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La Alberca

El presidente piscinero

Sánchez es un genial manipulador, se apresura a salvar el mundo justo el día que hay que hablar de su mujer

Más puño que rosa

El camino azul del Rocío

Alberto García Reyes

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El amor a Begoña es la antítesis del beso que Jeffrey (ojos azules) Hunter le dio a Constance Tower en 'El sargento negro', de John Ford. A pesar de que su conexión desborda la pantalla, la joven Mary Beechers le reprocha con rabia al teniente ... Cantrell su desmesurada rectitud en la detencion del benévolo sargento Rutledge por una falsa acusación de violación y asesinato: «Es usted un hombre sin sentimientos, no piensa más que en las ordenanzas». El beso final resuelve la moraleja de Ford, que es el epítome del verdadero amor: quienes piensan en las ordenanzas son las personas que tienen los sentimientos más nobles. Porque anteponen el bien común a sus propios instintos. Pero el amor a Begoña representa todo lo contrario. Sánchez no piensa en las ordenanzas, sólo hace estudios demoscópicos y alquimia propagandística para obtener un premio personal que está por encima de las instituciones, de las normas y hasta de la familia: el poder. De eso va exactamente la colisión con Milei, el muro «a las derechas», la agitación del espantapájaros fascista, el reconocimiento a Palestina o el escaqueo victimista de las explicaciones sobre las cartas de su esposa. El que calla otorga. Sánchez es un genio del eufemismo –declaraciones de interés llama a lo que firmaba ella– y con la misma naturalidad con que vacía la Embajada argentina pero no la rusa o se retira cinco días a meditar por arrobo, se parapeta detrás de los insultos de Milei para legitimarse como prohombre. La pulsión imperialista del sanchismo ha recuperado el lema de Carlos III: «Mis vasallos son como los niños, que lloran cuando se les lava». Sánchez cree que lloramos porque no entendemos el bien que nos hace incluso al dar órdenes a 'Mascarillas Armengol' desde la bancada azul para que silencie a la oposición.

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