Torturas y experimentos humanos: tres vestigios de la barbarie republicana en la Guerra Civil
Desde las 'celdas psicodélicas' del inhumano Laurencic, hasta los restos de imágenes de santos fusiladas por las FAI en 1936

Un azulejo roto, el viejo cartel de una celda y hasta la escena de una película; y es que, en las 'checas' republicanas llegó a proyectarse el instante en el que se raja un ojo con una navaja en la película 'Un Chien Andalou' de ... Luis Buñuel para estremecer a los reos. Más de ocho décadas después de que los bombarderos dejasen de vomitar fuego sobre una España en llamas, todavía se cuentan a manos llenas los objetos que nos recuerdan la barbarie que se vivió en nuestro conflicto fratricida. La obra coral 'La Guerra Civil española en 100 objetos' recopila una infinidad de ellos, otros tantos de los cuales evocan algunas las mucjas perpetradas por la Segunda República.
Locas celdas
Fue en iglesias y edificios religiosos, el tradicional foco de odio para los republicanos desde 1934, donde el bando gubernamental levantó sus cuatro cárceles más espeluznantes. El 1938, con la Guerra Civil en sus últimos estertores, el Servicio de Inteligencia Militar instaló en Barcelona y Valencia un novísimo tipo de celda que, según varios expertos en el conflicto, buscaba torturar psicológicamente a los reos y favorecer que los interrogados cantaran cual pajarillos. Los autores de 'La Guerra Civil española en 100 objetos' recuerdan en la mencionada obra que todavía no existen pruebas sobre blanco de sus objetivos, pero también que las dudas sobre la función de los cubículos son escasas.
La realidad es que las torturas psicológicas que se implementaron en estas celdas fueron estremecedoras. «Las piedras de hormigón del suelo fueron puestas para hacer tropezar a los prisioneros cuando intentaban pasear, y la cama, una losa con un ángulo de inclinación del veinte por cien, garantizaba que cayeran al suelo al tumbarse», desvelan los autores. Y no era lo único. Las llamadas 'celdas psicodélicas' también incluían un reloj en el que las horas pasaban a toda velocidad y cuyo metrónomo sonaba de forma descoordinada. La idea, según explica Antoni Batista en 'Historia de un comisario franquista', era que el reo se mareara y perdiera la noción del tiempo.

Pero la locura no terminaba ahí. Las 'celdas psicodélicas' o 'celdas de colores' albergaban muchos más secretos. «Basaban el tormento en la fijación de la vista en rectas, curvas y tonos agresivos que concentraran la mirada, marearan e hicieran que la víctima perdiera la noción del espacio», explica Batista. En ocasiones, y por si todo esto fuera poco, esta alocada sinfonía se complementaba con una luz potente, una sirena y zumbidos constantes. «Solo a través de la exageración de los sentidos, la belleza, que es su destino de captación natural, se mutaba en una fealdad que hería», completa el autor. Aquello se complementaba con torturas manuales con técnicas tan clásicas como quemar la piel con un soplete o electrocutar al prisionero de forma no letal.
Los testimonios que atestiguan las torturas se cuentan por decenas. El periodista Manuel Tarín Iglesias, afiliado a Falange Española, fue detenido por el Servicio de Inteligencia Militar en abril de 1938 y llevado por la fuerza a la checa de la calle Muntaner. Allí sufrió todo tipo de tropelías, como bien narró en sus memorias: «Los interrogatorios tenían su ceremonial, violento al principio, que iba en aumento según la locuacidad del preso y, naturalmente, de acuerdo con lo que los chequistas sabían del interrogado. Era necesario resistir el primer envite, tratar de intuir lo que sabían. En caliente, una segunda paliza era menos dolorosa, pero más aterradora». Y como él, otros tantos.
Si bien las torturas eran tan antiguas como la Península Ibérica y no necesitaban de genios que las perfeccionaran, no ocurría lo mismo con las 'celdas de colores'. Su artífice fue Alphonse Laurencic (1902-1939), un antiguo músico de jazz que, tras comenzar la Guerra Civil, se unió a la CNT primero y a los servicios secretos republicanos después. Arquitecto también de las famosas 'checas', fue acusado por el franquismo de perpetrar las «múltiples torturas físicas y morales que sufrieron los prisioneros» del bando Nacional durante el conflicto. La dictadura, ávida siempre de cargar contra la república, utilizó de manera propagandística su juicio y le fusiló el 9 de julio de 1939.
Odio a la religión
Las páginas de 'La Guerra Civil española en 100 objetos' esconden también una imagen estremecedora si se analiza en su contexto: una placa que representaba a Santa Inés rota en decenas de pedazos. Y no por accidente, sino por las balas de un pelotón de fusilamiento de la Federación Anarquista Ibérica ansioso por destruir cualquier representación religiosa en España durante la Guerra Civil. Cada uno de estos trozos, hallados por Placid García-Planas cerca de Barcelona, atestiguan el odio al clero que se instauró en el bando gubernamental desde el mismo momento en el que la tricolor republicana se alzó en la Puerta del Sol de manos del teniente de Ingenieros Pedro Mohíno Díez.
El odio contra este azulejo pintado en el siglo XVIII supuso la enésima ola de un maremoto azuzado desde una prensa republicana que llamaba a asir los rastrillos contra la Iglesia; institución convertida en vulgar hombre de paja o enemigo único, en terminología del ministro de propaganda Joseph Goebbels. Valga el editorial escrito por el periódico 'Solidaridad Obrera' en 1937 para entender la dimensión que había adquirido la destrucción de imágenes religiosas en la Guerra Civil: «Hemos encendido la antorcha aplicando el fuego purificador a todos los monumentos que, desde hacía siglos, proyectaban su sombra por todos los ángulos de España, las iglesias, y hemos recorrido las campiñas, purificándolas de la peste religiosa». Curioso eufemismo para hablar de destrucción...
García-Planas recoge varios ejemplos de destrucción de reliquias en las páginas de esta obra coral. En Aýna, por ejemplo, los milicianos cargaron con las imágenes religiosas desde una iglesia y las llevaron hasta una lidia de toros. Allí, dejaron que los animales arremetieran una y otra vez contra ellas. Los sacerdotes que intentaron detenerlos fueron pasados por el fusil. En la Alcarría Alta sucedió otro tanto. En Azañón, por ejemplo, simularon con ornamentos destinados al culto una corrida de morlacos para, a continuación, quemar decenas de iconos y arrastrar muchos más por la carretera. Y en Tomellosa, en Guadalajara, se fusilaron azulejos y estatuas. Los artífices, según desvela Fernando Bermejo en sus muchos informes sobre la guerra, fueron milicianos, soldados del Ejército Popular o miembros de la casa del pueblo.
«Hemos encendido la antorcha aplicando el fuego purificador a todos los monumentos que, desde hacía siglos, proyectaban su sombra por todos los ángulos de España, las iglesias, y hemos recorrido las campiñas, purificándolas de la peste religiosa»
Solidaridad Obrera
Sobre el papel, y en términos propagandísticos, la República creó el 23 de junio de 1936 la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico. La organización, renombrada el 2 de agosto siguiente como Junta de Conservación y Protección, tenía el objetivo de proteger todas aquellas representaciones artísticas en riesgo de ser destruidas para, una vez acabado el conflicto, devolverlas a sus lugares de origen. En la práctica, sin embargo, sirvió de poco. Y es que, como bien explica Bermejo en 'La persecución religiosa durante la Guerra Civil', hubo una ingente cantidad de milicianos exaltados que «entendieron de forma errónea lo que debía ser una 'revolución popular' y se dedicaron a atentar contra el patrimonio eclesiástico, destruyendo y quemando todo aquello que olía a incienso».
El caso más estrambótico fue la prohibición de La Patum de Berga en 1936. «Es un popularísimo ritual de fuego, ángeles y dragones con el que esta ciudad del Prepirineo catalán celebra desde hace siglos el final del Corpus Christi», explica el autor de 'La Guerra Civil española en 100 objetos'. El Comité Antifascista sugirió incluso quemar todo el bestiario medieval presente en la plaza del pueblo por considerar que estaba ligado de forma íntima a la religión. Aunque tampoco se queda atrás la supresión durante el conflicto de la cabalgata de los Reyes Magos en Valencia y su sustitución por imágenes comunistas y hasta un busto de Indalecio Prieto.
Sacas olvidadas
Dos grandes columnas color crema coronadas por sendos faroles hacen las veces de centinelas y protegen la entrada al Cementerio de los Mártires. En su interior, una infinidad de cruces levantadas sobre siete fosas comunes recuerdan a los asesinados en Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz. «En los últimos años, los conejos que corren entre las cruces situadas a los pies del cerro de San Miguel han hecho aflorar rosarios y medallas pertenecientes a las fosas», explica la profesora Sofía Rodríguez López en 'La Guerra Civil española en 100 objetos'. Para ella, este camposanto bien merece un recuerdo en el libro. Y no le falta razón, pues es menester que jamás pase de puntillas por la historia una de las mayores tropelías de la Guerra Civil.
Su origen se halla en noviembre de 1936, mes en el que las fuerzas Nacionales pusieron en jaque a la Segunda República al plantarse en las cercanías de Madrid. La amenaza palpable de ver la capital en manos enemigas provocó que Francisco Largo Caballero, cabeza del gobierno, pusiera pies en polvorosa con su ejecutivo en dirección a Valencia y dejara el mando en manos de una Junta de Defensa dirigida por el general Miaja. Como Consejero de Orden Público fue elegido Santiago Carrillo, responsable de facto de la seguridad de los miles de prisioneros encerrados. A ambos les surgió entonces una triste disyuntiva: ¿qué diantres hacer con aquellos hombres? Entre las opciones se barajó su traslado para evitar que formaran una Quinta Columna que atacara la ciudad desde el interior.

Pero, en lugar de ser llevados a otras prisiones, miles y miles de reos fueron cargados en camiones o autobuses de dos pisos y dirigidos, entre otros tantos lugares, a la vega del Jarama para ser fusilados. Todavía se desconoce el responsable; para unos, Carrillo, para otros, la exaltación miliciana. Expertos como el reconocido hispanista Ian Gibson (autor de 'Paracuellos, cómo fue: la verdad objetiva sobre la matanza') insisten en que las cabezas pensantes de aquel despropósito fueron los asesores soviéticos que aconsejaban a la Segunda República; personajes como Mijail Kolstov, conocido como el agente personal de Stalin en España, que defendieron la imposibilidad de escoltar a tal gentío hasta un lugar seguro.
En palabras de Rodríguez López, casi dos mil personas fueron fusiladas a sangre fría entre el 7 y el 9 de noviembre de 1936. Y varios cientos más, hasta el 3 de diciembre. La mayoría eran oficiales y soldados, pero también religiosos y chavales adscritos a tal o cual partido considerado de derechas. «Las ejecuciones en masa corrieron a cargo de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia, quienes leían los nombres de los elegidos en las galerías de la cárcel Modelo, San Antón, Ventas y Porlier. Después, se les despojaba de sus enseres personales y se les subía, atados, a los autobuses», añade la experta.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete