#Tecnología

Ahora es posible comprar televisores de tamaños desmesurados y construidos con materiales que parecen más propios de la NASA. Pero estas sofisticadas teles, como los smartphones o cualquier gadget tecnológico, apenas resisten una década. La obsolescencia programada, ese bastardo de tapadillo que le hace el trabajo sucio al progreso, convierte en inservible cualquier cacharro que alcance los dos dígitos.

No pasa, curiosamente, con el libro en papel. Ninguna tecnología es más rústica y sin embargo más longeva. Se moja, acumula polvo, se abomba con el calor; y sin embargo resiste años y años. Basta darse una vuelta por una librería de lance para comprobarlo: ejemplares editados en los 50 —setenta años, ahí es nada— conservan prodigiosamente sus propiedades, añadiendo además otros encantos como la fragancia a vainilla o dedicatorias con las que echar a volar la imaginación. Al libro en papel lo han matado hasta ahora el ebook, los smartphones, las tablets. Pero no hay más que dar un paseo por la playa para comprobar que no existe muerto más vivo. La gente lee, y sobre todo lee en papel. Mi corazón analógico se reconforta con la ingenua creencia de que, en plena era del 3D y los ciborgs, el hombre nunca encontrará un asiento más cálido, íntimo y delicado para la imaginación que esa tecnología anciana.