por carreteras secundarias
Historia de dos ciudades y un nadador
Si los mapas no mienten podemos acreditar que el sol, esta mañana al menos, sale por Antequera. En esa dirección huimos

La noche fue tan ardiente en Arcos de la Frontera que a las ocho de la mañana seguían las chicharras incandescentes. Huele a paja seca cuando avistamos el pantano de Arcos y nos arrimamos al arcén porque comprobamos que las frases hechas, aunque no sepamos de donde vienen, cuando pasan a formar parte del ajuar del lenguaje suben a los labios como el regüeldo. A pesar de que el origen de la fórmula sea dudoso y, según Wikipedia, «se utiliza para expresar incertidumbre ante el resultado de alguna acción, pero determinación para llevarla a cabo a pesar de ello», y nuestro destino final no sea Antequera, si los mapas no mienten podemos acreditar que el sol, esta mañana al menos, sale por Antequera . En esa dirección huimos.
Estamos en Bornos, el mapa añade Pequeña Holanda, pero no vamos a investigarlo esta mañana. A fin de cuentas, acabamos de salir. Junto a un restaurante de carretera que se llama igual que el de Valle de la Serena, La Parada, se desmorona una casa que bien podría servir para ilustrar una nueva edición de Las palmeras salvajes, la novela de William Faulkner que, como El nadador, de John Cheever, me viene a la memoria impulsada por resortes visuales o lingüísticos insospechados. ¿Cómo funciona la memoria? Bajo un terraplén y me encuentro con un establo de fortuna en el que un burro y un caballo esperan que su amo venga a darles el desayuno. ¿Forman parte de una heredad abandonada? ¿Dónde termina el periodismo y comienza la novela? En la verdad. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Ha llovido poco este invierno y ha bajado mucho el nivel del pantano. Hay vacas ramoneando en los fondos que han salido a la luz.
El río Guadalete lleva agua sucia, pero agua a fin de cuentas. Asoma un cortijo con muros de blanco inmaculado, con palmeras asomando tras las tapias: un oasis en medio de los campos labrados de tal forma que a distancia parecen la obra de un perfeccionista del tractor. Ni un árbol, solo tierras de labor en torno a la isla del cortijo, desde la que el señor de los labrantíos observa el paso de las estaciones y no deja que Dios se ocupe de todo. El desvío hacia Ubrique y Prado del Rey, en la sierra de Cádiz, es una tentación, pero sería otro viaje. Viajar y vivir es descartar, tomar decisiones. Luego daremos cuenta de cuánto nos hemos equivocado. La carretera sigue las ondulaciones del terreno de la misma forma que los sembrados: una onda que se prolonga como un mar fotografiado. El amarillo intenso de los rastrojos acentúa, sobre todo cuando el labrador ha tenido la precaución de dejar en medio encinas que sirvan de contraste, de sombra, de boyas para el cabotaje agrícola, la armonía de la agricultura. Villamartín, Algodonales (el pueblo de Lola, la vieja socarrona de Arcos …), Olvera. Entramos en Málaga, otra frontera interior. En la sierra de Líjar, que es la que transitamos, la paja parece saturada: de cadmio, de amarillo cosecha, de corteza de pan, de trigo que ya ha entrado a formar parte del ciclo de la vida.
No se puede entrar en todos los pueblos cuyo nombre nos llama la atención, pero Almargen no admitía dudas . El hotel restaurante El Cuarterón tiene porche para que los cuatreros esperen al sheriff bien acomodados, con la espalda a cubierto y el Winchester, como un gato perezoso pero alerta, en el regazo. Hay una pareja que nos indica el camino, y parece inofensiva. En la penumbra interior no se anuncia zarzaparrilla, sino «Mollete. El bocado de oro». Transigimos. Nos lo llevamos a la mesa que queda libre fuera, con un café y las rodajas de pan tostado bien regadas con aceite de hojiblanca, la variedad local, y tomate en salsa. Llega un indígena con su moto, el mollete recién comprado en una bolsa. Cuando se quita el casco comprobamos que pertenece a la tribu de los devoradores de molletes. Dime qué comes y te diré quién eres. Cuenta que el nombre del lugar es, como sospechábamos, árabe, y significa «zona de muchas aguas». Las sigue habiendo. Es «tierra calma», ideal para cereales . Además de trigo y avena, en Almargen hay granjas de cerdos, pero el olor y el sabor que predominan es el del aceite, esa aceituna hojiblanca tan buena para la mesa como la almazara –«una cooperativa»– que se levanta frente al hotel de los cuatreros, a un tiro de piedra de la calle Félix Rodríguez de la Fuente. Se va el indígena –que a diferencia de muchos otros nativos no se ha quejado de nada, no ha despotricado contra la crisis, el gobierno, el paro, el calor o la falta de lluvia–, a dar buena cuenta de su mollete, y pasa la panadera haciendo sonar el claxon de su furgoneta. Me recuerda a Ángeles, la panadera de Pereiriña, en la Costa de la Muerte. Otra tribu que sabe cómo hacer buen pan.
Antes de volver a la carretera, en pos de Jack Kerouac y otras fantasías adolescentes, recorremos Almargen de parte a parte: mientras una madre y su hija pintan de negro la verja negra del balcón, otra vecina se afana quitando el polvo a la cenefa en forma de jaima que corona los dinteles de sus ventanas. Junto al ayuntamiento hay un Edificio Usos Múltiples (así reza en su fachada), como la oficina de Correos y la asociación de mujeres Albahaca. Para nuestra sorpresa, Almargen tiene estación de tren y a su vera un silo de pastas Gallo para volcar directamente el grano en los vagones de mercancías. Frente a los prejuicios del que pasa por las carreteras que orillan las ciudades, en Almargen hay vidilla. Vemos dos casas de una planta tipo pancha y con chaflán: una lo celebra con ventana y farola, la otra con dos palabras en bajorrelieve y mayúsculas pintadas del mismo gris que el resto del inmueble: EL FARO.
«Primeros días de agosto. Todo el verano esplende todavía; la luz es la luz del estío. Dentro de ocho, de quince días, en la Naturaleza habrá un imperceptible matiz de cambio. Goza el poeta de esta gravidez luminosa, intensa, del año. Este momento no se ha de repetir. ¿Se repite algún momento?». Estaba esperando, llegar a Azorín, volver a él, pronto, para poder convocarlo aquí, en el artículo de ayer , en el de hoy, al menos, para intensificar las sensaciones. Aunque agosto ya se ha puesto a huir. Desde el día primero está huyendo. ¡Pero con qué ardor, con ferocidad, de no querer irse y mientras tanto quemarlo todo, decirlo! ¿Vivir así? ¿En una fuga constante de la vida y de la luz? Sombras que se desvanecen, que se aplastan, y cuando cae la noche vuelven a asomar, sumisas, largas, deslizándose hasta confundirse con el bosque oscuro, la antracita, el corazón de las minas, la noche boreal que hemos leído y deseado.
Por la A-384 hacia Campillos, con Johnny Cash haciéndole honores a la seca, al calor, al paisaje, a los molinos de viento que han surgido con su voluntad de hierro y su desmesura, sobre todo cuando se les compara con un tractor que ara las fincas de olivos y parece un liliputiense. Un panorama de belleza dura e incongruente. Nuevos paisajes morales. Canta Cash con una voz que tan bien entendían los presidiarios: «Nadie sabe, nadie ve, salvo yo» . Ojalá pudiéramos decir lo mismo. Nos desviamos por la A-365 hacia Sierra de Yeguas y la Roda de Andalucía. Todo el campo son olivos salpicados por alguna granja de cerdos que no pueden ocultar su nombre ni su actividad. Vamos por una carretera parcheada y sin pintar, una carretera que no se ha esmerado en destrozar el paisaje, que se amolda a las anfractuosidades y rigores del terreno, a las facilidades que la orografía otorga, sin grandes gastos, sin alardes, aunque el coche se agolpe, se asome a veces a un badén que no parece tener continuidad.
Vado inundable. Hay expresiones que merecen ser interpeladas. Al pie de las estribaciones de la sierra de los Caballos un pastor y su rebaño de cabras se mimetizan con el rastrojo, aguantan a pie firme la implacable realidad del sol. A la izquierda de la marcha, la sierra de los Caballos, nosotros y Johnny Cash por la carretera solitaria, en medio, y los campos de labranza en extensión infinita a la derecha. Este es nuestro dichoso camino. Tendríais que estar aquí ahora mismo, en este momento fugaz del paisaje que se despliega ante nosotros como un ciclorama calcinado por la fuerza de la luz , que en agosto todo lo abruma a medida que el sol corre hacia el cénit como un atleta somalí. Salvamos la vía del tren Madrid-Málaga y nos hacemos más preguntas que las debidas. Cuando viajamos, cada uno recuerda lo que quiere olvidar. Vidas secantes. Canta Cash: «Partiendo el pan» . Hay días en que el placer de estar lejos de la comunidad de creyentes, del pupitre, de los jefes, de las rutinas, de la corte y sus mentideros, de los oficios de difuntos, de las citas convenidas, de las fluctuaciones del dólar y de las otras monedas que van a su rueda, de la ramplonería, de los quioscos, de los señuelos, de las trampas, de la geometría variable de la política, de los guiños urgentes, de las joyerías y de los gimnasios… se vuelve genuino. Breaking bread , canta Cash, y avanzamos otros cien metros más hacia nuestro destino desconocido.
La Roda de Andalucía. Jijonenca, Super Cash Oriental, turrones y polvorones, y todos los nombres de las marcas que configuran la poesía política y socioeconómica en la que nadamos , guardamos la ropa, nos ahogamos, nos secamos al sol, no sabemos qué carajo estamos haciendo aquí, para qué vivimos… Es una ciudad, sin duda, como tantas, pero hay un hombre pelando higos chumbos en la acera con habilidad, para quien los quiera saborear… Ruta Washington Irving, reza un rótulo con el que el municipio ha querido echar su cuarto de espadas al pasado y a la cultura, a serse más siendo de otros. SE-9217. ¿Pero cuándo regresamos a Sevilla? Dos pasos a nivel con barrera y el temor a que el tren nos arrolle. Ah, los trenes. Siempre estoy deseando dejar el coche para volver a ellos, que ellos decidan . Abandonarse a su ritmo, ceder la voluntad, dejar de luchar.
Los Perenos. Una chimenea de ladrillo en medio del olivar. ¿A qué responde? Nos lo decimos en voz alta, como para darle más consistencia al viaje, más sentido: Entre olivos . Huele a aceite. Viejos olivos de doble o triple tronco, en los que sentarse a reinar en medio de la nada como jefes de una tribu africana que perdió el reino al mismo tiempo que el color , la capacidad de resistir los desfalcos del director de su entidad, el sufrimiento de los que desde niños repetíamos que esto era un valle de lágrimas. ¿Y ahora, qué es? Un conejo muerto en un cambio de rasante. Final súbito. L a serpenteante carretera secundaria traza sin pintar una finta elegante entre árboles, soledades , entre señales tan escasas como el tráfico. Conducir por carreteras secundarias exige hacerlo con la máxima atención. Como leer. Y al mismo tiempo saludar la aparición de las pitas, o de Badolatosa, el embalse de Malpasillo, aguas lechosas, tierra caliza. Un campo enladrillado por un enfermo mental. Cuatro paredes altas y finas marcan una ladera en el centro del pueblo, para que quede bien claro que ese terreno tiene dueño. ¿Tanto esfuerzo para qué? Y antes de abandonar Badolatosa, un pub todo forrado de hormigón, sin más ventana que la puerta, como un búnker contra todos los enemigos. A un paso, que algunos recorren seguramente al atardecer por la A-8325, Jauja . Esto es. Un puente de hierro se ha quedado colgando inútil junto a la carretera por la que pasan los que pasan. Parece un monumento al absurdo . La antigua carretera. Como un recordatorio de la habilidad manual e industrial de los hijos de este solar. ¿Es España un país de jauja? Desde luego, atravesamos Jauja por el centro. Una vecina se abanica en Jauja con un sobre del banco. Otro, en paños menores, sale a la calle y escupe a nuestro paso. Es una mera coincidencia. Un albañil con coleta hasta las nalgas nos ve pasar con una cara que no expresa ni curiosidad ni melancolía ni inteligencia ni furia. Si esto es Jauja y el sol sigue saliendo por Antequera , ¿quiénes somos en realidad? Por si quedara alguna duda, al salir, por una rampa estéril, secarrales y un río sequillo.
A-3131. No vamos en pos de la Laguna Amarga. A Lucena por la A-318. El anuncio nos confirma que estamos donde creemos (no que somos lo que pensamos): parque natural de las sierras subbéticas. Y uno de esos palabros que sirven para que los pretenciosos también tengan su lugar al sol , su día de felicidad conyugal, su éxtasis léxico: geoparque. ¡Alabado sea el Señor! ¿Estamos en Córdoba? Eso parece. La evidencia demuestra (hay frases que las carga el diablo, y esa es una de ellas) que en Andalucía los límites provinciales son a veces muy lábiles . ¿Eso es bueno? Seguramente, a despecho de las diputaciones provinciales y sus recursos para obras públicas. Un tramo de autovía, inevitable, entre Lucena y Cabra. Carnicería en el asfalto. Quizá una liebre. ¿Cómo ha llegado aquí? Desventrada, autopsia sin la delicadeza ni la minuciosidad de Rembrandt . A-339. Venta Los Palacios. Comida casera subbética. ¿Cómo será? Probar las fuentes, los sabores, los estanques, las aguas dormidas, y las despiertas. Ruta del califato. ¿Qué pretendía Bin Laden? ¿Qué harían los cordobeses si volvieran los almorávides y los almohades a sus puertas, ahora con kaláshnikovs a imponer la sharia ? ¿Será por eso que empieza a oler a fósforo? El sol empieza a hacer daño. Río Genilla.
Entramos en Priego de Córdoba a la peor hora y con la peor de las disposiciones. Así acabamos en uno de sus más horrendos agujeros: en el aparcamiento de Mercadona. He ahí un apunte para que el Dante lo incluya como apéndice en su Divina comedia . Es como un regreso precipitado a la civilización a través de un bucle nada melancólico. Los aparcamientos están hechos para los esclavos de las grandes superficies . Ya sabemos que hemos llegado a la cima de la evolución, pero ¿es preciso recordárnoslo de manera tan abrupta a la primera de cambio? Los errores nunca vienen solos. Buscamos un bar en el que aliviarnos de estos pesares, pero no hay más pinchos que una parca ensaladita de tomate y pimientos, y gracias. Nuestros vecinos del bar Plaza, tres jubilados felices de seguir vivos, dan buena cuenta entre los tres de la media botella de Doble V que han conseguido arrebatar al camarero, el hombrón que nos sirve encogiendo los hombros cada vez que pedimos algo más. Esto es lo que hay. El fatalismo de los camareros que saben que nada va a cambiar, y menos si en su mano queda.
La ciudad nos expulsa a mediodía. Nada nos cuadra. ¿Qué estamos haciendo aquí, bajo este sol? Priego de Córdoba . ¿Por qué llevamos todo el día cortejándote? Nos dejamos seducir por un nombre absurdo, y el resplandor del agua entrevista en un folleto que si fuera el de una religión hoy contaría con dos nuevos fieles: hotel Río Piscina. El agua nos devuelve la vida, como los altos chopos, la calma provincial de los que en lugares así buscan refugio de la crueldad de la canícula : familias, viajantes, vendedores de almas. El hotel está todo decorado con obras del mismo pintor, febril, que durante años no era capaz de parar: Manuel Jiménez Pedrajas . Son cuadros de un artista que conoce su oficio, y sus limitaciones. Que tiene sensibilidad para el color y para el paisaje, que conoce las escuelas, que se ha esforzado en encontrar un camino. En nuestra habitación hay dos obras suyas. Una es de tierras rojas, cortadas como por la psicología cubista de quien ha querido recrear la sensación de la piedra, de los volúmenes, de la emoción que nunca es completa. Un exégeta silencioso de Esteban Vicente y de otros paisajistas españoles que se han puesto a mirar el mundo con devoción. ¿Cómo no cansarse? Es un esfuerzo vivir, ¿qué clase de heroísmo es pintar? Quedamos en hablar, pero nos perdemos. Me dirá en un aparte que antes pintaba más, esculpía más. ¿Y ahora? Solo por eso ya vale la pena alojarse en el hotel Río Piscina, de Priego de Córdoba, y ver a un niño de bronce asomado a un balcón sobre la piscina.
Regresamos a la ciudad cuando el sol parece haberse rendido. Hasta los levantadores de pesas dejan de pensar en algún momento en la halterofilia. Subimos a pie por la rampa más rampa de todo el viaje. Una rampa de un tanto por ciento tan alto que tendría que recuperar mis olvidadas nociones de matemáticas para hacer el cálculo de esta hipotenusa, de este desnivel. A mitad de camino, una pintada me hace reír: «El rap no tiene forma. El rap nos forma» . Le gustaría al Langui. ¿Y al Chojín? En la Puerta Granada nos reciben viejos sin camisa. El calor hace que se relaje el protocolo, la urbanidad, lo que es admisible incluso en las capitales provinciales. O sobre todo en ellas. Cuando estamos a punto de coronar el puerto, otra pintada: «No puedo más… fúgate conmigo». Hemos llegado al Mirador del Adarve casi sin darnos cuenta, aunque la rampa se las trae. Un camarero, otro camarero –de los camareros será el reino de los cielos– me dice que adarve es en árabe «muralla que corre». El balcón natural que, dicen los archiveros, «sirvió para la defensa de la ciudad» y que «se asoma a la quietud del paisaje andaluz». ¿Leen los redactores de oficios turísticos a Azorín? Muralla peripatética, por la que medir el abismo con los ojos y los pies, dejándose llevar por la extrañeza de existir en Priego de Córdoba. Allí, al borde del abismo, junto a la barandilla, bancos corridos donde los viejos y los no tan viejos se sientan a sentir el leve frescor del aire en la nuca, una escultura nos recuerda la que corona la piscina del hotel. Un niño de bronce con una postura parecida, este con tirachinas y sandalias. Leemos la placa, que reza: «Aquí se rodó Saeta del ruiseñor , protagonizada por Joselito en 1957». Es del mismo artista.
Si todo cambia de noche, el caso de Priego de Córdoba es desconcertante. Será la luz de agosto , la de mientras agonizo , la de Faulkner, pero también la de Azorín en Félix Vargas . Etopeya . Historia de dos ciudades. Carne de literatura. Por la calle del Río, que lo era hasta que fue encauzado, encerrado, domesticado, nos acercamos a las Fuentes del Rey y de la Salud como sonámbulos deslumbrados. No solo por la casa de Niceto Alcalá Zamora, o la Casa de Cultura. Cada fachada, cada balcón, cada ventana, ojos de buey gigantes, enrejados, forjas de orfebrería, nobles entradas a una vida sólida y burguesa que viene de cuando la ciudad formó parte de la ruta de la seda. Así desembocamos, de noche, con los ojos haciéndonos chiribitas, en las fuentes. Primero reparamos en los plátanos que son como deberían ser todos los plátanos de España, como los de la avenida junto al río Lima en ponte de Lima (saudades de Portugal). Altos, frondosos, como la historia de España. A pesar de todos los pesares, de Jauja, de Antequera, de la tristeza, del 98, del 27, de las heridas que parece no curar el tiempo y los estudios. ¿Los estudios? Como apenas ya llovido, de la mitad de los 139 caños no mana el agua bendita. La de la Salud, con frontispicio manierista, es del siglo XVI, aunque la figura de la Virgen de la Salud es también obra de nuestro artista, Manuel Jiménez Pedrajas . La segunda, excavada en el suelo, son tres estanques con el nivel del agua escalonado, con bordes de mármol y asientos de respaldo bajo, amable, para que gocemos del frescor de una noche en la que, literalmente, no se mueve una hoja. Es como si los árboles fueran una litografía . En el primer estanque hay un león, obra de otro orfebre local, neoclásico, Álvarez Cubero. En el segundo, un conjunto formado por Neptuno y Anfitrite. Probamos el agua fresca. Y disfrutamos con las luces que juegan con las sombras movedizas. Agua viva. Un muchacho marroquí juega al solitario con su móvil sentado a la orilla de la fuente principal. «Equilibrada y afortunada simbiosis entre agua y mitología». ¡Ah, ay!
Nos despedimos de Priego a las once en punto de la noche, con el sabor de una ensalada sefardí (que tiene mucho de escalibada: ¿será ese el verdadero diálogo entre civilizaciones?) y recorriendo despacio, como futuros ancianos, el Barrio de la Villa, que para eso es «conjunto histórico-artístico y antiguo núcleo urbano de la ciudad, de origen musulmán». Nos encontramos a Luis, que ha fabricado un artilugio semejante al que los monaguillos emplean para apagar los cirios más altos de los retablos barrocos: en su caso, en vez de para apagar las llamas, para regar los geranios. Lleva cuarenta años entregado a esa tarea, no en vano ha convertido su fachada en la plaza Puerta del Sol en un retablo dedicado al geranio. Cubierto de oros como un santo laico, cada dos noches riega cada tiesto. «Tendrían que verlo en abril». Ahora todas las plantas sufren.
Desde abajo, los miradores del Adarve parecen cascos de navíos llenos de náufragos contentos . Bajamos por donde subimos. Al fondo, en la vega, el resplandor azul solo puede ser el de nuestro hotel, Río Piscinas. La cuesta se acentúa y al mismo tiempo lo hace la oscuridad, cesan las conversaciones de los vecinos sentados a la fresca (como en Aldeadávila de la Ribera) y se hace más visible la Vía Láctea. La cuesta desemboca misteriosamente en el pasillo del primer piso, donde se abre nuestra habitación. Parece un involuntario homenaje a Superagente 86 . A medida que avanzamos por una alfombra polvorienta se van encendiendo luces automáticamente. En vez de abrirse puertas al paso de Maxwell Smart, aquí son apliques que nos facilitan la tarea de encontrar el ojo de la aguja, la cerradura . Y la luz no nos revienta la nariz como le pasaba al superagente con las hojas de la última puerta. ¿La de la verdad? ¿La del paraíso?
Rafael Jiménez Pedrajas, otro de los propietarios del hotel Río Piscina, nos prepara el finiquito. Recuerda los días gloriosos del pasado de Priego. ¿Toda la gloria es pasado en las tierras de España? Fue en los años cincuenta cuando Priego de Córdoba llegó a tener 40.000 almas. Ahora ronda las 25.000. «Franco se llevó la industria textil a Cataluña, y con ella se fueron los que sabían el oficio». Desde entonces, lento declive. Aunque el aceite sigue dando vida y trabajo, y algunas industrias textiles se resistan a morir. Llegaron chinos al calor del comercio , pero no todos han sabido capear el temporal inmóvil.
La luz del amanecer acentúa la belleza y la melancolía de la piscina vacía, del agua levemente salitrosa, que viene del río Salado, que pasa tras la tapia y junto a los chopos. Poca agua trae. «El río Salado es como el Guadiana, aparece y desparece. Sus aguas vienen de un mar que tiene 200 millones de años, el mar te Tetis». ¡Ah, las dulzuras de la mitología! El agua quieta de la piscina, intacta, parece esperar al nadador de Cheever, para que irrumpa y empiece su lucha a brazo partido contra lo inevitable, contra el pasado que ya se instaló en su alma, que devoró todo lo querido. Priego de Córdoba, lo que soñamos ser, lo que tal vez fuimos. El mes de agosto. Dos ciudades.
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