Fernando Sánchez Dragó y Toledo
«Un tipo vitalista y erudito donde los haya que siempre tuvo a Toledo en su hoja de ruta»
Dragó, por Jon Juaristi
Allá por 1978, cuando hoy todavía nos dedicamos a buscar gazapos históricos en las series y en las novelas, Fernando Sánchez Dragó publicaba en Hiperión su torrencial «Gárgoris y Habidis», de la que a día de hoy creo que van más de setenta ediciones.
Una historia mágica de España que no sería una mala obra de consulta a pequeñas dosis, por su lenguaje a veces excesivo y barroco, para las escuelas de nuestro suelo patrio si estas fuesen mi soñada mezcla de aulario e imaginario que incentivara a los chavales a un aprendizaje creativo. Escuelas que fueran más allá de esa ansia de reproducir las cosas tal y como son en los libros de texto, y que nos hacen tropezar sistemáticamente, ya de adultos, en aquello tan desalentador, que decía irónicamente Goethe, de acabar pintando tan bien al perro que al final en vez de tener un cuadro y un perro acabamos teniendo dos perros.
El gran Torrente Ballester, en su prólogo ya apostaba por esa mezcla de rigor e imaginación que Sánchez Dragó destiló durante toda su vida. Lector ávido y voraz escribe «Gárgoris y Habidis» a borbotones, desparramado pero documentadísimo, sin pararse con hueras causalidades o vaniloquios. Con esa incorrección y libertad dragoniana que nos pica tanto porque nos hace patentes esas mollas y corsés íntimos que tanto nos incomodan y condicionan.
Y obviamente, en ese recorrido por esta España Antigua, que ya citaba Tácito por primera vez en sus Anales en referencia a un joven torturado que anticipa Fuenteovejuna, que a fin de cuentas es «Gargoris y Habidis», no puede faltar Toledo. Y es que Dragó hace referencia a Toledo en los cuatro tomos de su monumental obra. Porque la hoy tan sobria, burocratizada y muchas veces tan encorsetada y predecible Toledo no olvidemos que nunca podría dejar de protagonizar una historia mágica de España.
No falta ese Toledo abrumador en su simbolismo y en su sombra avasalladora de imposición oficialista. Ese Toledo del atormentado Alfonso VI que, tras conquistarla, atenta contra nuestra tan llevada a gala heterodoxia hispana, arramplando contra nuestro pasado visigodo. Un Alfonso que anticipará el escrutinio del Quijote prohibiendo el rito mozárabe y enviando a la hoguera libros romanos y mozárabes en un implacable Juicio de Dios visto para sentencia sin más recurso de súplica que aquello tan manido, como crue,l de que ya se salvarán de las llamas los manuscritos que no merezcan quemarse.
Las siguientes referencias, fugaces pero profundas, aluden a nuestro carácter mariano, de culto más a las vírgenes que a los cristos y a nuestra huella íbera del toro, tan patentes en la zona de Gredos y del sistema oretano (Ávila, Toledo y Cáceres) y que a día de hoy sigue siendo pilar de la cada vez más acorralada liturgia taurina. A fin de cuentas, no está de más recordar que los mercenarios españoles, contratados por Aníbal, tomaron Falerno azuzando dos mil toros con hachones de fuego en sus astas… no sabemos si antes o después de embriagarse con el más prestigioso vino de la época que se producía en dicha zona del corazón de la Antigua Roma.
Luego se suceden apuntes a un licántropo de La Coruña que fue detenido en Toledo y que se dedicaba a devorar a seres humanos disfrazado de lobo, atrapado (decía en su descargo) por un atávico maleficio; al santo Grial que según manuscrito arábigo del moro toledano Flegetanis ( apodo que significa astrólogo) podría estar en Toledo, quizá apuntando bajo la casa del Temple, o quien sabe si, siguiendo la pista de una doncella con un cuenco del que se proyectan rayos de luz, a los pies del Pantocrator de San Clemente de Tahull.
Y es que, como señala Dragó, Toledo en la Edad Media fue algo así como la universidad del ocultismo y la indiscutible heredera de una Alejandría cuya biblioteca ya se había reducido hasta en tres ocasiones a cenizas.
Por eso a Dragó le gusta detenerse y recrearse en las múltiples referencias a sus amadas Cuevas de Hércules en las que se sitúan, en algún momento de la Historia, nada menos que las Tablas del Sinaí, el Cáliz Sagrado, o la Mesa del Rey Salomón entre otras chucherías; mesa que los rifeños se llevaron tras el desastre de Guadalete, auspiciado por el infausto Rodrigo, en busca de acomodo más seguro, escamotándosela a los herederos de un Alarico que antaño la había depositado allí.
Las cuevas de Hércules son para Dragó epítome de ese Toledo oculto y subterráneo que, por qué no, surcó Alfonso VI para rematar su conquista y que podría empezar en la finca de Higares de Mocejón, llevar hasta el palacio de Galiana, pasando por San Servando, hasta llegar a la catedral primada… y que pudo ser hollado por Samuel Leví, Enrique de Villena o el propio Greco.
En su reflexión sobre esta España nuestra, múltiple de castizos y excéntricos, caben desde un guanche hasta un gitano, pasando por los pasiegos. Una reflexión en la que, paradójicamente, quien más español se sienta puede ser un hebreo desterrado hace más de cinco siglos que se llame a sí mismo sefardita ( término de origen bíblico con el que las fuentes hebreas designan a la península hebrea y que posiblemente se remonta al fenicio Span: país lejano o desconocido), que hable castellano y que piense y sienta Toledo más a ras de piel y de alma que muchos de sus moradores. Algo parecido podría ocurrir con esos moriscos que en número cercano a los 300.000, seguramente más que los judíos que se suelen ponderar en unos 200.000, también tuvieran que empaquetar para marchar a vela por Valencia y Cartagena o a pie por San Juan de Luz…
También apunta y dispara sobre los pretendidos orígenes judíos de Toledoth y a las sutiles componendas entre judíos y moros, aspecto no suficientemente ponderado por las teorías buenistas de los quiméricos mantras de la convivencia idílica de las tres culturas; que referencia George Borrow en su Biblia en España en esas rencillas de pensamiento, cultura y hasta sanguíneas que, aún a día de hoy, se resisten a desaparecer y que se refleja en las disputas seculares entre pueblos vecinos de las tierras de Toledo, y a cuyos moradores define como solo puede definir alguien que se patea una zona a conciencia como ciscastellanos, cuasi manchegos, medio extremeños y un poco andaluces.
Especial mención merece su visión del siglo XII y la nunca suficientemente ponderada y eterna desconocida Escuela de Traductores de Toledo. Época de ajedreces ideológicos y de construcciones de discursos históricos entre refriegas y mandobles que nos hace meditar sobre la imagen que proyectamos y lo que realmente somos. Dragó nos estoquea primorosamente con una aguda reflexión de esta España nuestra tan peculiar y contradictoria: ¿Cabe sentir amor parigual y simultáneo por toros y toreros?Desde el tendido sí. Y del que Toledo es arrítmica síntesis: barrio franco, puerta de privilegios, zaguán de asilo, prohibición de armas, símbolo trinitario, paréntesis, judería, zoco, corte, iglesia, sinagoga y mezquita convirtiéndose en la nueva Alejandría, ahora sí, cuando se reúnen a compartir pluma y yantar esos judíos cabalistas, moros sufís y gnósticos cristianos que la impulsaron en un primer momento, para ir desinflándose, hasta el inesperado resurgir casi cien años después de la mano de Alfonso X. Esa Toledo dorada, heterodoxa y libertaria donde las haya que bautiza Dragó como universidad mayor del ocultismo y la nigromancia.
Tampoco faltan las referencias a los autos de fe y al erizante episodio del Santo Niño de la Guardia, que acabó en infanticidio y subsiguiente linchamiento, y que sirvió de aderezo sensacionalista a la definitiva expulsión de los judíos en 1492; el paso por la parrilla de 53 frailes jerónimos que se detectó que no estaban bautizados unos años después de la diáspora hebrea, que aceleró la aprobación por el cabildo toledano de la exigencia de un codicilo de limpieza de sangre a ordenes militares, religiosas y colegios universitarios; y demás episodios curiosos y significativos, referencias eruditas a Menéndez Pelayo, Caro Baroja, etc., etc.
Dragó quiere que se le recuerde como escritor y viajero. Yo le recuerdo como un tipo provocador y divertidísimo, a veces un poco cargante, todo hay que decirlo, que desde su vastísima cultura decía lo que le apetecía, lo cual no es poco en estos tiempos de autocensura y aniquilamiento despiadado del que piensa distinto. Y también, como posiblemente el mejor divulgador de libros de la televisión, con programas tan memorables como Negro sobre blanco, con esa montonera de libros subrayados hasta la extenuación de los invitados que traía, y que para mí representan la mayor muestra de interés y de respeto que se puede tener respecto a un invitado: dedicarle tu tiempo y no limitarte a recibirle y despacharle más o menos amablemente. Un tipo vitalista y erudito donde los haya que siempre tuvo a Toledo en su hoja de ruta. Lo cual siempre tuvo a gala y creo que es de ley agradecer de nuestra parte. Yo, al menos, se lo agradezco de veras.
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