TRIBUNA ABIERTA
Un prestigio exterior dilapidado
Destruir es mucho más fácil que construir y, desde que llegó al poder, Sánchez se ha mostrado más hábil en lo primero que en lo segundo, sin necesidad de haber hecho doctorado alguno
Ahora que el acuerdo de paz entre Israel y Hamás se está convirtiendo en una realidad, suena bastante chusco el despliegue militar que el Gobierno de Pedro Sánchez puso en marcha para proteger a los de la flotilla-crucero. De hecho, a algunos embajadores de ... otros países en capitales europeas les sirvió para tomar el pelo a sus colegas españoles.
El asunto de la flotilla ha sido una muestra más de que Sánchez hace tiempo que utiliza la política exterior en beneficio propio y condicionado por sus socios más izquierdistas, a costa de hacer que el prestigio internacional de España haya caído de manera sensible.
El ministro de Asuntos Exteriores, fiel escudero de Sánchez, se empeña en decir lo contrario y hasta intenta que los españoles crean que España ha tenido un papel clave en el acuerdo de paz, a cuya firma fue invitado el presidente por cortesía egipcia. Albares confunde los deseos con la realidad y la realidad es que Israel no contará nunca con un Gobierno que se ha convertido en el principal promotor de las medidas antiisraelíes en todo el mundo.
El Ejecutivo sanchista ha destruido en pocos meses una relación que costó mucho normalizar. Por estas fechas, hace cuarenta años, el Gobierno socialista de Felipe González se afanaba en superar las dificultades existentes para conseguir establecer relaciones diplomáticas con Israel. Lo logró en enero de 1986, y gracias a ello, en 1991, Madrid pudo ser la sede de la Conferencia de Paz sobre Oriente Medio.
Destruir es mucho más fácil que construir y, desde que llegó al poder, Sánchez se ha mostrado más hábil en lo primero que en lo segundo, sin necesidad de haber hecho doctorado alguno. Pocas cosas en nuestra política exterior están hoy mejor que hace siete años, como no sea la privilegiada e interesada relación con China, que muchos socios europeos y aliados ven con una gran reticencia.
Para Estados Unidos, hemos dejado de ser un aliado fiable, del que sólo interesan las facilidades que las fuerzas armadas norteamericanas tienen en las bases de Rota y de Morón y que aumentemos nuestro gasto en materia de defensa. Más allá de los excesos verbales de Donald Trump, con su estrafalaria pretensión de echar a nuestro país de la OTAN, lo cierto es que la relación política entre Madrid y Washington está bajo mínimos. Eso se sabe perfectamente en las capitales del mundo, como se sabía que Aznar tenía una excelente sintonía con Bush, y todos actuaban en consecuencia.
El Gobierno ni siquiera ha sabido sacar provecho de su coincidencia con la Administración Trump en el apoyo a las pretensiones de Mohamed VI en el Sahara Occidental. Y, además, ese giro en la posición tradicional española, con respecto a su antiguo territorio, sigue sin ser explicado, mientras la relación con Argelia -el otro gran coloso del Magreb- es casi inexistente y Albares aún no ha podido viajar a Argel, tras un frustrado intento en febrero de 2024.
En Iberoamérica, la connivencia con Nicolás Maduro, de la mano de Rodríguez Zapatero, ha tenido su último episodio vergonzante en la ausencia de felicitaciones de Sánchez y de Albares a la líder opositora venezolana María Corina Machado, por el premio Nobel de la Paz. Pero ni siquiera esa bajeza sectaria sirve para que el régimen bolivariano informe al Gobierno sobre el lugar en que mantiene encarcelados a dos españoles detenidos hace más de un año, ni sobre una veintena de personas con doble nacionalidad española y venezolana recluidas por motivos políticos en las cárceles chavistas.
Con Argentina, nunca había tenido España una relación política tan escasa, desde que Sánchez sobreactuó retirando a la embajadora en Buenos Aires, para replicar a los excesos verbales de Javier Milei, contra su esposa, Begoña Gómez. Cinco meses después, sin ninguna explicación, nombró a un nuevo embajador.
Y en Europa ha terminado hartando a la mayoría de los socios comunitarios, tras haberse puesto como gran objetivo -que no logró- el reconocimiento del catalán como lengua oficial de la UE.
Recomponer la imagen de España más allá de nuestras fronteras va a costar mucho tiempo, casi tanto como volver a ilusionar a los diplomáticos españoles que tienen que gestionar la política exterior y que ven, con desánimo, que cada vez se desdeña más su labor, mientras se introducen criterios políticos y crece la arbitrariedad en el Ministerio de Asuntos Exteriores.