El norte del sur
Dos en la trinchera
Una sanitaria abatida que sale de guardia, un trabajador de una ONG que refuerza su vocación
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Iniciar sesiónEl retrovisor. El espejo en el que se miró para asegurarse de que en sus ojos no quedaba rastro alguno de sus lágrimas le devolvió la imagen de un mujer consumida por el cansancio y con la reserva de esperanzas justas ya. Guardó la mascarilla ... y los guantes en el bolso y dentro de él buscó el estuche de maquillaje de urgencia: se dio colorete, se pintó los labios de rojo y sacó el coche de la zona del aparcamiento del hospital habilitado para el personal en el que lo había dejado hacía diez horas. Pasó el edificio del centro de donación de sangre y el semáforo se puso en rojo cuando llegó al cruce de la avenida del Aeropuerto . Con un pañuelo de papel de un solo uso se secó de nuevo los ojos. Era ya de noche y, mientras esperaba a que el verde le diera permiso para continuar la marcha, miró por retrovisor: aparecían reflejadas, en la distancia, las luces difusas de la fachada del sitio en el que se ganaba la vida desde hacía cuatro años. «Quizás en nuestras vidas no nos vayamos a ver con nada más duro que esto, ¿no crees?», le había dicho ella a la compañera que la había relevado en el servicio de Cuidados Intensivos hacía un rato. «Lo importante es que al menos nosotros, los que estamos al pie del cañón de verdad, mantengamos el tipo y la dignidad hasta el final», le había respondido su colega. Antes de que la moto que tenía detrás le pitara para advertirla de que ya podía meter la primera le dio tiempo a leer el mensaje que acaba de mandarle su marido al móvil. «Has vuelto a hacerlo, campeona. Eres nuestra heroína. Estamos orgullosos de ti . Te esperamos en casa. Besos».
la renuncia. Era justamente ahora, en estas circunstancias que él sí que sabía que eran dramáticas de veras, cuando más se convencía de que hace años había tomado acertadamente la decisión que le cambió la vida. Entonces acababa de terminar su licenciatura en Ciencias Económicas y entre su buen expediente académico y los hilos que su padre había empezado a mover entre sus contacto no hubiera tardado en colocarse en algún banco o en alguna oficina de gestión de finanzas, incluso su futuro suegro le había ofrecido antes de que le dieran el título un puesto en la oficina de administración del negocio de distribución de cárnicos en el que su novia ya era la adjunta al gerente principal. Hasta dieron la entrada de un piso en Arroyo del Moro y se acercaron a la parroquia y a un restaurante de la carretera de El Brillante a preguntar por las fechas que había disponibles para una celebración nupcial por todo lo alto. Pero un día dijo que no. Que no a todo. A su carrera profesional, a su novia, a su suegro, a su sueldo. Se fue a la India un año y cuando volvió empezó a trabajar , primero como voluntario y después con una nómina raquítica, en una asociación que ayuda a las familias sin recursos. Lleva allí seis años. Cada mañana y desde hace dos meses reparte comida en la puerta de una iglesia. «Para lo que nací es para tender la mano. Aquí me van a tener siempre quienes estén necesitados», piensa cada noche cuando cierra los ojos y duerme en paz .
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