quemar los días

Humano, demasiado humano

De todas las bellezas tristes, sin duda es la humana cuando se enfrenta a la catástrofe la que más me zarandea

LEO 'Senectud', de Italo Svevo, considerada la antesala de su obra maestra, 'La conciencia de Zeno'. Es un Svevo menos cáustico, menos irónico, pero me puede su pasión arrebatada, su iracundia cínica. Emilio Brentani, protagonista del libro, se levanta de la siesta: «Cuando se despertó, ... vio que estaba cayendo la noche, uno de aquellos tristes crepúsculos típicos de hermoso día otoñal». Paladeo la frase, me detengo en ella, y en la asociación entre tristeza y belleza.

Hay una belleza triste, he tenido que llegar casi hasta la cincuentena para admirarla. Bellezas que pueden conmoverte hasta romperte. Recientemente, Manuel Vicent, en una entrevista, confesaba que lloraba todos los días: al caer la tarde, ponía en su equipo música de jazz, y con ella se entregaba al llanto. «Que se me salten las lágrimas me encanta», decía, asociando la vivencia a la nostalgia de las tardes de otoño. «Es lenitivo», añadía.

Puede aplastarme la belleza de un diluvio sobre una playa atardecida, o la dolorosa hermosura de un crepúsculo en una odiosa tarde de domingo. Pero de todas las bellezas tristes, sin duda es la humana cuando se enfrenta a la catástrofe la que más me zarandea. Umberto Eco habló de la poética de las ruinas. Y en Crítica del Juicio, Kant quiso distinguir lo bello de lo sublime. Lo sublime para Kant es distinto de la belleza de una flor: es la contemplación de una tempestad, que nos conmueve por su infinita potencia. Es la belleza triste que luego alcanzará categoría propia con Schiller y el Romanticismo. Ese mismo Romanticismo que convirtió la muerte en algo hermoso: la Ofelia de Millais flotando yacente entre flores en el arroyo es uno de esos cuadros que sigo contemplando con el corazón encogido.

Solo nuestra grandeza moral, asegura Kant, es capaz de sobreponerse a la fuerza de la naturaleza. Y de esa grandeza también surge una belleza rotunda, que nace triste y conmociona. Viendo el otro día las noticias sobre el drama de Valencia, el informativo mostraba el vídeo de varias personas en un balcón reteniendo con una cuerda a un vecino que se aferraba a ella para no ser arrastrado por la furibunda corriente de agua. Los vecinos, finalmente, lograban con su esfuerzo recoger la cuerda para rescatar al vecino y auparlo hasta el balcón. La estampa me hizo llorar de forma instantánea. Había tanta belleza en aquel momento de ruina y desesperación como en el mejor atardecer de Friedrich. Al principio me sentí ridículo por la reacción de mi cuerpo. Pero finalmente lo dejé hacer. Entendí lo que decía Vicent, eso de que llorar es lenitivo. De algún modo, sentí que mis lágrimas abrazaban a aquellos hombres del balcón y al superviviente. El hermoso dolor de la estampa nos hermanaba. Sentirse demasiado humano resulta también una hermosa y dolorosa experiencia.

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