ANTIUTOPÍAS
La obra del populista
Como encarnación del bien, en su lucha contra el mal se verán forzados a saltarse las reglas de juego y los procesos democráticos
El antiglobalismo y Sánchez
La cultura y los monaguillos del poder
El populista es un contador de historias –o de relatos– que suelen tener un final feliz e imposible, las dos cosas a la vez. La lucha que se propone liderar, dicen, llevará a la arcadia catalana, a la emancipación popular, al progreso moral. Si ... se inclina por las utopías regresivas, hablará de recuperar algo perdido, bien sea una edad de oro, la grandeza nacional o el control de sus propias decisiones. Si por el contrario el populista se deja seducir por las utopías progresivas, seguramente lo asalten imágenes futuristas de progreso tecnológico, económico o moral: la sociedad perfecta donde todas las necesidades se convierten en derechos y todos los valores armonizan sin fricción.
Puede que el personaje del que hablamos sea un fantaseador honesto que realmente crea en la virtud y en la posibilidad de su causa –un Quijote, digamos–, o puede que sea un manipulador y un narciso azuzado por ráfagas de megalomanía o apetitos de poder –un Macbeth, más bien–. En todo caso, uno y otro se verán obligados a encantar el mundo con sus paranoias o sus pesadillas, a señalar enemigos encubiertos o genios malignos que expliquen su fracaso. Porque el populista está condenado a fracasar. Así se empeñe en animar su relato con logros magnánimos, sus resultados siempre palidecerán al lado de las promesas edulcoradas que sirvieron para ascender la cuesta del poder.
Será entonces cuando recuerde que hay genios malignos o enemigos solapados. En el discurso del latinoamericano que incendia balcones –«denme un balcón y les daré una presidencia», decía uno de ellos–, esas presencias toman la forma del empresario esclavista o del congreso oligárquico, del imperio yanqui o del neoliberalismo explotador, de los periodistas ensobrados o de los «Videlas en toga». En la retahíla del disruptor primermundista, vendedor de chatarra moral, el mal puede tomar formas distintas: la del 'wokismo' globalista que corrompe las familias y las esencias nacionales, o la de una fachosfera que persigue a líderes arcangélicos y progresistas, la palabra mágica, que solo intentan mejorar la vida de gente.
De esos enemigos perversos y poderosísimos dependen los populistas, no sólo para explicar los traspiés de sus proyectos, sino para justificar medidas extraordinarias. Porque es allí a donde llegan todos los políticos infectados con imágenes sobredimensionadas de sí mismos. Como encarnación del bien, en su lucha contra el mal se verán forzados a saltarse las reglas de juego y los procesos democráticos. Para tiempos extraordinarios, medidas extraordinarias. Y los populistas siempre viven bajo amenazas inéditas y ataques sin precedentes. ¿Cómo entonces no colonizar las instituciones, promover asambleas constituyentes y mover cielo y tierra para evitar la alternancia política? Esa es la infamia mayor y la obra final del populista: lejos de traer el progreso o la edad de oro, erosionan el Estado de derecho en nombre de una buena causa y convierten la degradación de la democracia en la única opción moral.
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