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¿Pudo Gibraltar volver al Imperio español? La batalla para deshacer la mayor afrenta de Inglaterra

En agosto de 1704, Blas de Lezo tuvo su bautismo de fuego durante la batalla de Vélez-Málaga, el primer intento de devolver la región a España

Este fue el emperador español que hizo realidad el deseo incumplido de Julio César

'The battle of Vélez-Málaga', de Isaac Sailmaker ABC
Manuel P. Villatoro

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Se llamaba don Blas de Lezo y Olavarrieta, y la historia le conoce por dos cosas: haber defendido Cartagena de Indias frente a una colosal flota inglesa al mando de Edward Vernon, y por sus achaques –aquello de ser cojo, manco y tuerto–. Hasta aquí, lo explicado una y mil veces. Sin embargo, pocos saben que el insigne héroe rojigualdo recibió su bautismo de fuego en la contienda de Vélez-Málaga allá por agosto de 1704. Una contienda en la que España quiso recuperar Gibraltar a sangre y fuego por primera vez durante la Guerra de Sucesión; y una contienda en la que le tuvieron que amputar la pierna tras un certero disparo ‘british’. Gajes del oficio.

Gibraltar

Conocer las causas que provocaron la contienda nos obliga a retroceder hasta el año 1700. La misma época en la que España andaba a sablazos después de que Carlos II falleciera y dejara el trono huérfano tras no lograr engendrar retoño alguno. El triste suceso, que no debía tener en principio mayor repercusión debido a que el monarca designó como su sucesor a Felipe de Borbón, terminó por provocar la llamada Guerra de Sucesión cuando varias naciones trataron de imponer como rey al Archiduque Carlos, de la casa Austria. La contienda no pudo ser más propicia para nuestra eterna enemiga, la pérfida Albión. Ansiosa de molestar lo más posible, Inglaterra dio su apoyo al Archiduque e inició una campaña de acoso por mar que, entre otros tantos objetivos, buscaba desesperadamente hacerse con la todavía rojigualda Gibraltar.

Para desgracia española, los 'british' lograron su objetivo en 1704, cuando el almirante George Rooke, ferviente seguidor de los golpes de mano, plantó sus naves anglo-holandesas ante el peñón y logró arrebatárselo a los escasos 70 valientes que defendían la ciudad. La bandera enemiga fue enarbolada el 4 de agosto para indignación de una valiente guarnición que se negó a rendirse a pesar de las continuas ofertas enemigas.

Como reacción a esta dolorosa afrenta al territorio español, Felipe V respondió organizando una flota franco-española a las órdenes del mencionado conde de Toulouse y del veterano Jean D'Estrées como segundo. Según explica el doctor en historia Gonzalo Quintero Saravia en 'Don Blas de Lezo. Biografía de un marino español' (Edaf, 2016), a sus órdenes puso un centenar de buques. Un total de «51 navíos de línea de entre 70 y 100 cañones cada uno, 6 fragatas, 8 naves incendiarias, varias decenas de barcos de transporte y 12 galeras». La flota resultante aunaba, en definitiva, 3.577 cañones y 24.000 hombres.

El guardiamarina Blas de Lezo

¿Dónde sentaba sus reales Blas de Lezo como guardiamarina? Según Quintero Saravia, en el 'Foudroyant', la capitana gala de 104 cañones. Es decir: el bajel que tenía la responsabilidad de mantenerse estoico y repartir órdenes –las pocas que podían darse en plena contienda debido al caos que se creaba entre los aliados. Por entonces su tarea distaba mucho de la que tendría que acometer casi cuatro décadas después en Cartagena de Indias. «El papel de don Blas como guardiamarina estaría circunscrito a asegurarse de que el fuego de las piezas puestas a su cargo fuese constante», añade el experto.

Según explica el conocido historiador Cesáreo Fernández Duro en su obra decimonónica 'Historia de la Armada Española desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón', el número de bajeles enviados por Felipe V desde Francia y la rapidez con que se ordenó su partida (el 22 de agosto salieron de Tolón para enlazar con los nuestros) indica el duro golpe que supuso la pérdida de Gibraltar para la España borbónica:

«Nada indica el efecto producido en las cortes de Francia y de España por los avisos de la pérdida de Gibraltar, mejor que las determinaciones inmediatamente adoptadas para contrarrestar un golpe tan sensible, entre las cuales fue la principal aventurar en la mar batalla que, a tener éxito satisfactorio, alejaría del Estrecho a las escuadras de los aliados y daría probabilidad al recobro de la plaza antes de que pudieran ponerla en buena custodia».

El problema es que los ingleses no estaban tampoco dispuestos a perder aquel bastión que daba acceso al Mediterráneo. Y lo demostraron saliendo de Gibraltar con su propia armada para detener las pretensiones franco-españolas. Un objetivo nada descabellado, atendiendo a la cantidad de bajeles que atesoraban Rooke y su segundo, Shovel. «La flota anglo-holandesa estaba compuesta por 70 navíos de línea, varias fragatas, con un total de 3.600 cañones y casi 23.000 hombres», añade Quintero Saravia. Como curiosidad habría que decir que entre aquella ingente cantidad de marineros se hallaba Edward Vernon, el futuro némesis de nuestro Lezo.

Las tortas, como explica Duro, comenzaron ese mismo día: «El domingo 24 de Agosto se avistaron, sin haberse separado más de 30 36 millas del puerto, comenzando enseguida el combate». A efectos prácticos, la batalla se desarrolló como solía ser habitual en la época: ambas escuadras formaron dos líneas y se dedicaron a darse de cañonazos hasta la saciedad. Todo ello, eso sí, fue acompañado de constantes intentos de flanquear al enemigo. Así explica el historiador español el combate en un escueto párrafo de su extensa obra:

«Serían las diez de la mañana cuando los anglo-holandeses, que estaban barlovento, arribaron sobre los enemigos atacaron la vanguardia distancia de medio tiro de cañón, generalizando la pelea poco en toda la línea. Resistió muy bien la francesa con vivísimo fuego, sin notarse en una ni otra parte síntomas de ceder en el empeño. Algunos navios franceses de la vanguardia se salieron de la línea, pero hiriéronlo también otros contrarios y en nada influyeron los casos parciales en la pelea general, prolongada hasta que la obscuridad la suspendió».

Duro final

El papel de Blas de Lezo sobre la capitana inglesa lo especifica Quintero Saravia en su obra. En sus palabras, es difícil saber dónde se hallaba el vasco. Con todo, solo había dos posibilidades. La primera era que mandase un batería ubicada sobre la cubierta del bajel. «En este caso, además del riesgo del fuego artillero estaban también los disparos de mosquete y fusil que, desde los mástiles enemigos, disparaba la infantería de marina». La segunda es que hubiese sido destinado bajo cubierta. Una posición que albergaba también muchos riesgos ya que las astillas que saltaban como resultado de los impactos «se convertían en metralla» que podía «destrozar la cara» a los marinos y provocar infecciones tras incrustarse en la carne.

Por su parte, en el diario que Francisco Jiménez Alfaro-Giralt atribuye al propio Blas de Lezo en su obra 'Málaga, bautismo de sangre y fuego de Blas de Lezo', el marino especifica de esta forma su participación:

«Se desencadenó una lucha atroz, los cañones no cesaban de rugir y yo me encontraba inmerso en un mundo de humo, sudor y metralla y aunque hacía todo lo posible por disimularlo, me sentía apresado por el miedo lógico, que puede sentir en tan cruenta batalla un chico de quince años. Para luchar contra esta especie de pánico y cumplir con mi deber, empecé a ir de un cañón a otro por el breve espacio asignado a mi batería, animando de continuo con grandes gritos de entusiasmo, a los artilleros a quienes debía coordinar, mis voces y gritos, unidos a los comentarios optimistas con los que trataba de animarlos, resultaron bastante útiles para estimular aún más el espíritu de combate de aquellos avezados marinos, hasta el punto que al aumentar notablemente su cadencia de disparos, sus continuas andanadas velozmente repetidas se hicieron notar en toda la banda de babor».

Retrato de Blas de Lezo, el héroe de Cartagena de Indias ABC

Blas de Lezo se mantuvo estoico a pesar de ser un novato metido en plena refriega. Al menos, hasta que la desgracia se cernió sobre él y una bala disparada desde un bajel inglés le destrozó la pierna izquierda por debajo de la rodilla. Para entonces, había pasado una hora desde el comienzo de la contienda. Tras recibir aquel impacto, fue trasladado hasta el interior del buque insignia, donde se hallaba la enfermería. Se podría decir que tuvo suerte, pues en la capitana se hallaba uno de los mejores cirujanos de toda la flota. Algo que, por otro lado, tampoco era sinónimo de seguridad. «En aquella época, y así seguiría siendo hasta que la ilustración trajese mejoras en la organización de la Sanidad Militar, se trataba de una persona con unos conocimientos médicos muy rudimentarios», añade Quintero Saravia.

Según el autor, el médico no tardó en entender que solo había una posibilidad: amputar lo poco que quedaba de la pierna: «La clave de todo era la rapidez. SI la operación duraba demasiado, la pérdida de sangre podía hacer que el paciente entrase en estado de shock, con lo que las ya no muy grandes posibilidades de recuperarse se reducían». Por si fuera poco, una vez que la extremidad estuviese amputada, era necesario cauterizarla a toda prisa para evitar la exposición de la carne al «antihigiénico medio ambiente».

El procedimiento que el cirujano utilizó con Blas de Lezo fue similar al que aplicaba en todas las amputaciones. En primer lugar, y haciendo uso de un cuchillo muy afilado, cortó poco a poco los restos de carne que todavía colgaban de su pierna bajo la rodilla. Después separó el hueso entre la tibia y el peroné con una sierra. Finalmente, sumergió el muñón en brea caliente para evitar infecciones. Parece ser que nuestro héroe aguantó de forma estoica aquel cruel proceso, como bien señala Saravia: «Tanto fue así, que el comandante en jefe, […] el conde de Toulouse, quien también resultaría herido, le dirigió una carta en la que alababa su comportamiento al tiempo que daba cuenta de ello al mismo rey Luis XIV».

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