JUICIO DEL ALVIA, 9 AÑOS DESPUÉS
«El ruido y el humo fueron como los de las Torres Gemelas»
REGRESO AL BARRIO DE ANGROIS
Nueve años después del accidente, los vecinos de Angrois pasarán de ser 'héroes' a testigos de un juicio que, para la mayoría de ellos, llega tarde . «La película de terror la tengo yo en mi cabeza. Y no va a salir de ahí»
ABC accede al sumario del caso: Los cien segundos que explican el accidente en la curva de A Grandeira
El maquinista, desde la cabina: «Esto es inhumano (...) ya le dije al de seguridad que esta curva era peligrosa»
Galicia
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Iniciar sesiónUn estruendo seco, metálico, marcó un antes y después en la vida de los vecinos de Angrois. Son poco más de cincuenta, habitantes de un barrio de casas bajas con huerto, en el límite de la capital gallega con el municipio limítrofe. Todos se ... conocen y se ayudan, como marcan las leyes no escritas de este tipo de vecindarios en los que las manos tendidas se multiplican cuando se producen desgracias. Lo que no sabían los habitantes de Angrois es que el peor accidente de la historia ferroviaria de este país iba a tener la plaza de su pueblo como epicentro. Tampoco podían sospechar que su primera reacción tras el impacto, la de bajar a las vías saltando las barreras de metacrilato que los separaban de los vagones, los convertiría en 'héroes'. Y mucho menos se iban a imaginar que el horror de lo vivido les seguiría empañando los ojos casi una década después.
El hartazgo de este barrio con el descarrilamiento que los hizo mundialmente conocidos es evidente. Pocos quieren hablar ya, y mucho menos a las puertas de un proceso judicial que los obligará a reabrir unas heridas que siguen punzando. Muchos de ellos deberán declarar en el juicio que arranca el miércoles en la Audiencia provincial de Santiago y que sentará en el banquillo de los acusados al maquinista del convoy y al exjefe de seguridad de Adif, que se enfrentan a una petición de cuatro años de prisión cada uno por 80 delitos de homicidio y 145 de lesiones. Pero, se quejan los de Angrois, «no tenemos nada que contar». Para ellos, la respuesta judicial llega tarde. Quien habla es Evaristo, el hombre que ayudó al conductor del tren a salir de la cabina y que lo llevó a una zona segura, la que llamaron 'de los enfermos'. «Mi mujer y yo fuimos los primeros en bajar. Mi casa da a las vías y en cuanto oí aquel estruendo supe que había sido el tren. En un primer momento no vi a nadie en la cabina, no sabías a dónde mirar, pero después ya rompimos la ventana y lo sacamos» recuerda sobre los primeros impases de las labores de rescate. «Todo el mundo oyó el golpe y en nada éramos muchos ya en las vías, echando mano a lo que podíamos» reconoce con una fotografía de aquel momento en la mano. Pero las palabras se le agotan pronto. Revivir, coinciden todos, es doloroso e innecesario.
Mano a mano con este vecino estuvieron José y su hijo, que sacaron a decenas de pasajeros de los vagones. «El ruido y la nube de humo fueron como los de las Torres Gemelas. Justo después no se veía nada. Cuando llegamos a las vías rompimos las ventanillas con lo que pudimos, con picos, con piedras de la misma vía, y entramos», rememora con serenidad. «¿Qué otra cosa podíamos hacer» deja suspendido en el aire desde el jardín de su casa, con vistas a la curva de A Grandeira. «Fue un milagro que no se hubiese muerto ningún vecino porque en esa plaza siempre estaba sentada una mujer que vive ahí arriba, pero esa tarde orballaba» añade al tiempo que señala con el dedo la explanada en la que aterrizó uno de los vagones, que voló quince metros por encima de la vía para quedar clavado en el lugar donde los vecinos celebraban la verbena del barrio cada año. Nueve años después, ya reformada la plaza, el palco de la música que el tren derribó ha sido sustituido por un cruceiro con una fecha grabada en piedra. «24 de julio de 2013». Al lado, una marquesina protege la imagen plastificada de una niña que murió en el accidente y de su madre, también víctima mortal del siniestro. Dos vecinas la enseñan y la devuelven con mimo a su lugar. A pocos metros, la carretera por la que pasa el Camino de Santiago y que cruza la vía pide a través de una pintada hecha a ras de suelo que no se hable mientras se atraviesa ese lugar, entre lo sagrado y lo maldito: «In silence». Y nadie levanta la voz.
«Nadie quiso las mantas»
Enganchadas al enrejado que protege el puente, miles de historias resumidas en flores, carteles, pulseras o estampitas. Hay todavía fotografías de las víctimas, dedicatorias de sus familias, y mensajes que nadie se atreve a retirar. Lo que sí van desaparaciendo, aunque poco a poco y de mano de los propios vecinos, son los numerosos ramos de flores con los que cada 24 de julio se homenajea en ese lugar a las víctimas. Es un acto sobrio, siempre a la misma hora del impacto, en el que las miradas se pierden en el tren que pita a su paso por A Grandeira. Pero la verdad es que en este barrio compostelano donde todos se conocen no hacen falta aniversarios para que la tragedia despierte. En realidad, admiten algunos, nunca se ha dormido. Al profundizar en la conversación y coger confianza salen a relucir los vecinos que tuvieron que ir a terapia por el shock vivido. Lo más humano teniendo en cuenta cómo se truncaron sus realidades, su tranquila cotidianidad. «Aquí no se podía vivir, fueron semanas de mucha gente yendo y viniendo, las televisiones, los trabajos para limpiar las vías... yo dejé abierto el baño para que lo usara quien lo necesitase, o se conectasen a la corriente, y me fui a casa de mi hija, no quería estar aquí» manifiesta una vecina, Maricarmen, que bajó a las vías todas las mantas y sábanas que pudo. «Después nos las devolvieron lavadas, pero nadie las quiso...» se emociona.
La conversación con los vecinos no es fácil y deja a la luz un trauma difícil de remontar. Ellos salvaron a decenas de personas de morir entre el amasijo de hierros y cables en el que se convirtió el Alvia, pero también conservan en la retina imágenes difíciles de gestionar. Mirando la cuesta que sube de la vía a una de las calles del pueblo, justo delante de su huerta, una vecina se pregunta cómo una pasajera pudo escalar esa columna de piedras, ayudada por dos vecinas, hasta llegar arriba. «Fue llegar, echarse hacia atrás, virar de color y morirse» zanja con sequedad. Quienes la oyen asienten con la cabeza baja porque también estaban allí, cada uno pendiente del drama personal de gente a la que nunca habían visto, pero que no los olvida. «Muchos volvieron aquí, nos dieron las gracias, incluso nos han dado premios, homenajes, pero nosotros no queremos saber nada. Hicimos lo que había que hacer y ya está» repiten sabedores de que en los próximos días toda la atención mediática volverá a recaer sobre ellos.
Aquí no ha cambiado nada
La misma gente que arrancó las puertas de sus casas para usarlas como camillas se estremece ahora pensando en reabrir un tema del que ya casi no se habla en las calles de este pequeño barrio, con esencia rural. «Fue una película de terror. Pero esa película de terror la tengo yo en mi cabeza y no va a salir de ahí» explica con crudeza un vecino que hace tiempo que se niega a comentar ese día. Él auxilió, como tantos otros, hasta que llegó «la caballería», pero no quiere verbalizarlo. El suyo no es un caso único. La mayoría prefieren no ser grabados, aunque fuera de micros se quejan de que ellos hicieron todo lo que pudieron y ahora «nos meten en el lío del juicio, yo ya estoy cansado de contar lo que pasó». Otros van más allá y señalan a la clase política para quejarse de que «desde el accidente aquí no cambió nada, está todo como estaba, cualquier día vuelve a pasar lo mismo y ese dolor lo llevamos nosotros dentro».
A la altura de A Grandeira, con la niebla de la mañana aún sobre las vías, uno de los vecinos más mayores pasea a su perro sin querer casi detenerse sobre el puente. Al buscar el primer recuerdo que tiene de esa tarde habla de la «arenilla que se te metía en los ojos y no te dejaba ver» justo en los minutos siguientes al descarrilamiento, que él escuchó desde su cocina. Su siguiente recuerdo salta a las 5 de la mañana cuando, agotado, se abrió camino de regreso a su vivienda entre las decenas de ambulancias, furgones de Policía y coches fúnebres que poblaron las inmediaciones. Entre medias, dice, «nada». No quedan palabras ya para tanta amargura.
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