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Sant Jordi

Mujeres: Escritoras, lectoras, protagonistas

¿Qué sería del sector editorial sin las mujeres?¡Rosa y libro para ellas!

«Joven decadenta», cuadro de Ramon Casas de 1899 R. CASAS

SERGI DORIA

¿Qué sería del sector editorial sin las lectoras? ¡Rosa y libro para las mujeres! Henry James ya lo captó en 1890 en «Retrato de una dama», un clásico reeditado en 2009 por Mondadori que siempre es un descubrimiento: la protagonista, Isabel Archer encarnaba a la mujer que sabe lo que quiere y defiende su libre albedrío frente a las convenciones de clase y género. Por aquellas fechas, doña Emilia Pardo Bazán releía las «Cartas de amor de la monja portuguesa». Publicada por Acantilado, la obra que noveló el conde de Guilleragues sobre los amores de Mariana Alcoforado (1640-1723) con el oficial francés Noël Bouton de Chamilly, reaparece en Atic del Llibres con el epílogo de la autora de «Los pazos de Ulloa».

No se asusten. Esta crónica cultural no va a cultivar la retórica feminista que horrorizaba a Natalia Ginzburg: «Una escritora es una escritora. Te preocupas de escribir. No se trata de hombres o mujeres. Las feministas me parecen irritantes, blandiendo esas antologías de mujeres escritoras, como si existiese una diferencia. Te sientas, escribes, no eres una mujer o una italiana. Eres una escritora». Para comprender de qué estamos hablando, conmemoremos el centenario Ginzburg de la mejor manera: con «Todos nuestros ayeres» y «Léxico familiar» –dos obras de clave autobiográfica sobre la Italia que transitó del fascismo a la guerra– y «Las tareas de casa y otros ensayos». Publica Lumen con prólogos de Elena Medel. De la filosofía de Ginzburg –y eso va dirigido a quienes siguen obsesionados por saber si Elena Ferrante es hombre o mujer– bebe Flavia Company en «Haru» (Catedral), novela de aprendizaje de una quinceañera nipona que recorre el camino del ser para reconocerse mediante la humildad. «Haru somos todos», advierte la autora.

El siglo XX fue el de las mujeres y el XXI el de las mujeres acosadas por el islamofascismo

El siglo XX fue el de las mujeres y el XXI el de las mujeres acosadas por el islamofascismo. A veces, el reconocimiento social acaeció en situaciones límite. En «La guerra no tiene rostro de mujer» (Debate), la Nobel Svetlana Alexiévich agavilla doscientos testimonios femeninos de la Segunda Guerra Mundial: «A los hombres desde que son niños se les dice que tal vez, de mayores, tendrían que disparar. Nadie les enseña eso a las mujeres...». Casi un millón, enroladas en el Ejército Rojo. Denominaciones como «conductor de carro de combate», «infante» o «tirador» habían de cambiar de género.

En 1917, la gallega Sofía Casanova, enviaba a ABC, sus crónicas sobre la Revolución Bolchevique. En «Azules son las horas» (Espasa), Inés Martín Rodrigo novela los trabajos y días de esta mujer que, al igual que Alexiévich, aplicó otra mirada a las guerras: el sufrimiento de las víctimas de la Historia.

Guerras, golpes de estado permanentes y psicópatas del integrismo campan por África. En «La flor púrpura» (Random House) Chimamanda Ngozi Adichie nos adentra en los microclimas de las casas nigerianas. La autora contrapone el dogmatismo religioso del padre de la protagonista con la alegría y el olor a curry de la casa de tía Ifeoma, donde «la risa siempre estaba presente».

No todo son feminidades modélicas. O si no, conozcamos a Caridad Mercader, la madre que convirtió a su hijo Ramón en un robot al servicio de Stalin. El aprendizaje culminó en 1940 con el asesinato de Trotsky a golpes de piolet y veinte años en las prisiones de México guardando la ley del silencio. Después del reportaje «Asaltar los cielos», llega «El cielo prometido» (Ariel). A partir de un encuentro con Luis Mercader, el otro hijo de la Macbeth soviética, Gregorio Luri siguió los pasos de esta mujer de raíces cubanas que hizo apostasía de su clase burguesa para ponerse al servicio del mayor genocida del siglo XX. De la perversidad comunista nos habla Svetlana, la hija del dictador que acabó huyendo a Estados Unidos y cuya trágica peripecia evoca Mónica Zgustova en «Las rosas de Stalin» (Gal. Gutenberg).

Campos minados

El territorio matrimonial se parece mucho a los campos minados y la guerra de guerrillas. En «L’aniversari» (Columna), Imma Monsó nos pone ante una pareja en la disyuntiva de cortar o seguir soportándose. Queda, todavía, una segunda oportunidad… Pasar tres semanas sin dirigirse la palabra, «de deixar enrere tantes frases rosegades, marcides, espremudes durant anys». El aniversario de la pareja puede ser un buen pretexto para empezar –o acabar– de nuevo, un viaje cuyo final no podemos desvelar.

«Te sientas, escribes, no eres una mujer o una italiana. Eres una escritora», proclamaba Ginzburg

Más territorios minados. En «Departamento de especulaciones» (Libros del Asteroide), Jenny Offill plasma con cadencia aforística los sentimientos de una mujer, consagrada a la escritura y a su hija, que ve cómo naufraga su matrimonio. Y eso que su plan de vida consistía en no casarse nunca para poder volcarse en la literatura: «Me iba a convertir en un gigante del arte. Las mujeres casi nunca acaban convertidas en uno porque los gigantes del arte solo se preocupan del arte y nunca prestan atención a las cosas prosaicas. Nabokov no era capaz ni de cerrar el paraguas. Vera tenía que pegarle los sellos».

La protagonista de «La vida i altres projectes impossibles» (Edicions 62), de la sueca Katannia Bivald experimenta una sensación parecida: a los 18 años se prometió realizar tres deseos en la vida: llevar una moto, comprarse una casa y no dejar que nadie perturbara su independencia. Diecinueve años después, sigue sin carnet, vive de alquiler y ha de cuidarse de su hija.

Más cruda es la experiencia que evoca Colm Tóíbim en «Nora Webster» (Lumen), un homenaje a la mujer que le dio el ser. Después de perder a su marido, Nora habrá de sacar adelante a sus cuatro hijos en la Irlanda de finales de los sesenta. Una madre coraje frente al naufragio familiar: «Su objetivo en aquellos meses, otoño camino del invierno, era reprimir las lágrimas, por el bien de los chicos y quizá por el suyo propio. Que llorara como sin venir a cuento les asustaba e inquietaba ahora que poco a poco iban acostumbrándose a la ausencia del padre...».

No todo son malos rollos. La fascinación artística unió las vidas de Alberto Giacometti con la prostituta Caroline, nombre de guerra de Yvonne-Marguerite Poiraudeau. El escultor le consagró los últimos seis años de vida, aunque permanecía casado y tenía pretendientes como Marléne Dietrich. En «La última modelo» (Acantilado), Franck Maubert traza la historia de aquel amor: «Los separan casi cuarenta años, él no se cansará, ella tampoco. Se amarán a su manera, con una discreción peculiar. No pueden prescindir el uno del otro; como si estuvieran imantados, se retienen, nunca se separan por mucho tiempo, hasta la prematura desaparición de Alberto».

En los años de posguerra la supervivencia familiar dependía de las artes del hilo y la aguja. Siguiendo la senda de «El tiempo entre costura» de María Dueñas, Maria Carme Roca nos presenta en «A punt d’estrena» (Columna) a Eulàlia Rovira y su ascenso de los almacenes de Can Jorba a la nómina de modelos del gran Pertegaz en la Barcelona de la posguerra. En esos ambientes nacían los «Sueños a medida» (Suma/Columna) que Nuria Pradas sitúa en los escaparates de Santa Eulalia, el templo de la moda burguesa.

Clásicos femeninos

Ya que estamos en el paseo de Gracia brindemos con champán francés. Con su ironía negra como el chocolate belga Amélie Nothomb se busca en «Petronille» (Anagrama) una compañera de borracheras y la encuentra en una de sus lectoras que comparte además la pasión por la escritura. Todo bien hasta que Petronille desvele ciertas «peculiaridades». Ser su compañera, advierte Nothomb, no será fácil: «Mientras nos emborrachábamos con Moët con motivo de Dios sabe qué manipulación literaria, expresó su urgente necesidad de ir a esquiar».

Hemos empezado con la dama de James y cerraremos esta crónica con otro clásico femenino. En el bicentenario de Charlotte Brontë, Alba reedita «Jane Eyre» (1847), una de las más turbadoras novelas del XIX: la infancia de una muchacha maltratada en internados y su paso firme en ese piélago de calamidades, hasta llegar a institutriz y concluir su vida en una gótica historia de amor. Dos años después de la muerte de Charlotte, animada por el reverendo Patrick Brontë, Elizabeth Gaskell, dio a la imprenta la primera biografía su «Vida de Charlotte Brontë». La historia de la saga Brontë es, en sí, una lección de cómo la literatura puede ayudar a soportar las afrentas de la vida. Las hermanas Brontë, ejemplo de la mujer escritora, lectora, protagonista.

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