LA TOURNEÉ DE DIOS
El delfín de Venecia
No todos los días un delfín decide instalarse en la laguna más melancólica del mundo. Pero ocurre. A veces, lo improbable tiene el tacto de lo posible. Y es así como Mimmo –porque, claro, ya le han puesto nombre– se ha convertido en una ... suerte de huésped errante, una criatura sin domicilio fijo que merodea entre góndolas y vaporetos como si anduviera buscando algo que perdió en otra vida. Apareció al inicio del verano, entre las aguas lechosas de junio, y desde entonces no se ha marchado. Mientras las hordas de turistas desfilaban bajo el sol cruel, él seguía allí, deslizándose entre palafitos y sombras, ajeno al peligro invisible de las hélices. Los expertos dicen que es raro, que no debería quedarse, que puede resultar herido. Y seguramente tengan razón. Pero las ciudades mediterráneas casi nunca obedecen a la lógica. Venecia –esa dama elegante que coquetea con su propio naufragio– lo ha adoptado. Tal vez porque Mimmo, el delfín solitario, no es solo un animal perdido: es un espejo del alma veneciana, hermosa pero vulnerable, visitada por millones pero habitada por pocos, amenazada por el hundimiento literal y simbólico. Tal vez sea eso lo que ha intuido el delfín con su instinto marino: que bajo esa coreografía constante, algo se está deshaciendo. Y él, criatura mitológica nos lo advierte a su manera; con esta llamada poética de atención, como si la naturaleza dijera «estoy aquí todavía», encarnada en un suave animal que emerge entre las olas artificiales. Quizá por eso no se va. Porque alguien tenía que quedarse. Alguien tenía que recordar. Y así, cada salto de Mimmo es un pequeño gesto de resistencia: una nota aguda en la partitura rota de una ciudad que flota entre siglos y turistas. Este pequeño delfín tal vez sea el último romántico, un ser que se aferra a un lugar que ya no es del todo suyo, pero al que se siente misteriosamente unido. Un gesto que algunos entendemos a la perfección. Tal vez un día se marche. Pero mientras dure su estancia, Mimmo se ha vuelto el guardián silencioso de una ciudad que se está olvidando de sí misma. Un símbolo del deseo de pertenecer, del encanto de lo imposible, de la necesidad urgente –y tantas veces silenciada– de escuchar lo que la naturaleza aún intenta decirnos.