QUEMAR LOS DÍAS

Puro underground

El Bar Kiko, recientemente distinguido con la medalla de Sevilla, es una anomalía: un bar de barrio en un centro de cartón piedra

Me alegró mucho la concesión de algunas medallas de Sevilla el pasado día de San Fernando, entre las que destacaría las de Kiko Veneno y Paco Robles, dos talentos por los que siento una gran admiración y cuyo reconocimiento ha tardado demasiado en llegar. Pero ... si tuviera que aplaudir especialmente alguna, sería la de Chari, la propietaria del Bar Kiko. Y la aplaudo porque representa toda una anomalía, la contracorriente de una Sevilla que tristemente avanza por otros derroteros. Puro underground.

Me atrevería a asegurar que, en doscientos metros a la redonda de su localización, en pleno corazón de la Alfalfa, el Bar Kiko es el único establecimiento de comida realmente casera y popular que queda. Se trata de un concepto de restauración casi extinto, y es por ello que, además de una medalla, el Bar Kiko merecería ser catalogado como establecimiento protegido, el lince ibérico y el koala del ecosistema tabernario sevillano.

En 'Nuestros maravillosos aliados', aquella inolvidable película de los ochenta, un grupo de inquilinos pobres de un bloque del Lower East Side de Nueva York padecía la presión de una inmobiliaria para que abandonaran el bloque y poder así demolerlo y construir viviendas de lujo. En plena desesperación, y contra todo principio de verosimilitud, los inquilinos recibían la ayuda de unos alienígenas venidos del espacio, que finalmente lograban acabar con las pretensiones de los avariciosos especuladores.

Cuando paso por la calle Herbolarios y veo el Bar Kiko, en realidad lo que veo es, como en aquella película de los ochenta, terquedad, coraje y resistencia. Me pasa también cuando el denso aroma a adobo de Blanco Cerrillo me invade las pituitarias mientras observo el trajín de los turistas invadiendo las franquicias de la Calle Velázquez. O cuando, tras el empacho de modernura de la Alameda, ingreso en el ambiente clásico y silencioso, casi monacal, de la Bodega Mateo, a espaldas de la calle Feria.

Estos espacios me reconfortan, tanto como contemplar canastillas con cubiertos y piezas de pan en los centros de mesa, o manteles de papel cogidos con pinzas en las esquinas, o cervezas servidas en vaso largo. Son como fallos de Matrix, pequeños agujeros de gusano en una oferta de restauración que más que gastronómica, parece cosmética.

Ningún extraterrestre, me temo, va a venir a salvar estos negocios, por mucho que el Ayuntamiento -curioso: ese mismo Ayuntamiento que ha venido apostando por la colonización salvaje del centro con propuestas turísticas cuquis y de cartón piedra- les conceda medallas. Más bien somos nosotros, los sevillanos, quienes hemos acabado convirtiéndonos en extraterrestres en nuestra propia ciudad. Alienígenas desnortados en una Sevilla que, simplemente, ya no nos pertenece.

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