Shylock y el mercader, Hamlet y la calavera
... Hamlet con la calavera en la mano es de ese puñado de imágenes que capturan para siempre, como don Quijote arremetiendo contra los molinos de viento. Y ese mismo personaje recita unas líneas que, otra vez, quedan grabadas en la memoria, como «en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme»...
LAS dos confusiones más populares sobre las grandes tragedias de William Shakespeare son tomar a Shylock por el mercader de Venecia y creer que Hamlet le plantea «To be or not to be» a una calavera.
En los anuncios de la película dirigida por Michael Radford que se ha proyectado recientemente en nuestros cines la imagen de Al Pacino se impone a la de Jeremy Irons. Es la última muestra de una antigua distorsión, porque el Merchant of Venice es, como indica su título, un mercader, Antonio, y no Shylock, un judío con quien el otro firma el célebre contrato de préstamo de tres mil ducados con la garantía de una libra de su propia carne. Pero desde tiempo inmemorial el prestamista es quien ocupa la atención del público, que le concede sin titubeos el protagonismo.
No es misión primordial del arte enhebrar silogismos sino suscitar emociones, aunque el talento refulge cuando razón y corazón se combinan en la rica complejidad de Shakespeare, fértil como nunca en esta obra. Todo en El Mercader de Venecia es enredado, desde el tenor de la pieza misma, una comedia que devino trágica, hasta los compromisos, que son trascendentales pero que nadie cumple, pasando por trucos y disfraces, y por los dos mundos que vemos, Venecia y Belmonte, el derecho y el amor, el mercado y el matrimonio -la esfera pública y la privada unidas por contratos-, como dijo Sigurd Burckhardt.
Los héroes deberían ser los cristianos venecianos, nobles, generosos, leales, idealistas, románticos, y no Shylock, malvado usurero, que es llamado perro o demonio en varias ocasiones, que se dedica a la más sospechosa de las actividades económicas, y que desafía abiertamente la venerable doctrina aristotélica y escolástica sobre la esterilidad del dinero. Pero las cosas no son lo que parecen. Los cristianos son también imprudentes, despilfarradores, extravagantes, difamadores, tramposos, crueles y racistas. Van de abnegados, pero, observa amargamente Shylock, son propietarios de esclavos y no piensan liberarlos (IV.i.90). El judío es victimario, mas también víctima de la villanía de los cristianos (III.i.59).
Para colmo, la justicia no parece justa, y es una argucia lo que salva a Antonio. La débil justicia de los hombres es necesaria pero no siempre fiable, apunta la diestra Porcia, y se requiere el don de la clemencia, «the quality of mercy», que no se impone sino que cae del cielo y bendice a quien la recibe y a quien la da, como proclama en las más hermosas líneas de todo el texto (IV.i.181). Le falta al judío esa bondad en un grado crucial, aunque tampoco le falta del todo, ni les sobra a los demás, y por eso le brindamos una simpatía que desde luego negamos a un Ricardo III o a un Yago.
Esta duplicidad hace que Shylock sea tan atractivo, y que su papel sea percibido como el del protagonista y se confunda con él, cuando en verdad el judío sólo actúa en cinco escenas de las veinte que tiene la obra. Y al final nos pasa lo que expresa la paradójica pregunta de Porcia al entrar en el tribunal disfrazada de jurista, cuando no sabe quién es quién: «Which is the merchant here, and which the Jew?» (IV.i.171).
En el caso de Hamlet y la calavera, el autor los separa claramente. El monólogo «Ser o no ser» tiene lugar en la escena primera del acto tercero (III.i.56). Y Hamlet no sostiene entre sus manos nada. En la mejor versión cinematográfica hasta el presente, que sigue siendo la clásica de Laurence Olivier, protagonizada y dirigida por él mismo en 1948, Hamlet juega con una daga mientras declama la famosa disyuntiva. En la alusión más divertida a la pieza, la genial película dirigida por Ernst Lubistsch en 1942 y titulada justamente To be or no to be, Hamlet aparece con un libro (y ante su desasosiego, Jack Benny debe acometer la extensa perorata viendo cómo Robert Stack se escabulle en pos de Carole Lombard).
La calavera figura en la escena primera del acto quinto. Están Hamlet y sus amigos en un camposanto, y un bufón les anuncia que unos huesos corresponden a un ilustre colega, muerto hace más de veinte años: Yorick, el bufón de la corte del Rey Hamlet padre. Emocionado, Hamlet pide ver la calavera, «Let me see», la coge y, apenado por la suerte de quien había alegrado su infancia, exclama: «Alas, poor Yorick! -I knew him, Horatio» (V.i.201) y desgrana unas frases sobre el paso del tiempo.
El solapamiento entre ambas escenas es explicable. En una misma obra coinciden un texto y una imagen de inusitado poderío. Hamlet con la calavera en la mano es de ese puñado de imágenes que capturan para siempre, como don Quijote arremetiendo contra los molinos de viento. Y ese mismo personaje recita unas líneas que, otra vez, quedan grabadas en la memoria, como «en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme». Y si la calavera es símbolo de la muerte, el monólogo expone la alternativa vital. El libro y la daga que hemos mencionado no pueden ser más apropiados para ilustrar lo que está pasando, porque efectivamente tal es el dilema de Hamlet, un hombre con todas las características del intelectual, al que unas circunstancias fatales impulsan a actuar como un soldado. Y la tragedia estriba en que, precisamente, lo hace.
Lo que Hamlet no hace, en cambio, es resolver cabalmente el problema. Atenazado por la duda, se la exhibe al público. No atina con la solución, y el espectador atento no podrá eludir la zozobra porque, en realidad, los sangrientos sucesos en los que el drama desemboca resultan inevitables porque el príncipe decide enfrentar el mar de dificultades, «sea of troubles», y no está en el fondo claro que haya sido el camino correcto.
Esa es la duda que nos atrapa, igual que nos cautiva un personaje de El mercader de Venecia que no es el principal. Es Shylock con quien simpatizamos, y nos gusta conjeturar que así sentía Shakeapeare, porque lo humaniza y lo convierte en persona como nosotros, con ojos y pasiones («Hath not a Jew eyes?» III.i.60), para irritación de algunos, hartos de que indaguemos matices en una historia que para ellos es puro antisemitismo. Es, claro está, bastante más. Y en eso estriba la magia del teatro: en el logro de la identificación a través de personajes complejos, no meros trazos lineales sin recodos opacos.
Por eso nos reconocemos más en Shylock que en Antonio, el genuino mercader. Y por eso adelantamos la calavera al tercer acto de Hamlet, y la unimos al monólogo que acaso más invita a la identificación en el teatro de todos los tiempos, porque el profundo y personal Hamlet nunca pronuncia la palabra «yo».
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