Mitos, leyendas y verdades sobre la medicina en los navíos de guerra españoles del siglo XIX
Lo más habitual era que la enfermería la regentara un cirujano-médico encargado de luchar contra las dolencias más leves para devolver a los marineros al combate
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La batalla de Trafalgar
La vida de los embarcados en los navíos españoles transcurría bajo tensión constante. En la práctica, cualquier momento era propicio para encontrarse cara a cara con la fría guadaña de la Parca. Aunque los mayores riesgos para la integridad física arribaban en el fragor ... de la batalla. Durante el combate, los marineros y los soldados personados en la cubierta del navío solían visitar a los 'matasanos' cuando una bala les impactaba en las extremidades, pero también cuando una astilla perdida reducía a la mitad el número de ojos útiles en la cara. Gajes del oficio.
Sin embargo, tampoco estaban exentos de un viaja a la enfermería aquellos que, en las tripas de estos colosos de madera, participaban en una labor tan compleja como la recarga de una pieza de artillería. En ese caso, podían sufrir fracturas o contusiones.
Golpes y traumas
Este tipo de heridas eran las conocidas como enfermedades traumáticas, y de su tratamiento se encargaba en aguas españolas –y hasta el siglo XVIII– el cirujano. En la práctica, este personaje era un especialista en coser, rajar y, sobre todo, amputar miembros; el remedio por excelencia en los navíos.
«En esa época aún existía diferencia entre médicos y cirujanos, aunque para el combate se prefería la formación quirúrgica a la médica ya que las principales enfermedades eran traumáticas», explicaban, allá por 2015, y en declaraciones para ABC, el capitán de navío de la Armada Española e historiador José María Blanco Núñez y el teniente coronel farmacéutico y por entonces jefe de los servicios farmacéuticos de la Armada en Ferrol Francisco Javier Pallarés Machuca.
Con todo, también podía darse el caso de que el encargado de tratar los hachazos y cañonazos fuera un médico-cirujano, un profesional que se encargaba tanto de cortar una pierna como de curar un resfriado. «Si había estudiado en el Real Colegio de Cirugía de Cádiz su formación era tanto quirúrgica como médica. Terminaban sus estudios como Médico-Cirujanos desde el año 1791, en que se aprobó la unificación de las dos facultades solo para los alumnos de ese Colegio», completaban ambos expertos.
Y, para tratar este tipo de heridas, contaba con múltiples herramientas que, más que utensilios médicos, parecían los aperos de un carnicero: las conocidas como 'cajas de cirugía'. Aquellos maletines eran el corazón de las curas en los navíos de línea de Su Majestad. «Las 'cajas de cirugía' debían ser embarcadas por ellos y llevaban todo lo necesario para su trabajo: lancetas, tijeras, pinzas, tablas de inmovilizar fracturas, jeringas, sierras de amputación, rígidas o de cadena, fórceps, escalpelos, catéteres de metal, etc.», completaban Núñez y Machuca.
Sin embargo, la prioridad del médico-cirujano durante la batalla no era salvar vidas, sino devolver soldados a cubierta para que se batieran en nombre de España. «Lo importante era que el buque siguiera combatiendo. En medicina de campaña, en términos generales, la prioridad (lógico) es devolver hombres al combate, por eso las heridas más leves son prioritarias sobre las más graves y complicadas. La enfermería se establecía en una batería baja, separando su espacio con lonas, al igual que se hacía para los camarotes de la oficialidad, el famoso cuadro de la muerte de Nelson a bordo del 'Victory', confirma este aspecto», añadían los militares.
A pesar de todo, y como bien señalaban Núñez y Machuca, acudir a la enfermería solía significar, en multitud de casos, la diferencia entre vivir para combatir un día más o morir heroicamente por el país: «La supervivencia dependía del tipo de trauma, a qué nivel se producía y si se presentaba o no infección u otro tipo de problema, pero en general sobrevivían bastantes, si bien no hay cifras estadísticas».
Otras dolencias
Pero las reyertas no eran lo único que obligaba a los capitanes a llenar ataúdes, pues el día a día traía consigo decenas de mortales e invisibles acompañantes: las enfermedades. Las que más daños solían causar entre los tripulantes eran las provocadas por la escasez de limpieza a bordo, aunque no eran las únicas. «Por la falta de ventilación, aireación y salubridad en los sollados, las enfermedades más usuales eran las que afectaban principalmente al aparato respiratorio y también las higiénicas», destacaban los expertos.
Las largas travesías daba como resultado el escorbuto, una dolencia que solía aparecer entre los navegantes debido a que su dieta era muy pobre en vitamina C, presente principalmente en cítricos, frutas y verduras. Esta afección generaba manchas en la piel y provocaba desde severas hemorragias en nariz y encías hasta la pérdida de dientes. A su vez, también era habitual la aparición de la fiebre amarilla –la cual llevaba al afectado a vomitar sangre e, incluso, a tener delirios y fiebre– o la peste –que se manifestaba mediante fiebre, convulsiones y, dependiendo de su variedad, dificultades respiratorias o sangrados–.
«Con los medios que llevaban y ante enfermedades médicas (no traumáticas) importantes (Tisis, Neumonía, etc.) poco podían hacer con los medios (medicamentos) que disponían. Para la fiebre amarilla y la peste, y hasta la aparición de los anti-infecciosos, no había tratamiento etiológico (contra la causa) por lo que solo se trataban los síntomas», completaban Núñez y Machuca.
El caso del escorbuto era diferente, pues sí disponía de una cura que se podía aplicar estando en tierra. «Para otras enfermedades, como el escorbuto, si se había encontrado solución. Se sabía que los cítricos lo curaban, pero a la semana de navegación estos comenzaban a pudrirse. Un médico de la armada decidió hervir zumo de naranja a finales del XVIII, pero ese precedente de la 'pausterización' fracasó porque la vitamina C se destruye por encima de los 60º C.», finalizaban los expertos españoles.