Cómic
Max, el cómic hecho arte
La restrospectiva de la obra de Max, que puede verse en el Instituto Cervantes de Madrid, le muestra a la vez como un autor único y como compendio del cómic de los últimos 40 años
Manuel Muñiz
Si alguien decidiese cambiar el título de la exposición que el MuVIM y el Instituto Cervantes le han dedicado a Max , de «Panóptica» a algo así como « Panorámica del cómic (no sólo) español, 1973-2011» no estaría faltando a la ... verdad. Quizá no haya nada que esta muestra ilustre mejor que la impresionante evolución de un autor que, sin perder su identidad artística, ha condensado en su obra el camino recorrido por el cómic como medio en los últimos cuarenta años. Del «underground» aún a la sombra de Robert Crumb , a la experimentación formal y el reconocimiento como una forma de arte mayor ( Max ganó en 2007 el primer Premio Nacional de Cómic ), pasando por la crisis y catarsis de finales de los ochenta y principios de los 90.
Max (nacido Francesc Capdevila en Barcelona, 1956) fue parte de la generación que trajo el cómic «underground» a España y del equipo fundador de la legendaria revista El Víbora (dirigida por el recientemente fallecido José María Balaguer), en la que se hizo famoso por personajes como Gustavo y Peter Pank . A lo largo de los años 80 , su obra fue derivando hacia terrenos más experimentales y temas fantásticos.
Se trata de una vanguardia distinta a la Clowes o Ware
Pero el momento decisivo llegó en 1993, cuando, en plena crisis de un sector que había perdido el impulso de los años de la Transición, decidió correr el riesgo de autopublicarse «Nosotros somos los muertos», obra dura y visceral sobre el genocidio en la guerra de los Balcanes. A partir de ahí, Max empezó un camino que le condujo –como señala Santiago García en uno de los textos del catálogo– a llegar por su cuenta al «giro visual» del que estaban hablando teóricos como T. J. Mitchell y Gottfried Boehm. El dibujo se convierte en el centro del cómic , en mucho más que un complemento de la palabra.
A partir de ahí, en las aventuras de Bardín el superrealista, en su trabajo como ilustrador o en sus reflexiones sobre Durero , Max ha ido desarrollando una estética en la que se repiten motivos como los grandes ojos –ciclópeos, nunca mejor dicho– que escrutan no sólo el mundo, sino el interior de los personajes; o los esqueletos, símbolo de una muerte sobre la que el autor no deja de interrogarse. Se trata de una vanguardia diferente a la de Daniel Clowes o Chris Ware , pero igualmente marcada por la introspección y el reto al lector/espectador.
Recorriendo esta exposición, dividida por décadas , aún nos damos cuenta de otra característica que hace grande a Max . Si al principio de su obra se nota –como ya hemos dicho– la influencia de Robert Crumb y en los años 80 la de Yves Chaland o Ever Meulen , ha llegado un punto en el que no se le puede considerar un seguidor de ninguna tradición. Pinceladas de los nombres ya mencionados aún están ahí, sí; Walt Disney también, así como los tebeos de la editorial Bruguera ; y El Bosco, Durero y Füssli . Pero Max no los utiliza como mapas, sino que los desmenuza a conciencia para emplearlos como materiales de construcción.
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