tigres de papel
La adicción al triunfo del Madrid
Temo que a los blancos les pase lo que a los adictos: que el umbral de tolerancia les exija nuevos estímulos para llegar a sentir algo
El Rey no puede no firmar
¿Por qué nos odiamos tanto?
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Iniciar sesiónHay quien dice que lo del Madrid es inexplicable cuando, en el fondo, su alianza con la Champions se justifica por el concurso de Ananké, la antigua diosa griega de la necesidad y de lo inevitable. Hay cosas que son imposibles, como morir dos veces ... o como ganarle una final europea al Real Madrid. Las reglas de la metafísica no son maleables y contra el Borussia Dortmund sucedió lo que cualquier persona avisada sabía que ocurriría desde la milagrosa eliminación del City. Las fuerzas sobrenaturales nunca comparecen en vano, y desde aquel cruce en cuartos era evidente que la vieja regla debía volver a cumplirse: el Madrid no pierde finales. Fin.
En esta ocasión, la misión madridista había encontrado un preámbulo en los dos conciertos de Taylor Swift durante la semana. Los dos llenazos sirvieron para conjurar el universal idilio del Bernabéu con las almas y, de paso, para exhibir al mundo la grandeza del estadio legendario y ahora renovado. El triunfo del Madrid fue deportivo, pero también institucional, pues hasta Wembley parece un garaje comparado con el estadio de Chamartín.
El Madrid tiene más copas de Europa que trofeos Teresa Herrera, aunque sería injusto decir que los blancos se pasean por Europa con suficiencia o soberbia. Aristóteles decía que el ser se dice de muchas maneras y, aunque el Madrid siempre gane, en cada victoria se inaugura una nueva manera de alcanzar el triunfo. Se han dado finales agónicas, de dominio, remontadas históricas… pero a la historia del Real Madrid le faltaba una final como la del sábado en la que, durante el descanso, la mano de un entrenador sabio supiera ajustar el equipo con la precisión de un relojero.
El Borussia imponía, pues la memoria juega malas pasadas y este equipo de colores industriales batió hace casi treinta años, en la final del Olímpico de Múnich, a una flamante Juventus con estrellas sobre los hombros. La misma Juve a la que, un año, después, Mijatovic metió el gol fundacional con el que se inauguró esta 'nova aetas' de dominio inclemente y con el que se deshizo el maleficio de otros hados, estos malvados, que habían condenado a los blancos durante décadas.
Ahora, entre tanta victoria, temo que al Real Madrid le ocurra lo que a tantos adictos: que el umbral de tolerancia le acabe exigiendo nuevos estímulos para sentir algo. Hay ya dos generaciones de madridistas que han crecido apoyando a un equipo cuyos triunfos son seguros por imperativo místico y épico, pues el Madrid tiene algo homérico pero también bíblico. Esta nueva chavalada nunca sabrá a qué supo romper la maldición, cuántos terrores nos asediaban antes de la final de la Séptima, qué fieros parecían los rivales y que pánico infundía la niebla de Europa en las noches de Champions. Los chicos ahora piensan que el Madrid sólo sabe ganar. Y lo mejor de todo es que puede que tengan razón.
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