SAN ISIDRO

La naturalidad de Pablo Aguado maquilla un formidable petardo

Por encima de Ortega, corta una oreja al remiendo de Torrealta (el mejor) en una corrida de Juan Pedro sin lujo alguno

Un ganadero de Puerta Grande

Sinfonía al natural de Pablo Aguado Emilio Méndez

Viajaba desde Santa Justa la afición sevillana con la ilusión de quien espera una epifanía taurina, mascando las delicias de arte de Juan Ortega y Pablo Aguado. Ingeniero agrónomo uno y licenciado en Administración y Dirección de Empresas otro, aunque el único que ... hizo carrera en el mano a mano fue el de la Huerta de la Salud. Su naturalidad maquilló –y eso que su 'beauty' está alejada de comésticos– un formidable petardo cuando apareció el sexto, un toro viejuno de Torrealta que cerraba los de Juan Pedro Domecq. Qué poco lujo traía la corrida para un cartel tan bonito y con tan amargo regusto hasta la salida del remiendo, como si Melchor hubiese metido carbón en los zapatos la noche de Reyes. Ni magia ni bravura, ni musas ni casta: sólo detalles con el capote y algún muletazo suelto de esos que brotan de las muñecas rozadas con la varita. Por una divinidad está tocada la izquierda de Aguado. ¡Qué compás!

Las caras largas habitaban en los tendidos, con un murmullo de ensordecedora frustración, con bronca entre el alto y el bajo... El único que no perdía su bienvenidista sonrisa –bendita sea– era Pablo, que descorchó la faena con un sello de sevillanía que no se había visto en toda la tarde. Y muy inteligente, ojo. Torbellino se llamaba el toro y un torbellino de emociones se despertó por primera vez. Transmitía el de Torrealta, que no era ninguna tonta de la pandereta dentro de su nobleza, como se vio en el pase de pecho, por donde se le venció. No perdió nunca la compostura Aguado, con adornos que acariciaban el pitón. Por el zurdo nacerían las maravillas de este sábado que ya moría, con nostalgia del Modric –«¡siempre madridista!», sonó– que acababa de despedirse y con la otra pedrada que ya tenía la gente en lo alto por el fiasco. Hay que ser muy buen torero para vencer la decepción de veintitrés mil almas.

Cuánta belleza derramó la obra aguadista, con unos naturales capaces de devolver la fe al más ateo. Encajado, atalonado, vertical, sin un solo amaneramiento. Todo fluido, tan natural, con ese cambio que trasladaba al Guadalquivir. Torbellino, mejor que los 'titulares', respondió por abajo al exquisito trato del diestro, que en este caso habría que llamar zocato. ¡Vaya izquierda, Pablo; vaya izquierda! Entre tanto renglón torcido, aquello era un poema celestial. Aguado lo esperaba, lo enganchaba suavemente y lo conducía con más delicadeza aún, sentido y abandonado. Hasta perder las telas cuando lo vio, cuando se le coló. Pero ahí dibujaría otro largo zurdazo, aprovechando perfectamente la embestida. Desde su abono del 4, a Paloma Velarde no se le escaparon los torerísimos ayudados de una obra que, por fin, traía el verdadero lujo. Se rompían las palmas los partidarios y los orteguistas, que también pidieron la oreja cuando enterró una estocada –algo desprendida– hasta la empuñadura. Un premio con sabor a torería, con una vuelta al ruedo en la que de fondo se escuchaba su sinfonía al natural, el hilo de arte que tanto se había hecho de rogar.

Feria de San Isidro

  • Monumental de las Ventas. Sábado, 24 de mayo de 2025. Decimocuarta corrida. Cartel de 'No hay billetes'. Toros de Juan Pedro Domecq y Torrealta (6º), desiguales de hechuras, varios por debajo de lo exigido y feos, sin casta ni fondo; mejor el remiendo.
  • Juan Ortega, de champán y oro: pinchazo y estocada corta delantera y caída a toro parado (silencio); media (silencio); media tendida delanterita, descabello y se echa (silencio).
  • Pablo Aguado, de burdeos y azabache, con chaleco en oro: dos pinchazos y estocada atravesada (silencio); casi media caída y descabello (silencio); estocada desprendida (oreja).
  • Álvaro de la Calle, de verde y oro, ejerció de sobresaliente.

Cuando la tarde caía, se encendió la luz de una fiesta mortecina, con esos gritos de «¡miau, miau!» por toros tan impresentables como el segundo, con otros que se tapaban por la cara sin ocultar su 'culopollo', cinqueños, pero de tan poco remate en general. Hubo trasiego de camiones desde El Castillo de las Guardas, aunque entre unos y otros se lucieron... «¡Novilleros!», se oyó. Y, claro, no faltó el recuerdo para los veterinarios: vaya petardo, señores. Total, que fue el bueno de Torrealta el que salvó los muebles. Y, sobre todas las cosas, Aguado, con el don de convertir lo mediocre en sublime y por encima de Ortega. Porque antes el trianero no se acopló ni lo vio claro con algún rival que hubiese 'servido' para más (dentro de un orden). Eso sí, plasmó un profundo recital a la verónica en su primero –no habría otro saludo tan superior–, esas dos tafalleras posteriores o una media torerísima. Con la muleta sólo hubo tímidos destellos en su lote (por cierto, el quinto fue el más toro). Su compañero –no hubo gran rivalidad ni material para ello– había dejado retazos en los anteriores, pero fue con Torbellino donde la luz más pura se hizo de nuevo.

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