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una raya en el agua

Nunca tendremos otro como él

Nadal es la antítesis de la cultura de la queja. Ha construido su leyenda sobre una ética de la autoexigencia

Ignacio Camacho

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Nadal es un enorme jugador de tenis, menudo descubrimiento, pero no mejor que otros contemporáneos que lo aventajan en físico y técnica. Y además está cascado por la edad y más de dos docenas de lesiones en la rodilla, la espalda, los pies y las ... muñecas. Lo que le permite competir y ganar hasta situarse en la cima del ‘ranking’ es su disciplina mental, su concentración, su espíritu de superación y resistencia. Su formidable brazo izquierdo y sus piernas como bielas los tienen también algunos de los rivales a los que doblega gracias a la madurez de su cabeza, a la fuerza interior que lo empuja a combatir contra sus limitaciones, sobreponerse a la frustración, adaptarse a los contratiempos y remontar problemas. De entre la élite actual de la raqueta sólo Federer posee una estructura emocional más compacta, y aun así le ha encontrado a menudo las vueltas oponiendo fe y pasión a ese prodigio de estabilidad gélida. Djokovic, el ídolo magufo, es más potente, versátil y completo pero lleva una cafetera en la cabeza. El secreto del mallorquín, lo que le hace especial en este tiempo de excusas, falta de compromiso y abuso de la autodispensa, consiste en la capacidad para encajar el sufrimiento y procesar la adversidad con inteligencia sin descargarla en culpas o circunstancias ajenas. Su éxito constituye una lección de control sobre sí mismo, de sentido del deber, de exigencia, de ética del trabajo y de responsabilidad sobre su carrera. Ha construido una leyenda de excelencia en dirección opuesta a la hegemónica cultura de la reclamación y de la queja.

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