Luis Mateo Díez: «No hay mayor decepción que la vejez, pero hay que llegar para darse cuenta»
El escritor, que se vestirá el frac este martes para recoger el premio Cervantes en el Paraninfo de Alcalá de Henares, repasa en esta conversación sus obsesiones literarias y descubrimientos vitales
Luis Mateo Díez, premio Cervantes 2023: «Hoy soy mucho mejor escritor de lo que he sido nunca»
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Iniciar sesiónLuis Mateo Díez (Villablino, 1942) habita la serenidad del sabio y el desorden de la ficción. Sabe que aquí estamos de paso, y por eso ríe. ¿Qué otra libertad nos queda? Lo único que ordenó son sus prioridades.
Luis Mateo abre la puerta de su ... casa y está impoluto, elegante y planchado como un hombre antiguo, aunque hoy no tiene más plan que terminar su dosis diaria de cine: tres películas, casi un rito pagano, pero no por ello menos sagrado. Hace años que gobierna un territorio imaginado, el único poder que le interesa, y presume de ser un escritor prolífico como pocos. Después de treinta y tantas novelas le concedieron el Cervantes. Al enterarse, el autor convocó a la prensa en la RAE y dijo: «Soy una de esas personas que se alegran de las cosas buenas… Perdónenme que diga tonterías, pero aprecio mucho el sentido del humor».
—El Cervantes le ha agitado la vida, ¿no? Le ha quitado tiempo de escribir…
—Sería miserable quejarse de las buenas noticias. Eres un octogenario, tienes ya una vida de una obra extensa, eres prolífico y te dan el Cervantes. Maravilloso, ¿no? Además, esto me ha dado también un cierto remanso. La condición de escritor prolífico es muy incisiva. Y de pronto te sosiegas algo y dejas de escribir un tiempo, atiendes otras cosas… Eso está bien. Es grato.
—En su caso, la condición de escritor prolífico se ha ido agravando con el paso de los años.
—Sí, sí, yo soy un prolífico excitado [y ríe]. Tiene mucho que ver con la propiedad. Es curioso, porque es casi una cosa fea, ser propietario de algo, pero a mí el hecho de ser dueño de un mundo, de una manera de ver la condición humana, de entender la vida, de ser hijo de mis personajes… eso me ha traído la posibilidad de muchas historias. A veces, al terminar una novela, no necesito pensar la siguiente, me basta con volver a mi universo de Ciudades de Sombra, a Celama o a comarcas afines. Digamos que la propiedad propicia la reiteración. Y yo creo mucho en la reiteración como una forma de profundización. Pero hay un riesgo: la repetición. Yo sobre eso estoy muy avisado. Soy fiel a la idea de que escribir es descubrir. Y no puedes descubrir lo que ya has descubierto. Lo que sí puedes hacer es profundizar más, ser más complejo, más interesante, más misterioso.
—¿De dónde nace el territorio de Celama?
—Celama viene de mi estancia durante muchos veranos en una pequeña finca que compró mi padre en el Páramo de León, una comarca del suroeste que tiene un pasado de tierra árida. Es una mirada a ese territorio desolado, que a mí me atraía mucho, me fascinaba. Era la conciencia del desgaste, y luego la muerte de mis padres… Celama viene de esa sensación del crepúsculo de las vidas de unas personas que yo tenía muy cercanas, de la rememoración del pasado ante la desaparición de la cultura campesina. Luego al Páramo llegó el agua, el regadío, pero en las tumbas de la gente, en los viejos cementerios, persiste esa condición desolada.
—¿Cree, como Rilke, que la verdadera patria del hombre es la infancia?
—La infancia es irremediable. Me gusta más lo que decía Pavese: la infancia es el tiempo mítico del hombre. Es el tiempo de las cosas primigenias, de las novedades, de las primeras impresiones, los primeros afectos, el tiempo de una luz concreta, de una manera primitiva de ver las cosas. Eso nos marca totalmente: somos lo que fuimos. El niño que fuimos nos persigue toda la vida. A veces con mucha condescendencia, y a veces, en mi caso, nos genera problemas.
—¿En qué sentido?
—Me ha costado aceptar el recuerdo de aquel niño. Lo veo tan díscolo, tan extraño, tan misterioso. Era un niño un poco metafísico, una cosa un tanto rara… Pero de aquel niño que fui depende el escritor que soy. Hay una novela inédita que si llega a publicarse mostrará el niño que fui.
—Tiene muchas novelas inéditas…
—Los escritores prolíficos no tenemos remedio [y suelta una carcajada]. Pero durante años fui más bien todo lo contrario: mi aprendizaje de la escritura fue por el camino de la lentitud. Seguí dos consejos. Uno de Conrad, uno de mis escritores más admirados, que decía: nunca pases a la frase siguiente hasta estar completamente de acuerdo con la que acabas de escribir. Y otro de Valle-Inclán, el autor con el que descubrí lo que era un estilo literario. Él escribió: el artista es el que une por primera vez dos palabras. Pero claro, con esas pautas es difícil avanzar [y vuelta a reír]. Además, yo era un escritor que escribía siempre a la espera de que me llamara algún amigo o alguna amiga para salir. Sobre todo para ir a una sesión continua, que era lo que más me gustaba en la vida.
—¿Ha disfrutado más en los bares o en los cines?
—En ambos sitios. Yo pienso que son dos establecimientos cruciales en la cultura humana. Más que los bares, sobre todo las viejas tabernas. Recuerdo un personaje tabernario de una de mis antiguas novelas que decía: «La eternidad habita en las tabernas». Era un personaje inmovilizado, petrificado en una taberna, pero no por alcoholismo, sino por el misterio del espacio. Y los cines… los cines para mí han sido los palacios de los sueños, allí he pasado una parte crucial de mi vida. Incluso me quedaba a dormir en los cines, medio escondido. En fin, piramientos de la edad. Otro personaje decía: «Mi vida es un cine vacío». Y hasta aquí puedo leer.
—Pero usted vive rodeado de amigos.
—Soy un hombre de amistades. Y la amistad es para mí el bien mayor de la humanidad, por encima de todo, hasta del amor. Porque además el gran amor está constituido de amistad. Un amor sin amistad yo no sé lo que es. He vivido feliz rodeado de amigos. He sido una persona muy consentida. La gente siempre ha estado a gusto conmigo y yo a gusto con la gente. Son maneras de subsistir, formas de curarse de la precariedad que uno tiene dentro. Y luego, en la ficción, yo he conocido a grandes personas, a grandes tipos humanos. Estoy completamente convencido de que quien no lee novelas no se entera profundamente de lo que es la vida.
—El día que le concedieron el Cervantes, ya en la puerta de la RAE, tras la rueda de prensa, mientras esperaba el taxi, le pregunté a dónde iba a celebrarlo. Usted me dijo: «Yo estoy viudo, ya no celebro las cosas». ¿Lo recuerda?
—[Ríe fuerte] Es verdad, es verdad. Yo soy un viudo ejerciente. La viudedad al final de mi existencia ha sido la culminación de las ausencias. Y las ausencias pesan más cuando te pasan cosas importantes. Pero yo no soy un viudo doliente. El ser viudo me ha llevado a encontrar un elemento crucial en la existencia del ser humano, que es la condición de solo. La condición no ya de la soledad, que es un artilugio para curarnos, o del solitario, que es una elección de quien quiere vivir de esa manera, sino la conciencia de que nacemos para estar solos. Tengo la sensación de que el ser humano tiene su destino en estar solo.
—¿Ha aprendido a convivir con la soledad?
—He aprendido a tener conciencia de lo que es un ser que tiene un componente fisiológico y casi metafísico de estar solo. Hay una cosa de Montaigne que a mí me gusta mucho. Él cree que nuestros auténticos hijos son los hijos del espíritu. Los otros, los hijos de carne y hueso, no nos pertenecen del todo. Les has dado el ser, pero no son tuyos. Son ellos y hay que respetarlos. [Deja un silencio breve]. Ahora, eso sí, todo esto amparado por la amistad. Yo salgo de casa entre amigos.
—A sus nietos los ha invitado a Nueva York para celebrar el premio.
—Ir a Nueva York es ir a descubrir un elemento crucial de la civilización humana. Conviene ir. A mí me gustó siempre Nueva York, he estado muchas veces. Me hubiera gustado haberme quedado unos meses.
—¿Le preocupa el mundo que les queda a sus nietos?
—Veo que tenemos tantas posibilidades, tantos destinos tecnológicos, tantos progresos tan avanzados… Y sin embargo están pasando cosas que son muy antiguas y muy trágicas, muy tristes, muy angustiosas. Es un mundo complicado, con polarizaciones políticas extremas, con guerras. Pero es que en el mundo desarrollado estamos en el mejor de los mundos posibles, solo hay que recordar el pasado, ser conscientes del progreso científico. Y aun así tenemos una conciencia colectiva que anima al pesimismo, a la desolación. Estamos viviendo una gran contradicción con esto y es algo verdaderamente penoso. Aunque yo no me resigno al pesimismo. Supongo que vivimos en un mundo transitorio y lo que viene luego es un mundo ignoto. El mundo de mis nietos será un mundo desconocido, sin duda.
—Hay quien define la actualidad política española como berlanguiana. ¿Qué opina como cinéfilo?
—Que más quisiéramos. Solo diré eso.
—¿El presente le inspira o le aburre?
—Yo tengo la sensación de vivir en un presente, lo repito siempre, en el que hay demasiada realidad, demasiada actualidad. De ahí lo fundamental del contrapeso del arte y del contrapeso de la imaginación. Hay una necesidad de resguardarse, de no andar por ahí sin defensas para que venga el mistificador de turno a llevarte a donde no quieres ir. [Arrastra el silencio] Mi nueva novela, 'El amo de la pista', habla sobre lo propensos que somos los seres humanos a que los mistificadores nos lleven, nos engañen, nos subyuguen. De cómo nos enredan hasta extremos infinitos e imposibles. A lo mejor quien la lea pueda decir que es una fábula sobre tanto mistificador como hay en este mundo…
—¿Ha releído 'El Quijote' para escribir su discurso?
—Bueno, 'El Quijote' forma parte de mi vida, es algo cotidiano. Es la gran fábula sobre la precariedad de vivir y la quimera necesaria para ir más allá de nuestro propio destino y ser mejores, ser más libres, ser más solidarios con el resto de los seres humanos. Me interesa ese más allá, la lucidez que alcanza cuando se muere.
—¿A usted le ha llegado la lucidez en la vejez?
—Es como un aliciente en la vida, ¿no? Dices: cuando me haga mayor, cuando llegue a la vejez, allí entenderé lo que ahora no comprendo, cuando alcance ese punto límite quijotesco, de que todo se acaba, encontraré la luz. Es una buena expectativa. Bueno, puedo asegurar que cuando llegas a la vejez no hay decepción mayor. El límite de la edad es de una precariedad desastrosa: es la consumación del desgaste. Pero claro, da gusto llegar. Hay que llegar para darse cuenta. Y hay que llegar ilusionado. No hay que morirse antes de tiempo.
—Por cierto, ¿puede avanzar algo de su discurso?
—Está bajo secreto de sumario, pero algo puedo decir. He intentado indagar un poco en mis orígenes como escritor, de dónde vengo y a dónde he llegado, qué punto de lucidez tengo. También repaso mi poética y cuento mi descubrimiento del 'Quijote', que llegó a mi vida siendo niño, curiosamente, en la voz de uno de mis maestros. Yo soy un defensor acérrimo del magisterio, de los maestros que tuve en mi infancia. Sin ellos, no sería lo que soy.
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