La Alberca
El camino azul del Rocío
Así es como azulea Doñana su esperanza, con fe por la marisma y salves del Atlántico
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Iniciar sesiónSe irá lenta la noche tras un largo camino iniciático, azul, bajo un palio de luces: el agua del bautismo que bulle en la marisma refleja los espectros tirados por los bueyes. Las conchas de la playa engarzan el santuario y yerguen una historia de ... blanca arquitectura, un viejo simpecado, la salve y el rosario, las olas del Atlántico y añiles oropeles. Y quiere Dios tocar arpegios de vihuelas con cantes que despiertan la furia de la leña, crujido que al morir termina en las cenizas que dan color cobalto al mar de las Rocinas. Rescoldos de un infierno prendido sobre el árbol del halo de la luna abrasan las promesas de un pueblo traspasado por clavos de una fe que infiltran en la luz carretas plateadas. La lumbre de una chispa se constela despacio y quiere ser perpetua, esencia de pavesa: efímera en palacio, eterna a la intemperie. Así es como azulea Doñana su esperanza.
Las ascuas que se apagan mojadas por la escarcha marchitan el crepúsculo con oros cohibidos y un tímido chasquido suena como una flauta con alas de flamencos tañendo sevillanas. El humo de ese fuego se va zigzagueando a un entrecielo garzo que mira la candela y el orto en glaciación anuncia cencelladas que empapan de fervor las piedras de Tartesos.
Un mosaico de conchas y arenas afiladas alfombra las heridas abiertas de los pies y exudan mar las amapolas. Hay pétalos salvajes y dunas de plegarias cosidos al encaje salobre del retablo. La hambruna de un suspiro, el ruego de un romero, la vara de acebuche que da sobre el dolor y se quiebra en la ermita con voz deshabitada. El llanto es un océano en plena ventolera con rápidos naufragios y lentos ahogamientos. Todos bracean danzas por dentro de una historia varada en la marisma, que aguanta el rompeolas: las núbiles mejillas de espuma de mi Madre.
Hay árboles que arraigan en alas de palomas y vuelan en las hojas vernales de la Argónida. Las ramas del pinar ensayan verdes bailes, dan sombra en las pisadas los cuerpos peregrinos, se hunden los sonidos de las ondas del agua, que son las vibraciones del eco del silencio. A veces suena al fondo la brisa de las copas, la bruma de la Virgen, el viento en las corolas danzando sobre un lago de flores nomeolvides. Qué nombre más de flor. Se escuchan rezos débiles al filo de lo inmenso atados como lazos al viejo Simpecado, que huele a rosas nuevas. Y las espinas sangran.
Quizás la paradoja de un año más o menos persigue la quimera que nunca se repite de ver de frente a solas la cara de la Virgen después de tanta sed y tanta soledad. Dará el boyero voces al divisar la aldea y el ay de la guitarra pondrá música al rito. Y cuando ya el camino está entero detrás, sin nada por delante más que su blanco rostro, en ese inmenso instante que se agolpa en los ojos y no deja salir ni el aire por la boca, ahí, tras el amor —quien lo probó lo sabe—, en ese edén azul hay sólo una palabra con hálito: Rocío.
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