Luis Mateo Díez: «Yo era un pecador impecable»

El escritor habla con la prensa veinticuatro horas antes de la ceremonia del premio Cervantes

Luis Mateo Díez: «No hay mayor decepción que la vejez, pero hay que llegar para darse cuenta»

Luis Mateo Díez, en la Biblioteca Nacional EFE

Luis Mateo Díez entra por unas puertas altas de madera antigua como los árboles. Viste una chaqueta gris, una camisa a cuadros, se agarra las manos, aguanta las fotos, dice: «Aunque no lo aparente soy un octogenario. Ya son ochenta y dos castañas». Ríe, celebra ... entrar en uno de los lugares «más hermosos del país, del mundo» (estamos en la Sala del Patronato de la Biblioteca Nacional), avisa a los periodistas de que contestará lo que buenamente le dé la gana a lo que ellos buenamente pregunten: privilegios de la edad. Y no miente. La cosa empieza por el riesgo de la hagiografía y sigue por los pecados mortales, un arsenal de piramientos de un hombre que ha llevado la imaginación al límite, y que allí, al otro lado de la niebla, se encontró con una realidad que casi es la nuestra. Y desde allí se autorretrata.

«Los grandes halagos llegan y no son merecidos, pero los pequeños hay que recabarlos, provocarlos, son diminutas satisfacciones (...) No voy a ser modesto, porque no es bueno tener la autoestima baja», suelta, con esa naturalidad de los años que aligeran el espíritu, que lo aligeran todo, menos el cuerpo («el cuerpo pesa, la vida es incómoda, pero merece la pena, eso es lo malo»). Faltan veinticuatro horas para que recoja el Cervantes vestido de chaqué, veinticuatro horas para que lea su discurso, para que escuche las glosas que le han preparado. «Yo me miro en el espejo y me veo bien. No guapo, pero bien. El chaqué me hace gracia, es una vestimenta un poco pajaril que me despierta una cierta imaginación funeraria. Me lleva a la imagen de Drácula, pero no del feo Drácula, sino del yacente [y aquí viene el volantazo]. Como los Cristos yacentes; siempre me gustaron mucho, son muy bonitos. El Cristo crucificado, en cambio, me aterra».

Por lo que sea, el rey de Celama pasa a hablar de los pecados, por los que tiene una simpatía nostálgica, aunque él prefiere la melancolía, que tiñe sus recuerdos de un color amarillento que los vuelve más sólidos, más concretos. «Tuve una adolescencia y una juventud en la que lo del pecado mortal me parecía la esencia de las cosas más beneficiosas del mundo. Sentía un regocijo enorme cuando confesaba el pecado mortal, cuando escuchaba las denominaciones que hacía el sacerdote. Él evaluaba la densidad del pecado y determinaba si era de obra, de pensamiento, de aquí, de allá... Y eso a mí me refocilaba [ríe, abre hueco para la frase]. Yo era un pecador impecable». Entonces se daba un aire con Don Quijote: era un joven delgado, de rostro afilado y barba hirsuta. Hoy lleva una perilla discreta, y lo que afila el verbo: «Las creencias y las ideologías son esas cosas tan terribles que les pasan a los seres humanos, los caminos desbaratadores para la libertad». Verdad, ¿Sancho?

Es todo una cuestión de armonía, ritmo, música; se piensa por aliteración. «Pecado es una palabra bonita, como fracaso. Mis personajes son héroes del fracaso». Su ambición, confiesa, es la de la totalidad. Quiere echar la vista atrás y ver un cosmos, no unos libros; quiere un bosque, una naturaleza propia, quizá una selva. «En la literatura hay que ser ambicioso, en la vida no tanto. Aunque yo sé que esto que deseo está predestinado al fracaso», reconoce.

Hay preguntas que son ya una tradición por estas fechas. «¿Qué consejo le daría a los jóvenes escritores?». Y él asegura que tiempo, paciencia, trabajo: «La escritura es una tensión de aprendizaje. Escribir es leer para escribir. Escribir es el resultado de la reiteración, de la entrega. Y supongo que eso solo se consigue con obsesión». No hay secretos, no hay manías que conjuren la inspiración. Él solo tiene una: escribir con el título de la novela ya puesto. A veces, muchas, la frase final le llega antes que el final de la historia.

Luis Mateo abre el campo, pero sigue con los consejos de abuelo. Tres principios, solo tres: «Generosidad, discreción, sentido común. Con eso puedes ir por la vida con un cierto honor».

Ni una mención a la actualidad, y no es por azar: «Hay demasiada actualidad, hay que cuidarse». Y para acabar narra una escena rocambolesca en la que un hombre huye a su casa para dejar de escuchar las noticias, pero el frutero quiere comentar el último zasca de un diputado a otro, igual que el portero de su edificio, igual que el vecino que se encuentra en el ascensor. El hombre al fin llega, cierra la puerta, suspira. ¿Y qué se encuentra? Un premio Cervantes después de una semana ajetreada.

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