La desesperanza tal vez se llame Espera
Este pueblo blanco de la serranía gaditana acostado a los pies de un castillo moro es el que más parados tiene de España, un 58 por ciento
alfonso armada
Las rutas del verano son tan arbitrarias como las del invierno… cuando uno tiene la libertad de elegir. ¿Qué nos lleva a un pueblo del que jamás habíamos oído una palabra, cuyo nombre no figuraba en ningún mapa de la memoria? Precisamente que alguien lo ... estampara ahí. Jaime G. Mora es un rastreador. Tiene las antenas siempre desplegadas y distingue las voces de los ecos, las palabras y las imágenes que con más pericia cuentan el mundo. Fue él quien me avisó de que Pedro Simón, un reportero de El Mundo , estaba haciendo su mapa topográfico de la crisis por pueblos perdidos del España . Otro rastreador. Leí con fruición sus reportajes y anoté un nombre en la recámara: Espera, el pueblo con más parados de España, 58 por ciento.
Por entre campos de rastrojos, algunos con la tierra negra ya removida para una nueva siembra, vamos poco después del amanecer. Para que el sol nos coja confesados. Nos detenemos en un altozano junto a uno de aquellos viejos mojones que tasaban los kilómetros cuando el parque móvil era el de un país en vías de desarrollo. El verde se reservaba para las carreteras comarcales. Como la que conduce a Espera (la C-343), pueblo blanco de la serranía gaditana acostado a los pies de un castillo moro. Desde lejos resulta ilegible, con su triste récord en los anales estadísticos españoles. Desde lejos no parece a punto de hacer la revolución, aunque su alcalde simpatice con Manuel Sánchez Gordillo , su homólogo en Marinaleda y correligionario en Izquierda Unida. Tampoco de cerca. Sus 3.900 almas, según el último censo, se las ven y se las desean para ir tirando, pero la desesperación, de momento, se guarda en casa. Cuestión de dignidad, también.
Lo primero que se ve de Espera es el polígono industrial, agonizante, y la depuradora de aguas: no destila los mejores efluvios para el visitante. A diferencia de Arcos de la Frontera , no es un pueblo que despierte la curiosidad del viajero. Las malas noticias espantan al que busca solazarse , pero atraen a especies afines, como los buitres y los periodistas. En la calle del Torbiscal, que da nombre a una finca famosa, una antigua oficina del Servicio Andaluz de Empleo, desmantelada, es toda una premonición. Solo queda vivo el rótulo.
En la antigua calle de los Toros, que corre al pie de la iglesia, y desemboca, hacia arriba, en el ayuntamiento, hay obreros trabajando: mientras una cuadrilla fija ladrillos al suelo de adoquines con cemento («es para una portada provisional», cosa de las fiestas), junto a la oficina de turismo un albañil pule las piedras heroicas de una fachada. Entre una obra y otra, un memorando recuerda en azulejo una parte de la historia local:
« Francisco Garrido (Curro Garrido), alcalde espereño y líder jornalero, precursor de la primera Reforma Agraria, mártir de la libertad y de la democracia por los que dio su propia vida y por nuestro pueblo un triste 21 de agosto de 1936. Sangre caliente y un corazón de niño».
Nos hubiera gustado preguntarle a Pedro Romero por su predecesor. Desde que se restauró la democracia, en Espera siempre ha gobernado la izquierda. Romero cumple su tercer mandato. A nuestro colega le dijo que en Espera hay críos que se van a la cama sin cenar: «Los padres no se lo pueden permitir» . Pero sin cita previa y sin avisar, ni él ni el concejal de Cultura tuvieron tiempo de recibirnos. Cuando nos personamos en el consistorio estaban reunidos. El funcionario de la puerta tomó amablemente nota de nuestra requisitoria, y al cabo de una hora llamó por teléfono para decirnos que ambos se habían tenido que ir de viaje. ¿Por qué dudar de la buena voluntad de los cargos públicos? Quedan las preguntas pendientes para otra ocasión. Como la del PER, ese Plan de Empleo Rural que ha evitado la quiebra social en Andalucía, pero también su estallido. Es un fantasma necesario, pero también un tabú. Los que se atreven a criticarlo con argumentos de peso piden garantías de que su nombre no va a ser divulgado, porque se temen la enemiga, las represalias de quienes votan al alcalde, de quienes perciben el subsidio: «Ha fomentado el clientelismo político, la dependencia, ha cercenado la iniciativa personal . Al igual que en muchos casos la ayuda a África, se ha convertido en una verdadera lacra de la que ahora no sabemos cómo salir. Y para colmo se acabó el dinero».
Miguel Rodríguez Ardila ya no tiene que pelear, pero sí memoria. Nacido en la localidad gaditana de Prado del Rey , confiesa 70 años «y la voluntad». Tuvo siete hijos «con la misma mujer. Unos trabajan… y otros no». Cuando era chófer, oficio al que dedicó buena parte de sus días, llevó en una ocasión a un recién casado a un pueblo de Cataluña. Media Espera está en Barcelona. Se llamaba Pedro Castillo y se hizo experto en hormigones. Regresó al pueblo con unas letras «y un valiente de un banco se las avaló». Fue el comienzo del último boom de Espera (y de toda España), que Espera no está sola en la unidad de cuidados intensivos . Hasta 46 empresas dedicadas al hormigón hubo en la localidad, y corrió el dinero a espuertas, y se dilapidó. Es una historia vieja, y repetida en los cuatro puntos cardinales de un país que durante un tiempo echaba más cimientos, levantaba más paredes, cubría más tejados y cepillaba más puertas que pujantes economías europeas… juntas. No podía durar, pero mientras duro corrió el vino y el confetti . «Primero se cortaron los olivos… Para plantar remolacha. Luego se dejó de lado la remolacha para cultivar hormigón. Ahora no queda nada, y para colmo llueve menos porque hay menos árboles…».
Miguel Salas escucha hablar a Miguel desde la penumbra de su carpintería… y asiente. Tres generaciones de carpinteros, «más de cien años», toda una genealogía del serrín, contemplan las paredes. Con 65 años, está a punto de jubilarse. Se le nota cansado, pero puede ser también el calor, que ya aprieta. Aunque la carpintería sea un lugar fresco. Su hijo ha tomado en sus manos un negocio basado sobre todo en la fabricación de puertas. «Pero cerraron las empresas del hormigón, se dejó de construir…» , y dejaron de hacer falta tantas puertas. En el mejor momento del boom inmobiliario el carpintero llegó a contratar a seis ayudantes. Ahora todo parece un espejismo. «El ayuntamiento también nos daba mucho trabajo, como el mantenimiento de las escuelas… Pero ahora se le ha acabado del dinero…». Su hijo va trampeando: «Está poniendo una puerta». Todavía hace falta alguna. Su hija, Ana Salas, licenciada en Historia del Arte, ha tenido suerte. Trabaja en la Oficina de Turismo. Tarea de héroes. La fama es un animal esquivo.
Vamos buscando parados por las calles de Espera… y nos encontramos jubilados que hacen arqueo. En el café Avenida, toda la amabilidad del mundo es poca. En una cabina telefónica que parece arqueología de la comunicación interpersonal una mujer habla mientras su hijo, vestido con la camiseta de la selección nacional de fútbol, apura un helado de hielo. La peña flamenca se llama Aires de Espera, y a su lado se levanta el edificio que mejor ejemplifica el esplendor de Espera, su memoria industriosa. Construido en 1771, la antigua Casa Cilla era propiedad del arzobispado de Sevilla, como atestiguan los azulejos que coronan la portada de este esta obra civil barroca: la Giralda y dos jarros de azucenas. Quien cuenta la historia es el actual administrador de la almazara, Domingo Vega, de 29 años, quinta generación de maestros en el prensado de la aceituna para extraer un aceite que endulza el aire de tantos pueblos andaluces. Antigua casa de diezmos y primicias, fue hasta 2007 molino, y antes lagar y almacén de cereal. Nunca dedicado al culto, siempre a la industria, la época de gestión eclesial se terminó con la desamortización de Mendizábal. Un tatarabuelo de Domingo y un vecino de Las Cabezas se hicieron con la propiedad. Durante cincuenta años, casi hasta su muerte, que coincidió con el cierre de esta preciosa instalación y su mudanza a una nueva almazara totalmente modernizada, el padre de Domingo se dedicó a poner en marcha las pulimentadas piedras de moler la aceituna, un molino que durante años fue «de sangre», es decir, movido con por un mulo.
La almazara presta servicio a los pocos olivos que quedan en el término y en otros pueblos aledaños que todos los inviernos siguen cosechando una aceituna sabrosa llamada zorzaleña: noviembre, diciembre, hasta enero si es preciso. Siempre cuando el frío. En cualquier caso, un trabajo temporal. Domingo añora la época en que todo era bullicio en Espera, sobre todo la época de la remolacha, cuando los jornaleros, los camiones, los vendedores de productos fitosanitarios, y tres fábricas de azúcar estaban a pleno rendimiento. Todo perdido. Como el trabajo. Todo son melancolías en esta Andalucía, y en esta España , donde los trabajos que se hacían con las manos, que le daban sentido al campo, y por lo tanto a la vida, sus ciclos eternos, se fueron poco a poco desmantelando. Como los de la industria, se lamenta Domingo. En el caso de Espera, como luego corroborará Manuel Garrucho Jurado, maestro y uno de los dos historiadores volcados en rastrear la memoria de la villa, el ciclo parece un lento declive en el que los hombres (con la ayuda de la Unión Europea) han sido los ejecutores de su destino. Se cortaron los olivos para sembrar remolacha, de la remolacha se pasó al trigo y a los girasoles (con la consiguiente reducción de mano de obra) y de las cosechas (aquí no hay grandes latifundios, la reforma agraria se hizo en el 36, y aunque en parte fue revocada tras la guerra civil no volvió a haber grandes terratenientes) a la fiebre del hormigón. Extinguido el último espejismo queda la Espera de hoy, un puro Godot trágico que no lleva a ninguna parte. Molino de Espera, la industria de Domingo y su familia, hace su propio aceite, que habremos de saborear luego. Pero es de lo poco que todavía respira.
Otro vecino, ilustrado, crítico, sensato, resume acaso el sentir de muchos, lo dice con palabras claras como el agua que no llueve: «Nos hemos sentido ricos. Y ahora que se ha desmantelado todo, ¿qué hay? ¿Qué nos queda?» . Hasta el historiador y maestro, director de escuela, Manuel Garrucho Jurado, de 57 años, autor con sus alumnos del libro La tradición oral en Espera , que abre la puerta temeroso y temeroso relata el pasado de su pueblo, admite que las acciones del correligionario de su alcalde, Juan Manuel Sánchez Gordillo , no son más que «testimoniales. Lo que pretende es llamar la atención sobre una situación desesperada. Pero está claro que ese no es el camino». Él y su mujer tienen suerte. Ambos trabajan. Su hija, que estudió Derecho, está en paro. Tal vez tenga que hacer como muchos otros hijos de Espera: buscar un porvenir lejos de aquí. La época de mayor esplendor de la villa fue en los años cincuenta, cuando la explosión de la remolacha, y se rozó un censo de cinco mil almas. En los sesenta empezó la emigración a Cataluña y a Europa. Y vuelta a empezar. Un ciclo que parece el del molino de aceite, pero mucho más amargo.
No siempre acertamos. El viaje tiene mucho de elección, de sueño, de deseo de saber, de exponerse a lo insospechado. En Espera esperábamos dar con la clave de un pueblo crucificado por la derrota de un sistema económico del que los hombres somos responsables y víctimas. Preguntas demasiado grandes para un alcalde al que no pudimos ver y de un filósofo que no estaba de guardia. Volvimos a Arcos de la Frontera , uno de los pueblos objetivamente más hermosos de España, donde «cierran comercios y negocios casi cada día» , con las chicharras en pie de guerra y la conciencia de no haber acertado a leer Espera . En la Peña de Arcos, donde el barranco sobre el Guadalete, vimos cómo los coches perforaban con sus faros la noche impenetrable. Un surco en la oscuridad. Recorrimos la callejuelas blancas de la villa vieja y en una esquina nos encontramos con dos mujeres sentadas a la fresca: Lola («me dicen la Lola»), de 80 años, e Inés («de 54»). Al principio, desconfían.
–Pensábamos que eran los de la Peste.
Hace meses que reclaman del ayuntamiento que limpie una finca cerrada a cal y canto llena animales muertos («ratas, gatos, perros… quién sabe»). En su calle, que es la de San Pedro.
–Estamos hartas del gobierno y de todo, dicen antes de preguntar: «¿No nos mandarán a la policía?». La más suspicaz es la más socarrona, Lola. Su rostro tiene arrugas que parecen las de un sarmiento y las de una cebolla . Mira con ojillos inteligentes y escépticos, como si estuviera de vuelta de todas las ilusiones. Su marido, encofrador, está inválido, en casa. Tuvo «seis hembras. Todas casadas, gracias a Dios». Cuatro en Arcos, una en Jerez de la Frontera, una en Alemania. Inés también tiene al suyo, mayor, en casa También jubilado como albañil. Y tres hijos, de 25, 26 y 33: «Todos parados». Inés lleva 28 años en la misma casa, frente a la de Lola, que se vio a la suya, «desde Algodonales» (camino de Espera) «cuando tenía siete años». Aquí sigue. Aquí murieron sus padres. Aquí morirá ella.
–¿Qué les parece Arcos?
–Muy bonito, pero tiene mucha mierda.
A Inés tampoco le gusta: «Pero como no hay más remedio que vivir en el casco antiguo…».
Su vida es una historia de rampas, de cuestas que los turistas admiran y ellas soportan con estoicismo e ironía. Sobre todo Lola:
–Por aquí pasan las procesiones. Como echan incienso, no huelen a los animales muertos.
La calle es tan estrecha que parece imposible que pase un coche. Pero pasan. Como si enhebraran un hilo en una aguja sonámbula. De vuelta al hotel, damos con un poema de Gloria Fuertes. Es el mejor de los que la alcaldía ha incrustado en los viejos muros, puro Gloria Fuertes. La mejor manera de eludir la espera:
El pueblo arriba
el río abajo.
En peña vieja
nueva lagarto.
El perro azul de su río
echado a los pies de su amo.
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