La amnistía, el avioncito y las elecciones europeas
Mientras cargaba la cuchara, pero sin levantarla, Sánchez pasó al viejo truco del miedo que le resultó el 23J. «O la democracia proporciona seguridad o la inseguridad acabará con la democracia»
El deporte favorito de Sánchez, por Juan Fernández-Miranda
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Iniciar sesiónPedro Sánchez subió ayer a la tribuna de oradores del Congreso como quien se enfrenta a infantes que no quieren comerse un gran plato de brócoli porque su entendimiento no les da para comprender que, aunque huela raro y sepa peor, ese vegetal es bueno ... para su salud. En este símil, los socialistas son los niños y la ley de amnistía, las verduras. Y el jefe del Gobierno utilizó todo el abanico de trucos parentales para obligar a los ciudadanos de izquierda a ingerir sus acuerdos con Carles Puigdemont y Oriol Junqueras.
Antes de levantar la cuchara, Sánchez tiró de empatía. «Manifestarse en las calles es una de las formas de ejercer la democracia que reconoce nuestra Constitución», arrancó. «A quienes han ejercido este derecho de modo pacífico quiero trasladarles mi respeto y mi reconocimiento», siguió. Algo así como el padre que le dice a su hijo «entiendo que no te guste el brócoli y no quieras abrir la boca. Yo hacía lo mismo de pequeño».
Mientras cargaba la cuchara, pero sin levantarla, Sánchez pasó al viejo truco del miedo que le resultó el 23J. «O la democracia proporciona seguridad o la inseguridad acabará con la democracia. O afrontamos todas esas transformaciones con justicia social o las bases de nuestra prosperidad se debilitarán. O España continúa avanzando o España retrocede». Siguiendo con el paralelismo del padre a su hijo, fue un «abre la boquita que viene el hombre del saco».
Sánchez es consciente de que muchos de los que le dieron la confianza en julio se preguntan, parafraseando a Les Luthiers, «¿y si al hombre del saco tampoco le gusta el brócoli?» Para debilitarles, el cuento de terror fue largo, muy largo. Tanto como la mitad de su discurso. «Feijóo pudo elegir ser como Ursula von der Leyen, Emmanuel Macron o Donald Tusk, pero no lo hizo. Se adentró en el camino de perdición», dramatizó. «Unió su destino a la ultraderecha», «le dio la potestad para afectar la vida de más de 12 millones de españoles y españolas», «le brindó la plataforma para propagar su mensaje de odio e incluso lo hizo parcialmente suyo». El socialista calló convenientemente que si Vox ha llegado a Gobiernos autonómicos es porque él mismo se negó repetidamente a pactar con Feijóo. Si lo hubiera dicho, se habría quedado sin cuento porque el que daría miedo sería él.
Y, una vez llegado a este punto, Sánchez intentó forzar la ingestión de sus pactos con los independentistas usando el famoso avioncito. «Mira cómo despega y vuela hasta la boca», dice el padre al niño al que quiere hacer tragar el brócoli. El aeroplano no llevó el nombre de amnistía, sino el de «Gobierno progresista», y su primer trayecto fue «consolidar los avances logrados en estos últimos años y seguir avanzando», con una ristra de anuncios trufados de la mejor publicidad engañosa.
Los siguientes vuelos del avión fueron «en el nombre de España, en el interés de España, en defensa de la concordia», o porque «la amnistía que planteamos es perfectamente legal y acorde a la Constitución» (sin explicar por qué), sin olvidar que «Cataluña está lista para el reencuentro total» (provocando las risas de Puigdemont y Aragonés). El problema de Sánchez es que ni sus votantes son chiquillos ni la amnistía es buena. Lo comprobará en siete meses, en las elecciones europeas de mayo.
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