Bob Dylan en Barcelona: el penúltimo truco de magia del gran escapista del rock and roll
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Barcelona
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Iniciar sesiónAh, el viejo Bob. Siempre tan predeciblemente esquivo, incluso ahora que anda fundiéndose con su propio crepúsculo. Grazna más que canta, trocea sus canciones fintando cualquier línea de puntos y esconde sus viejos clásicos para mostrar, huraño y orgulloso, el género más reciente. ¿Un ... trilero en liquidación? Para nada. Si acaso, un tahúr al borde del abismo. Un bardo de cuerpo menudo y mirada acuosa que no solo contiene multitudes: las maneja a su antojo y las castiga sin teléfono móvil durante casi dos horas. .
Desintoxicación de la vida moderna por obra y gracia de quien fuera profeta del futuro. El san Juan Bautista del folk, en modo avión. Pero vaya, aquí estamos. Otra vez más. Sin teléfono a mano y con Dylan haciéndole un 'selfie' a su presente más riguroso. El de 'Rough and rowdy ways'. Nueve de dieciocho y casi pleno: sólo se deja 'Murder most foul', monumental epopeya (también su primer número 1 en el 'Billboard'; qué cosas) que hubiese alargado la noche quince minutos más.
Ni rastro de 'Like a rolling stone'. Menos aún de 'Blowin' in the wind'. Y, sin embargo, nadie se lo quiere perder. En parte porque ya se sabía (hace años que, salvo leves modificaciones, Dylan repite repertorio noche tras noche cada vez que sale de gira) y en parte porque da igual lo que toque. Al fin y al cabo, su gran obra maestra siempre ha sido él mismo. Bob Dylan por Bob Dylan. O eso nos gusta pensar. Sí, más de uno hubiese cambiado con gusto el concierto de anoche (y los últimos tres o cuatro en la ciudad, ya que estamos) por, pongamos, unos pocos minutos de la espídica y vodevilesca gira de 1975, pero si los teléfonos móviles están prohibidos, de las máquinas del tiempo mejor ni hablamos. Además, tampoco es que le hayan hecho nunca demasiada falta.
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Así que aquí estamos, otra vez. Como en 2018. De nuevo en el Gran Teatro del Liceo, también en sesión doble. Por delante, más kilómetros y horas de autobús. «Lo bueno de estar en la carretera es que te dedicas a dar alegría a los demás y te guardas tus penas para ti», escribe el de Duluth en 'Filosofía de la canción moderna'. Por detrás, nueve conciertos (el que habría hecho diez, en Huesca, tuvo que suspenderse por la lluvia) en seis ciudades y una minigira con la que, dicen, se ha despedido de España. A sus 82 años sería más que razonable, pero con Dylan sólo se sabe que no se sabe nada.
De momento, ahí sigue, mascullando entre las sombras, acariciando el piano. «Qué pasa conmigo, no tengo mucho que decir», ladra con voz de lija y arena nada más salir a escena. Luces tenues, silencio casi sepulcral y 'Watching the river flow' en modo barullo. Sí, suena fatal. Pero remonta. Vaya si lo hace. El mercurio líquido de 'Mostly like you go your way (and I'll go mine)' es un carromato astillado, pero entonces llega 'I contain multitudes' y, ¡magia! Se levanta de la banqueta, arquea las piernas y un espectador grita «¡yeah!». A partir de ahí, todo cambia. Aguarrás, decapante y disolvente. A Dylan incluso se le escapa un «thank you» sorprendentemente eufórico y hasta hay quien le entiende decir «I love you». También se saca de la chistera una inesperada y preciosa versión de 'Stella Blue', de Grateful Dead, y se toma su tiempo para presentar, uno a uno, a los músicos, haciendo como que no se acuerda (porque era broma, ¿verdad?) del nombre del violinista Donnie Herron.
Completan la escolta Jerry Pentecost (batería), Bod Britt y Doug Lancio (guitarras) y Tony Garnier (bajo). Blues crepuscular, electricidad con arenisca y letanías brumosas. Tecnología punta al servicio del rock and roll. Desmadre eléctrico en 'Tweedle Dee & Tweedle Dum', «I'll be your baby tonight' recién salida del desguace, y la armónica (¿quién dijo que ya no lo tocaba?) revoloteando sobre 'When I paint my masterpiece'.
En el escenario, Dylan pinta y repinta. Quema el lienzo y vuelve a empezar. ¿Para qué limitarse a fotocopiar la leyenda pudiendo inventarse una nueva, otra diferente, cada noche? Nos hemos acostumbrado a que, a partir de cierta edad, todo sean grandes éxitos, autohomenajes en vida y miradas retrospectivas como para quedarse bizco. Y Dylan, claro, no se conforma con ser una reliquia. Menos aún un mausoleo. Así que su penúltimo truco de magia es chasquear los dedos y, tachán, hacer desaparecer la nostalgia. Todo por aquí, nada por allá. Ni Houdini.
Deliberadamente o no, las canciones nuevas son las que mejor suenan. El pulso eléctrico de 'False prophet'. La majestuosa y envolvente 'Kay West (philosophers pirate)'. La prehistoria del blues de 'Goodbye Jimmy Reed' y 'Crossing the Rubicon'. La épica contenida de 'My own version of you'. Canciones-río que Dylan sirve con elegancia entre versiones deconstruidas y retorcidas de 'To be alone with you' y 'Gotta serve somebody'.
Casi dos horas de suspensión temporal que, sorpresa, despide con un par de reverencias y lo que parece un saludo con la mano. El público, en pie, pide más, pero él ya está a otra cosa. Pensando quizá en el concierto de mañana. O en todos lo que aún le quedan por hacer. Porque el de esta noche en el Liceo no parece el de alguien que esté pensando en tumbarse al sol a beber mojitos.
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