ANTIUTOPÍAS

Dios, pueblo y líder

Quien se siente respaldado por Dios y el pueblo no admite la intrusión de jueces, magistrados, contralores o periodistas

Los caprichos decoloniales

Maravilla americana

En los últimos años, con excesiva frecuencia, se oye el mismo enunciado en boca de los gobernantes latinoamericanos: la voz del pueblo es la voz de Dios. Lo dijo el general Zúñiga, el intempestivo protagonista de la reciente y fallida asonada militar en Bolivia, ... cuando aseguraba, hace sólo unos meses, que el Ejército cumplía el mandato del pueblo porque «la voz del pueblo es la voz de Dios». Repitió las mismas palabras el saliente mandatario de México, Manuel Andrés López Obrador, cuando celebraba el triunfo de Claudia Sheinbaum, su sucesora, y lo expresó una y mil veces el comandante Hugo Chávez celebrando su continuidad en el poder: «Ha hablado el pueblo, que es la voz de Dios». Podría pensarse que no es más que una frase hecha o una fórmula retórica para complacer a las masas, pero su sospechosa recurrencia hace inferir que se trata de una máxima o de un dogma profundamente arraigado en la mentalidad hispana. Dios, pueblo y líder: esa es la ecuación que define el ejercicio del poder.

Hace unos días, en medio del desafío frontal que le está planteando a la Asamblea Legislativa y a la Contraloría de su país, el presidente Rodrigo Chávez dijo lo mismo: «Aquí lo único sagrado es mi Dios y el pueblo». Al mandatario costarricense le parece un exabrupto que el 'pueblo sagrado' le delegue el poder soberano a cincuenta y siete pinches diputados, que frenan el progreso del país. Si Milei cree estar despertando leones, Chávez se propone «despertar jaguares» que le rujan a esos diputados. Un poco más al sur, en Colombia, Gustavo Petro pretende hacer lo mismo, despertar a esa entidad que él llama «poder constituyente», pero que viene siendo lo mismo, el pueblo. Y aunque Petro es más laico y no se refiere en sus discursos a Dios, piensa igual que los dos Chávez, Hugo y Rodrigo: el pueblo es sagrado y su voz debe imponerse o esquivar la resistencia de instituciones que impiden el cambio de Colombia.

Al lado de todos estos caudillos americanos está Pedro Sánchez, cuyo empaque moderno no consigue ocultar la efigie del conductor latino, ni su ansiedad por infiltrar las instituciones con genuflexos seguidores y usar toda suerte de triquiñuelas legislativas para beneficiar su propia causa. Él y sus colegas asumen que quien arrastra el voto del electorado o de los parlamentarios obtiene un poder omnímodo, que no admite contrapesos, fiscalización o escrutinio. Incuban un cáncer típico de las democracias hispanas, producido por un tumor de tiempos premodernos en los que la soberanía del pueblo, en lugar de repartirse en tres ramas y restringirse por la ley, recaía entera en el caudillo. Quien se siente respaldado por Dios y el pueblo no admite la intrusión de jueces, magistrados, contralores o periodistas. Rodrigo Chávez pide que no le vengan con el «cuentico de la democracia y las instituciones» porque no se lo cree. Ese es el problema, que cada vez son menos los que creen en 'el cuentico' de la limitación del poder, así se llenen la boca diciendo democracia.

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