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ABC Cultural

La tortura más espeluznante de la Antigüedad: 17 días de horror en un ataúd de insectos

En el siglo V a. C., el rey persa Artajerjes II condenó a un soldado a morir 'enartesado', un martirio que narró el cronista Plutarco

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Tumba de Artajerjes II ABC
Manuel P. Villatoro

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Empezó como una guerra civil en el imperio persa y terminó con una tortura tan brutal que quedó recogida por los cronistas clásicos. En el siglo V a. C., Artajerjes II y Ciro el Joven bregaban por hacerse con el trono aqueménida. El devenir del conflicto lo narró Plutarco de forma más que extensa en sus 'Vidas paralelas', aunque el cenit fue la batalla de Cunaxa, acaecida en septiembre del 401 a. C. en una aldea ubicada a menos de cien kilómetros de Babilonia. Aquel día, poco antes de que los hermanos se enfrentaran en el campo de batalla, el general Clearco dio un consejo a su señor, Ciro, que este debería haber seguido. «Le dijo que se colocara a retaguardia de los griegos, y que no expusiera su persona», escribió el historiador griego. Su señor se negó:

–¿Me propones que, aspirando al reino, me muestre indigno de reinar?.

Mucho se ha especulado sobre lo que ocurrió en Cunaxa; demasiado, cuando Plutarco lo refiere en sus textos. Lo que hoy nos atañe es que Ciro luchó hasta la noche contra decenas de enemigos. Horas y horas en las que no perdió un solo combate, pero que sí le hicieron perder el norte «Engreído y lleno de ardor y osadía, corrió, gritando, 'Rendiros, miserables'»., narró el griego en 'Vidas paralelas'. Pintaban bastos para Artajerjes, pero, lo que son las cosas, la diosa Fortuna se le apareció a este de la mano de uno de sus soldados. «Un mancebo persa, llamado Mitridates, le hirió con un dardo en la sien junto al ojo, sin saber quien fuese». El golpe le hizo caer del jamelgo y, al poco, fue linchado por los enemigos. Fue su fin.

Soldado bocazas

Artajerjes, altivo, se esforzó por convencer a los persas de que había sido él, y solo él, quien había acabado con la vida de su adversario. «Queriendo que todos creyeran y dijeran que había sido él quien había muerto a Ciro, a Mitridates, que fue el primero en tirar contra Ciro, le envió magníficos dones», añadió Plutarco. Desde un elegante traje, a montañas de joyas. A cambio, eso sí, el soldado debía olvidarse de su heroicidad y asegurar que solo había presentado al rey los arreos del caballo del general muerto. Leve mentira a cambio de hacerse rico.

O eso parecía. Y es que, semanas después, durante un gran banquete, Mitridates terminó por irse de la lengua con un eunuco.

–Bellísimo es, oh Mitridates, ese vestido que te dio el rey. Bellísimos igualmente los collares y demás adornos. Pero más precioso el alfange.

–¿A qué te refieres, oh Esparamixes? De mayores y más preciosos dones de parte del rey me hice yo digno aquel día.

–Nadie te lo disputa, oh Mitridates, pero dicen los griegos que la verdad es compañera del vino. ¿Qué cosa tan grande y tan brillante es, amigo mío, encontrarse en el suelo los arreos de un caballo, e ir después a presentarlos?

–Vosotros diréis todo lo que queráis de arreos y de tonterías. Lo que yo os aseguro sin rodeos es que Ciro fue muerto por esta mano, porque no tiré flojamente y en vano, sino que erré por poco del ojo y, acertándole en la sien, lo derribé al suelo, habiendo muerto de aquella herida.

Aquel fue su fin. Cuando el monarca se enteró, mandó ejecutar al soldado, y de la forma más brutal que conocía.

Habla Plutarco

Plutarco es la fuente principal de la que beben los historiadores para explicar una práctica tan turbia como el escafismo. En 'Vidas paralelas', el historiador griego dejó escrito que el monarca persa «mandó, pues, que a Mitridates se le quitara la vida» mediante una cruel tortura: «haciéndole morir enartesado». No estaba el nombre puesto al albur, pues el martirio se llevaba a cabo a golpe de dos grandes cajones de madera –artesas– utilizados en origen para amasar pan. El uso de barcas, barriles y demás artilugios cuesta perseguirlo a nivel histórico. Vaya usted a saber.

Y hete aquí que arrancaba la locura. Siempre en palabras de Plutarco, se tomaban «dos artesas hechas de manera que se ajusten exactamente la una a la otra» y se introducía en la primera al penado. A continuación, «traen la otra y la adaptan de modo que queden fuera la cabeza, las manos y los pies» del desgraciado en cuestión. Con el reo acomodado –¿se puede estar cómodo en espera de la muerte?–, el verdugo le encajonaba en la que iba a ser su tumba de madera.

La última parte de la tortura era la más dulce... «En esta posición le dan de comer. Si no quiere, le precisan punzándole en los ojos. Después de comer le dan a beber miel y leche mezcladas, echándoselas en la boca y derramándolas por la cara», escribió Plutarco. Con el estómago lleno, el reo era abandonado al sol «de modo que este le dé en los ojos». Y así, tras algunas horas, se obraba la triste magia. «Toda la cara se le cubre de una infinidad de moscas. Como dentro [de las artesas] hacen sus necesidades los que comen y beben, de la suciedad y la podredumbre de las secreciones se engendran bichos y gusanos», añadió el cronista.

Esta legión de insectos se introducía en el cuerpo del prisionero por las cavidades lógicas y obraban su magia comiéndoselo vivo. Así acababa su vida, entre excrementos, miel y un dolor estremecedor. «Cuando se ve que el hombre está ya muerto, se quita la artesa de arriba y se halla la carne carcomida, y en las entrañas, enjambres de aquellos insectos pegados y cebados en ellas», completó Plutarco. Mitridates, añadió el cronista, duró 17 jornadas de esta guisa. Nada que ver con los escasos segundos que, siglos después, separaban a un condenado de la muerte en la Francia de la guillotina.

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