la tercera
Para qué sirve un museo
«Mientras que en el pasado hacíamos hincapié en nuestro papel de coleccionistas, conservadores y expositores de las artes de nuestro tiempo, nuestra nueva declaración de objetivos establece un rumbo diferente»
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Glenn D. Lowry
A lo largo de los últimos veinticinco años, los museos, y sobre todo los museos de arte, se han perfilado en todo el mundo como unos de nuestros espacios cívicos más importantes. Esto es igual de cierto en Norteamérica y en Europa como en ... Oriente Próximo y Asia. No solo invitan y conectan a un gran número de personas de todo el mundo, sino que se consideran lugares en los que el compromiso y el debate son posibles.
En una época en la que mucha gente contempla las instituciones públicas con desconfianza o escepticismo, las pinacotecas siguen siendo espacios en los que se puede criticar y explorar ideas difíciles, incluso contradictorias, y donde se produce y consume cultura. Esto puede explicar por qué, incluso en regímenes autoritarios, los museos se encuentran a menudo entre los lugares más activos y relevantes del debate intelectual, y por qué algunos países se han embarcado en proyectos de construcción para edificar centenares, si no millares, de ellos en todo su territorio.
Para una generación joven harta de la inacción gubernamental ante problemas sociales y políticos urgentes, y desesperada por cambiar las cosas, los museos se han convertido en lugares de protesta cada vez más populares. Las recientes acciones contra el cambio climático llevadas a cabo por diversos grupos en museos de arte de toda Europa y Estados Unidos son solo un ejemplo de la clase de atención que ahora atraen estos centros. Los activistas los perciben como espacios para la controversia con una gran repercusión mediática; quienes trabajan en ellos quieren que moldeen la sociedad en la que aspiran a vivir; y los que los visitan desean que les faciliten la comprensión del mundo, tanto como que les proporcionen momentos de alegría y placer. En pocas palabras, todo el mundo quiere y espera más de los museos que nunca.
Los museos son lugares complejos, a menudo con historias largas y conflictivas. Muchos tienen que lidiar con el legado del colonialismo y el imperialismo, otros con la repatriación de objetos adquiridos ilegalmente o expoliados, y otros con la infrarrepresentación u omisión de distintas comunidades de artistas, por no hablar de las cuestiones de sostenibilidad y, en el caso de muchos museos privados, de sus fuentes de financiación. Todo esto pone de relieve hasta qué punto los museos existen hoy en un estado de contingencia e incertidumbre.
También está claro que en el último cuarto de siglo los museos han dejado de ser lugares formales, depósitos del pasado y templos de contemplación para transformarse en instituciones activas comprometidas con el presente. Puede que esta transformación se iniciara con la agitación social y política de la década de 1960, pero ha sido hace poco cuando se ha convertido en la norma institucional. Lo que impulsa este cambio es la creencia de que los museos no solo giran en torno al arte, sino también en torno a las personas, y de que lo más importante es el encuentro entre ambos. En este sentido, son espacios profundamente sociales a los que acudimos no solo para rodearnos de obras de arte, sino también para estar con otras personas, vivir experiencias compartidas y aprender unos de otros. Las pinacotecas son incubadoras de experiencias culturales basadas en las obras de arte expuestas y en la interacción del público que se relaciona con ellas.
Visto desde esta perspectiva, cada museo es ante todo una idea, no solo un edificio o una colección, sino una constelación de posibilidades imaginadas. La idea es lo que da sentido a las experiencias museísticas que vivimos, tanto como el arte que contemplamos. La comprensión de este concepto transforma a los museos en lugares dinámicos llenos de encuentros inesperados. Esto es igual de válido para el Prado o el Reina Sofía que para el Louvre o el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Todos los que trabajamos en pinacotecas vemos nuestra misión como un experimento ininterrumpido para explorar la complejidad de nuestros fondos y de las muchas historias que cuentan.
En este contexto, los museos, y particularmente los de arte moderno y contemporáneo, deben pensar en sí mismos y en sus colecciones no como algo permanente –entendido como fijo y presentado de la misma manera siempre–, sino algo constantemente cambiante y en evolución. Tienen que ser espacios polifónicos en los que se puedan descubrir y escuchar muchas voces e ideas; necesitan ser abiertos y generosos a la hora de acoger a públicos nuevos y diferentes, así como a artistas nuevos y diferentes. Deben ser intrépidos a la hora de programar y reunir sus colecciones, y en lo que respecta a sus ideas, buscar el riesgo en vez de rehuirlo. Tienen que dejar de ser lugares de certidumbre a los que se acude para encontrar respuestas y convertirse en lugares de incertidumbre a los que se acude para descubrir preguntas. En resumen, necesitan aceptar y asumir que son proyectos en desarrollo y que nunca estarán terminados. Esto puede ser evidente en el caso de los museos de arte moderno, donde la historia siempre está en fase de formación, sujeta a negociaciones y replanteamientos constantes, pero también es válido para los museos históricos, en los que el pasado debería ser siempre objeto de cuestionamiento, tanto por lo que nos cuenta como por lo que ha subestimado u omitido.
Esta idea del museo como una entidad viva, sensible a todas las complejidades y contradicciones de la vida, pero también a todas las alegrías y sorpresas del aprendizaje y el descubrimiento, permite a los museos expresar una vulnerabilidad que antes resultaba, si no invisible, difícil de ver. Es esta vulnerabilidad, en realidad la apertura del espíritu, la que permite a los nuevos públicos sentirse aceptados y bienvenidos. En el MoMA, esto nos ha llevado a replantearnos radicalmente nuestra misión. Mientras que en el pasado hacíamos hincapié en nuestro papel de coleccionistas, conservadores y expositores de las artes de nuestro tiempo, nuestra nueva declaración de objetivos establece un rumbo diferente. En ella se recalca ante todo nuestra función de reunir obras de arte y personas de todo el mundo, y el museo se contempla como un catalizador del aprendizaje y la experimentación, así como un lugar de encuentro para todos y un hogar para los artistas y sus ideas. Muchos museos, desde el MASB de Sao Paulo hasta el Reina Sofía de Madrid, pasando por el Musée National d'Art Moderne del Centro Pompidou de París, han ensayado planteamientos similares. Ciertamente, la idea del museo como catalizador intelectual y artístico ha dado lugar a algunas de las exposiciones y programas más radicales y atrevidos de estos centros en los últimos quince años. Y es esta combinación de experimentación y aprendizaje, de humildad y vulnerabilidad, lo que convierte a muchos museos en una parte esencial y necesaria de nuestra vida cotidiana. Asegurarnos de que esto siga siendo posible para las generaciones futuras constituye nuestro reto colectivo.
es director del Museo de Arte Moderno de Nueva York
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