Bombas, amenaza nuclear y falta de agua potable: así es la dura vida en Nikopol
El grave peligro no aleja a los vecinos de esta localidad junto a la destruida presa de Nova Kajovka
Un día en el frente: la vida en la trinchera de la contraofensiva ucraniana
Míriam González
Nikopol (Ucrania)
El olor de los peces muertos ya no inunda el jardín de Serhiy. La casa de este jubilado, que sirvió en el ejército de la Ucrania soviética, está a tiro de piedra de un embalse ahora vacío. El último recuerdo de los miles de ... seres vivos que lo habitaban es un hedor penetrante. Tras la voladura de la presa de Nova Kajovka hace poco más de un mes, el caudal del Dniéper se desbocó dirección sur. Las inundaciones llegaron a Jersón y la sequía se instaló en las regiones de Zaporiyia y Dnipropetrovsk.
El paisaje cotidiano de Nikopol quedó desfigurado. Falta el agua. Un manto de tierra amarilla y barro salpicado por algunos charcos es la nueva estampa del lugar. No es tierra firme y por eso los tanques del Kremlin no podrán atravesarlo. Para los residentes de esta ciudad aquel lago artificial era su «mar de agua dulce». Y era también un frente de guerra líquido que los separa del ejército ocupante. «Yo vivo solo en la línea cero», explica con rotundidad y cierto orgullo Serhiy mientras señala a la orilla opuesta: «Allí están los rusos, a menos de cinco kilómetros».
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Los ataques en esta zona son continuos. La artillería del Kremlin está demasiado cerca y se ensaña. Los proyectiles no distinguen entre una iglesia, una fábrica o edificios civiles. Un golpe de suerte salvó la vivienda de este antiguo militar cuando un bombardeo enemigo alcanzó la propiedad de su vecino. Su pasado castrense le impide admitir el miedo y sentencia en inglés que el sonido de los misiles es «música para sus oídos»: «It's very nice», dice mientras se ríe. Sus ojos azules brillan y contrastan con su tez morena. Vive con un perro amable y una gata esquiva y tuerta.
El cuidado de su viña ocupa la mayor parte de su tiempo y pronostica que la vendimia este año se adelantará por el calor. El valiente jubilado venderá algo del vino que cosecha y afirma orgulloso que sus uvas «son mejores que las españolas». Parece que está haciendo una broma, pero quizás habla en serio. Serhiy trata de recordar el alemán que aprendió hace años aunque su interlocutora le confiesa que no sabe esta lengua. Entonces continúa hablando en ruso. Los drones ucranianos y también los de Moscú son visitas cada vez menos inesperadas que interrumpen sus labores: «No saques la cámara, los rusos nos pueden estar viendo», señala con cierta preocupación.
Y a pesar de todo, la principal queja de viejo soldado es su soledad: «Estoy muy solo ahora, tengo que hacer yo todo y ocuparme de la casa». Pero la falta de compañía tampoco es motivo suficiente para ir a un lugar más seguro. Dmitry, su hijo, se traslada a menudo desde Dnipro para visitarlo. Es también un voluntario que lleva agua potable a la zona.
Serhiy, como muchos otros habitantes de este lugar, no prestó mucha atención al revuelo surgido en torno a la central de Zaporiyia. «Le pedí a mi hijo una máscara de gas, pero no creo que pase nada». Los riesgos de que se produzca una tragedia nuclear han menguado, afirman ahora las autoridades de Kiev. Días atrás, sin embargo, las advertencias sobre un posible sabotaje ruso de la planta corrían como la pólvora. Moscú también acusaba a Ucrania de planear un ataque. Durante aquellas jornadas, por contradictorio que parezca, se respiraba tranquilidad entre los vecinos de Nikopol. Parecían estar más preocupados por abastecerse de agua que por caer presas de la radiación.
Así es el sentir general de muchos habitantes de esta urbe. La metrópoli de más de 100.000 habitantes quedó semivacía tras el inicio de la invasión a gran escala. Algunos de los que siguen aquí no quieren dejar su hogar, otros no pueden costearse el alquiler de un apartamento en alguna otra ciudad de Ucrania. Hay personas que sobreviven con pensiones que no superan las 2.000 grivnas (unos 50 euros) al mes. Muchos dependen de la ayuda humanitaria.
Hay que pasar varios 'checkpoints' para entrar en Nikopol. La ciudad está llena de cicatrices producidas por la metralla. Un alto edificio gris está remendado con una lona de ACNUR. Los baches en las carreteras van desapareciendo bajo un hormigón pegajoso que varios operarios con chaleco naranja tratan de extender. Los ataques rusos se pueden producir en cualquier momento, pero las autoridades locales se apresuran por reparar los daños. Una metáfora actual del mito de Sísifo.
Garrafas de agua
Por las amplias avenidas se repite la misma escena: personas cargadas con garrafas de plástico. Bicicletas, sidecares y coches sirven para trasladar el preciado líquido. Hace más tres semanas que no tienen otra forma de abastecerse. Los ánimos en los puntos de recogida son por momentos tensos. «La gente vive con ansiedad aquí debido a los bombardeos», justifica Dmitry. Cuando el sol inclemente da un pequeño respiro los vecinos se reparten en pequeños grupos congregados en los bares locales y beben cerveza fría.
Una falsa normalidad esconde por momentos la realidad de la guerra. Bajando desde el centro de la localidad varios bloques de edificios encaran a la central nuclear de Zaporiyia. Las altas chimeneas de la planta se distinguen entre una suerte de calima que las dibuja como un espejismo. La infraestructura se construyó en la década de 1980, es relativamente moderna y la más grande de Europa. Las tropas rusas se hicieron con el control de la instalación a principio de la guerra, en 2022. Varios han sido los ataques que ha resistido. La armadura de la construcción es fuerte, pero no podría soportar una embestida directa e intencionada, aseguran desde el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA). El peligro se mantendrá mientras dure el conflicto.
Dima se acerca y saca su teléfono para grabar a los forasteros. Pregunta cuál es el motivo de la extraña visita. Se contenta al saber y comprobar que los extranjeros son periodistas acreditados. Pide un par de cigarros con la esperanza de probar tabaco de España. Pero se decepciona al ver una caja de Camel con las advertencias escritas en alfabeto cirílico. Él vive frente a la central y su balcón en el piso noveno de un edificio voló por los aires hace poco tiempo: «Un bombardeo ruso». Dima tampoco tiene miedo: «Dios está en el cielo», repite varias veces. Parte de su familia está del otro lado. «La madrina de mi hija ahora trabaja para los rusos. Ellos le dieron dinero y por eso vive bien. Nosotros, aquí, apoyamos a Ucrania», afirma.
Una Mercedes Sprinter alquilada por Dmitry, un antiguo camión del servicio postal alemán y una vieja ambulancia llegan a Chkalove. El pequeño municipio también sufre la sequía. A mediodía el calor es sofocante. La gente se amontona bajos los árboles del parque central de la localidad. Olga Nikilenko, la responsable de la administración local, trata de organizar la recogida de agua y una vecina suya le ayuda con un grito que hace callar al resto. Los voluntarios del 'Ejército de Pueblo' comienzan a repartir agua. Está la organización humanitaria del exjugador del Rayo Vallecano, Roman Zozulya. El futbolista vivió una fuerte polémica al ser acusado de mantener supuestos vínculos con grupos de extrema derecha.
Lugares de honor
El mercurio del termómetro aprieta y los residentes no paran de llegar. Nikilenko cuenta que cada semana se repite la misma operación: «Hoy se repartirán 9.000 litros en este pueblo. El agua que les llega proviene de la ayuda humanitaria. Somos unos 1.900 habitantes aquí«. La gente es responsable y se lleva solo lo necesario.
Chkalove esquiva las embestidas de los misiles rusos. Es una zona relativamente pacífica a la que acuden muchas personas que viven en Nikopol. El trayecto entre las dos localidades no es sencillo por el mal estado de la vía: «No es por la guerra, la carretera está así por la falta de mantenimiento», denuncia Dmitry. Invadir el sentido contrario con el coche está permitido pero la velocidad ha de contenerse. Así se puede observar con más detalle la ampliación del cementerio local. Cerca de la iglesia, ya en las afueras de Nikopol, ondean banderas ucranianas: «Estos son los lugares de honor, los que están ahí enterrados murieron combatiendo a los rusos», apunta Dmitry.
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