaba en que la fuerza bruta bastaría para vencer la gravedad. Pero su diseño era frágil, difícil de controlar y dependía de una catapulta para lanzarse desde una barcaza sobre el río Potomac. El aparato carecía de tren de aterrizaje y, lo que es más grave, de un sistema efectivo de control en vuelo.
Los Wright, en cambio, se centraron en la estabilidad y el control. Su Flyer I, aunque mucho menos potente, era ligero, ágil y, sobre todo, gobernable. El secreto estaba en el sistema de torsión de las alas, que permitía inclinar el avión y corregir su rumbo en pleno vuelo. Además, los hermanos diseñaron un timón móvil y un elevador frontal, logrando un equilibrio dinámico que ningún otro pionero había conseguido. Su método era meticuloso: construyeron un túnel de viento casero para probar cientos de perfiles aerodinámicos y no dudaron en modificar sus diseños una y otra vez hasta dar con la fórmula ganadora.
Tan solo treinta y seis metros…
La carrera llegó a su clímax en el invierno de 1903. Langley, presionado por la prensa y sus patrocinadores, organizó dos demostraciones públicas de su Aerodrome. El 7 de octubre, el aparato, pilotado por su ingeniero -Charles Manly- fue lanzado desde la barcaza y se precipitó al agua apenas dejar la catapulta. El 8 de diciembre, el segundo intento terminó igual: el avión se desintegró al chocar contra el río, y Manly fue rescatado ileso pero empapado y humillado. La prensa, que había seguido el proyecto con entusiasmo, se volvió despiadada. El New York Times ridiculizó a Langley y sentenció que el hombre no volaría en mil años. El Congreso retiró la financiación y el establishment científico dio la espalda a su antiguo héroe.
Tan solo nueve días después, en la remota playa de Kitty Hawk (Carolina del Norte) los hermanos Wright lograron lo que parecía imposible. El 17 de diciembre de 1903, Orville pilotó el Flyer I durante 12 segundos y recorrió 36 metros en el primer vuelo controlado, sostenido y motorizado de la historia. Wilbur repitió la hazaña minutos después, y en total realizaron cuatro vuelos ese día, el último de 59 segundos y 260 metros. No hubo prensa, ni multitudes, solo unos pocos testigos y una fotografía que capturó el momento en que la humanidad despegó del suelo por primera vez.
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Más allá de la rivalidad personal y de las disputas institucionales, la carrera entre Langley y los Wright es un ejemplo fascinante de cómo la innovación no siempre depende de los recursos, el prestigio o la autoridad. Langley tenía todo a su favor, menos la clave del éxito: la capacidad de aprender del fracaso, de adaptarse y de entender que el control era más importante que la potencia. Los Wright, con su humildad, su perseverancia y su espíritu experimental supieron ver lo que otros no veían y cambiaron el curso de la historia.