La tercera
Médicos y abogados
«Una de las personas con las que trabé más amistad en aquel Berlín de los años cincuenta fue un médico gallego, cirujano, que me dio valiosos consejos y que por entonces tenía claro que la política debía estar dirigida no por abogados sino por médicos»
Moderación, antídoto de lo reaccionario (15/8/2023)
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En aquel Berlín de los años cincuenta del pasado siglo, con cuatro ejércitos de ocupación y repartido entre el Este y el Oeste, se encontraba uno con todo tipos de personajes, espías la inmensa mayoría (se rumoreaba que existía un listín telefónico que los ... incluía en sus páginas azules, pero yo no llegué nunca a verlo) junto a prófugos de uno y otro bando, contrabandistas, vendedores de rumores y gente que no se sabía de qué ni dónde vivía, ya que hasta que se levantó el Muro (1961), el tráfico entre los dos berlines estaba abierto, tanto para peatones como para quienes iban en coche, además de los dos metros, el subterráneo y el elevado. Como puede imaginarse, la sorpresa le esperaba a uno tras cada esquina, y algunas de ellas merecen pasar a la historia de la Guerra Fría. Como que al aeropuerto de Tempelhof, minúsculo, sólo podían llegar aviones de las tres potencias occidentales, Pan American, Air France y British Airway; aunque tal vez la mayor excentricidad era que el restaurante de más categoría y más buscado era la Maison de France, en el mismo centro de la parte occidental, donde los alemanes no podían entrar si no era acompañados de un extranjero, no importaba de qué país. Había distintas teorías sobre tal exclusión. La más creíble era que se trataba de dejar claro que los franceses había ganado la última guerra a los alemanes.
Una de las personas con las que trabé más amistad fue un médico gallego, cirujano, que me dio valiosos consejos para vivir en aquella ciudad donde también se decía que, de dar la orden de avance a los tanques rusos que la rodeaban, tardarían veinte minutos en aplastar a las tres guarniciones occidentales, la norteamericana, la inglesa y la francesa. Como también puede figurarse, intercambiábamos opiniones sobre la situación, acabando siempre por la situación en España si se trataba de españoles. Tenía él una idea tan pesimista sobre nuestro país que no había vuelto desde que llegó, años antes, ni siquiera de vacaciones o para ver a la familia. «El problema de España –me dijo una tarde que nos habíamos citado en Old Wien, un local frecuentado por los extranjeros, donde podía tomarse un café decente, no el agua de castañas alemán– es a la vez muy simple y muy complicado: está dirigida por abogados, cuando deberían ser los médicos».
Mi estupor debió de ser tan evidente que mi amigo se apresuró a tranqulizarme. «No te asustes –siguió– ni creas que me empuja la lealtad profesional. La cosa está tan arraigada que ni nos damos cuenta de ello. Me dirás que si la actividad política consiste principalmente en diseñar leyes y hacerlas cumplir, quienes están más capacitados para ella son los que se han pasado años estudiando códigos, sentencias y recursos, y tendrás razón. Pero hay algo que se te escapa en tal razonamiento: que aparte de la reducida minoría dedicada a enseñar esos códigos y leyes en las universidades y otros centros de educación superior, el resto de los abogados se dedican a ver cómo pueden violar esas normas sin cometer delito. La norma, no sólo muy civilizada sino que respeta los derechos humanos, de que nadie es culpable hasta ser condenado y que todo el mundo tiene derecho a un abogado defensor pagado por dinero público, si el detenido no tiene los recursos para ello, actúa de freno para llegar a una sentencia correcta. Fíjate que incluso el Estado se queda con los alumnos más brillantes de cada promoción de las facultades de Derecho para que le defienda si ha cometido algún error o prevaricación. El resto se dedica a defender a ciudadanos con problemas fiscales, multas, acusaciones de familiares o vecinos y todo tipo de infracciones. Antes incluso de que sea aprobada una ley, ya hay cerebros buscando como violarla, doblarla o buscarla subterfugios. Aparte de que aquellos que tienen un buen abogado tienen también una ventaja sobre los que han de contentarse con un letrado de oficio, que sin duda hacen lo posible por defender a quienes les han sido asignados, pero que luchan en desventaja con las estrellas de su profesión. Y no digamos nada si el pleito se encarga a todo un despacho, como suelen hacer las grandes firmas del ramo, con una experiencia y medios muy superiores a los que tiene un modesto bufete. Todo ello ha calado en el ánimo general, despertando entre el público general una desconfianza en la Justicia y en lo que ocurre en los tribunales. Nuestro refranero está lleno de sentencias que reflejan esa desconfianza. Dime cómo puede funcionar un país así y cómo se sostiene un Estado de derecho».
Era una catilinaria digna de Cicerón que no admitía réplica, ni mi amigo la pidió aprovechando la pausa para acabar el cappuccino que había pedido y debía ya de estar frío. Pero quedaba la segunda parte: «Los médicos estamos en el extremo opuesto a tal actividad –dijo con una sonrisa teñida de orgullo–. Nosotros nos ocupamos de los castigados por la vida o las circunstancias, de los enfermos, de los viejos, de los que no tienen a nadie que les ayude, de los niños huérfanos... Los políticos hablan mucho de la calle, que apenas pisan excepto para soltar unas cuantas vaciedades al círculo de leales que esperan que les coloquen en el pesebre del partido. Nosotros vamos más lejos. O más profundo. Nosotros andamos en las alcantarillas, donde anidan los males y las vilezas. Nosotros sabemos qué quiere, de lo que sufre o lo que busca el ciudadano que no llega a fin de mes o está en paro, conocemos a la mujer que se las arregla como puede para poner un plato a la mesa o a los chicos que no quieren pensar en el futuro que les aguarda porque han leído en el periódico que, con suerte, se emanciparán cumplidos los 30 años. En una palabra: quienes conocen la realidad española son los médicos no los abogados, y son los profesionales que menos abundan en la política. Cuenta los que hay en las nuevas Cortes y me dirás. ¿Entiéndes ahora lo que quería decirte?».
Como no era cuestión de ponerse a buscar los huecos que había en tal Parlamento, preferí afirmar con la cabeza. Fue nuestro último encuentro, ya que, algo más tarde me trasladaron a Estados Unidos para una larga temporada: un cuarto de siglo. Perdí todo contacto con él y no sé si ha vuelto a Galicia, «a la sua terra», como tantos indianos, o se quedó en Alemania como le ocurrió a tantos profesionales. Ni siquiera sé si vive ya que, al ser algo mayor que yo. estadísticamente no tiene muchas posibilidades. Si por un casual llega esta Tercera de ABC a sus manos, me gustaría decirle que me alegraría retomar el contacto con él y preguntarle por la actual situación en España.