la tercera
¡Yolanda for president!
La izquierda pierde pronto fuerza por la utopía que persigue
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Lo ha proclamado, clara y rotundamente, al anunciar su candidatura en las próximas elecciones generales: «Quiero ser la primera presidenta que haya tenido España!», entre los aplausos y vítores del público, femenino abrumadoramente. Esas son palabras mayores, dirán ustedes. Y tanto. Primero, porque Yolanda Díaz ... habla como si ninguna otra mujer de cualquier partido pueda hacerle sombra en la disputa de tan codiciado cargo, aunque las hay, y no pocas, con un currículo bastante más enjundioso que el suyo. Luego, y esto es lo más espectacular, porque también excluye a los hombres, incluido el que ocupa hoy ese puesto, por no hablar del que desde la cúpula de su partido le facilitó el que hoy ella ocupa, aunque él haya desaparecido del Gobierno. Yolanda Díaz se atreve a disputar el puesto al propio Pedro Sánchez, ¿o es que espera que éste la nombre sucesora? Si es verdad que la ha usado para empequeñecer el papel e influencia de Iglesias en Podemos, dando a entender que él y Díaz harían una candidatura mucho más atractiva que la de Feijóo y Abascal, no menos es cierto que, en el momento en que empiece a hacerle sombra, se deshará de ella. Cada vez se ve más claro que la agenda de Sánchez empieza y acaba con la divisa «lo que es bueno para mí es bueno para España» o a la inversa, «hay que deshacerse de cuanto me amenaza, al ser peligroso para España».
No sabemos si Yolanda Díaz es consciente de ello, posiblemente sí, pero lo poco que conocemos la muestra como una mujer osada, dispuesta a correr riesgos siempre que valgan la pena, aunque su característica más destacada hasta el momento es su guardarropa, que incluye modelos para todo tipo de ocasiones, aunque el blanco parece ser su color preferido, así como saber llevarlos, y no lo digo como típico comentario misógino, sino como alabanza al destacar en un gabinete dominado por la grisura del atuendo.
El mayor error cometido por la actual vicepresidenta segunda la asemeja también a su jefe: vender la piel del oso antes de haberlo cazado. Si Pedro Sánchez está describiéndonos un futuro rosado en pensiones, sanidad, estabilidad, educación y demás áreas de convivencia, ella está vendiendo la unidad a la izquierda del PSOE antes de haberla conseguido. El mismo nombre que ha puesto a su organización, que ni siquiera existe, es Sumar. Cuando para eso ha tenido que romper con la más numerosa y consolidada formación en ese área del espectro político: el de Podemos. Es verdad que hasta quince formaciones le han prometido integrarse, pero no menos es cierto que la mayoría son minúsculas y varias aportan tan sólo un escaño, que pueden perder si se diluyen en el conglomerado que intenta formar Yolanda. Es decir, que en vez de una suma saldrá una resta en el cómputo general, al no saber bastantes a quién votar.
El problema no es sólo español, sino general, y se traduce en una multiplicación de partidos que pueden llegar a la atomización e impiden formar gobiernos estables, los únicos que pueden abordar los desafíos cada vez mayores que presentan problemas como el envejecimiento de la población, con su impacto en las pensiones; las epidemias, como acabamos del ver con el Covid, aún coleando; o la aceleración de la informática, que se renueva cada seis meses sin que haya técnicos o personal administrativo que digiera los millones de datos de todo tipo que produce no cada día, sino cada hora. Todo ello está generando un desgaste en las democracias, donde izquierda y derecha pugnan para imponer su sistema, sin demasiado éxito y una polarización cada vez mayor en uno y otro sentido.
Curiosamente, la izquierda, tras un éxito inicial debido a lo atractivo de su programa, con la igualdad como lema y el progreso como fórmula para alcanzar la felicidad de todos los ciudadanos, pierde pronto fuerza por la utopía que persigue. La igualdad de todos los humanos puede ser sólo ante la ley, ya que en la vida cada individuo es diferente, incluidos los hermanos gemelos. En este sentido, la derecha juega con ventaja, al no perseguir utopías ni asaltar el cielo. La derecha va muy por delante de la izquierda en lo que ésta más presume: en el progreso, en la creación de riqueza, en aliviar las necesidades más elementales de la gente, aunque esté mal distribuida, mientras la izquierda, empeñada en su sueño de instaurar un 'paraíso de los trabajadores', lo único que consigue es igualar por lo más bajo y destruir el afán de hacerlo siempre mejor e ir más lejos. Ha sido así cómo la Unión Soviética devino de un marxismo leninismo en un marxismo estalinismo, como el castrismo, en vez de un comunismo con música caribeña que sigue siendo el centro del turismo sexual e igual que Nicaragua expulsa a disidentes sin documentos al no caber en sus cárceles. Ni siquiera hace falta ir tan lejos para comprobarlo: en España, el paso de la izquierda por el poder ha terminado en la bancarrota del Estado, y por más que Pedro Sánchez se empeñe en presentarnos un futuro de rosas y miel, veremos con qué paga las pensiones y evita el cierre de empresas medianas y pequeñas cuando se le acabe el maná que le llega de Bruselas. ¿O es que, para entonces, está dispuesto a ceder los trastos de matar a Yolanda Díaz, con él ya instalado con un sueldazo en alguna de las organizaciones internacionales que se está trabajando? No lo descarten.
La raíz de todo ello la señaló un dirigente del Partido Comunista yugoslavo hace tres cuartos de siglo, Milovan Djilas, en un librito de título revelador, 'Anatomía de una moral', más conocido por 'La nueva clase'. «El comunismo no crea una clase media, base de la democracia, sino que la degrada a trabajadora, ni una burguesía que crea empresas y riqueza, como el comunismo. Lo que hace es crear una nueva clase, el partido, que goza de todos los beneficios de la antigua nobleza con tal de obedecer ciegamente lo que disponga el máximo líder, que se ha atrincherado en el poder con la guardia pretoriana de unos servicios de inteligencia encargados de que los súbditos no usen ésta y se limiten a obedecer», escribió sobre lo ocurrido en las 'democracias populares' del Este de Europa, lo que le valió muchos años de cárcel.
Hoy, cuando Rusia reinstala el estalinismo en todas sus formas, incluidas la del castigo al disidente, Pedro Sánchez y Yolanda Díaz intentan vendernos una versión edulcorada del eurocomunismo que nos trajo un Santiago Carrillo jubilado por Moscú. ¿Estamos los españoles dispuestos a comprárselo? Cuando los escandinavos temen más a la extrema izquierda que a la extrema derecha y Pablo Iglesias se ha cortado la coleta, una mujer salta al ruedo entre aplausos, no me atrevo a predecirlo. A fin de cuentas, hemos ido siempre a la zaga de Europa, cuando no en contra.
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