PRIMER CAPÍTULO: 'AMISTAD'
Me acuerdo nítidamente de la primera vez que oí a João Gilberto. Bajaba por la calle Manuel da Nóbrega en una camioneta Dodge modelo del 51, verde con la capota blanca, de las que estaban pintadas a dos colores. Me encontraba cerca del Monumento às Bandeiras de Brecheret, en el parque de Ibirapuera, cuando lo escuché en la radio. No podía creerme lo que estaba oyendo, me quedé en éxtasis, tieso. Me eché a un lado en el arcén para escuchar concentrado hasta que terminase, sin perder detalle. Oía a João Gilberto por vez primera. La escena sigue desfilando en mi memoria hasta el día de hoy.
Músicos, compositores y cantantes de la generación siguiente a la de la bossa nova nunca olvidaron la primera vez en que escucharon a João Gilberto cantar «Chega de saudade» en la radio, todos ellos: Elis Regina estaba barriendo en casa, Chico Buarque se quedó estupefacto, Gilberto Gil, Milton Nascimento, Edu Lobo, Francis Hime, Marcos Valle, Eumir Deodato y otros jóvenes se acuerdan de ese momento capital que les cambió la vida, tanto que decidieron dedicarse a la música. Para Caetano supuso un antes y un después en su vida: «Lo oí por vez primera en 1959, en disco, me lo mostró un colega del instituto, Syeliton, que me llevó al club Irapuru para escuchar “a un cantante que lo cantaba todo desafinado, con la orquesta yendo por un lado y él por el otro”. Según él, a mí me gustaban las cosas extrañas. Esa canción, ese disco, cambiaron mi vida». João Gilberto fue el detonante.
No mucho tiempo después, él estaba allí, enfrente de mí, en el estudio de televisión de Record, cerca del aeropuerto de Congonhas. Sentado en una banqueta alta afinaba la guitarra preparándose para cantar en el programa Astros do Disco, un hit parade semanal presentado por Randal Juliano y la chica de postín, como se decía en la época, Idalina de Oliveira. Yo estaba a pocos pasos de él, lo único que tenía que hacer era acercarme y hablar con el tipo. ¿Pero qué iba a decirle? Me faltó coraje. Fui a conectar otro micrófono, esa era mi función, enchufar, siempre a las órdenes de mi jefe, Rogério Gauss. Ya ha- bía pasado la oportunidad. Me di la vuelta y lo presencié todo desde bien cerca, apostado justo al lado de la cámara. Bueno, al menos había visto a aquel tipo. Con guitarra y todo. Había logrado ver a João Gilberto.
Una vez al año la cadena Record premiaba con el trofeo Chico Viola a los destacados en Astros do Disco en una gala concierto en el Teatro Record, de Consolação. Por entonces yo era el técnico de sonido de los programas musicales de mayor audiencia. João Gilberto fue uno de los premiados aquel año. Aquella vez sí estaba decidido a saludarle, pero él no se presentó al ensayo de la tarde. De lejos, desde la cabina donde se encontraba la mesa de sonido, pude verlo recibir el premio. No hubo ocasión de hablar con él. De nuevo.
Sus discos iban saliendo, y no sé decir cuántas veces escuché los tres lp de Odeon, las portadas de los discos enfundadas en un plástico transparente, comprados en la tienda de Brenno Rossi, escondida al fondo de una ga- lería en la calle Barão de Itapetininga.
En 1965 João Gilberto vino desde los Estados Unidos como invitado especial del programa O Fino da Bossa, de Elis Regina. El empresario Marcos Lázaro fue quien cerró el trato. De nuevo el no apareció para el sound check, la prueba de sonido. Por la noche, Elis anunció, exultante: «¡João Gilberto!». Entre aplausos frenéticos él entró tímido y cantó tres temas. Descontento con el sonido de los amplificadores, desistió. Se puso en pie y salió mansamente entre bambalinas. Visiblemente contrariada, Elis regresó corriendo para retomar el programa cuando João estaba ya lejos. Tengo la cinta con las tres canciones bien grabadas. Por tercera vez se esfumó toda posibilidad de hablar con él.
En diciembre de 1967 fue cuando, de hecho, terminé por conocer a João. Fue en Weehawken, Nueva Jersey, donde él vivía con Miúcha, su mujer (que me había dado su teléfono), y su hijita Bebel, a la que él llamaba Isabelzinha. Llegué por la tarde a la tranquila calle, con el suelo cubierto de nieve. Abracé a João por vez primera y me quedé. Él hablaba bajo, con suma delicadeza, no dejaba de pronunciar ni una sibilante, ninguna erre. Pasamos la noche conversando, yendo de un lado a otro de la planta baja de aquella casa enorme para solo tres personas, que había sido amueblada para recibir al crítico literario António Cândido, amigo del padre de Miúcha, el historiador Sérgio Buarque de Hollanda. Cuando quise darme cuen- ta estaba ya amaneciendo. Me despedí y volví en tren a Nueva York. Fue el comienzo de una amistad que estaba ya en el aire.
* * *
Años más tarde, en Nueva York, llamé por teléfono a João Gilberto. Él vivía un gran momento: acababa de grabar, con arreglos del alemán Claus Ogerman, el álbum Amoroso, del cual tenía una copia en casete. Vivía fuera de Brasil desde hacía más de diez años, la mayor parte de ellos en los Estados Unidos, él estaba hospedado en un modesto hotel del East Side. Más de una vez Miúcha me había dado el número de teléfono, y le llamé para saber del disco.
«Ese disco», dijo él desde el otro lado del hilo telefónico, «tiene algunas de esas cosas que necesitaba hacer. Voy a mostrarte alguna cosilla».
Hizo una pausa y tocó «Retrato em branco e preto» hasta la mitad. «Tiene música de orquesta, tenía tantas ganas de escuchar una samba tocada por orquesta. Ahora bien, qué trabajo ha hecho él [Claus Ogerman]. Zuza, ¿quieres escuchar una? Espera ahí».
Nueva pausa para oír «Triste». Escucho la canción hasta que la interrumpe.
«Zuza, perdona.»
«¿Por qué?»
«Porque me puse tan feliz que quise ponerlo para que lo escucharas. ¿Te das cuenta, Zuza? La cosa está por todos lados, música por todos lados, mientras estoy cantando. Tenía tantas ganas, no te haces idea de cuántas. Completamente vestida, perfectamente redonda. Tenía tantas ganas de ver la música de Brasil de modo más directo, la samba con ese aspecto, que no fuese solo delicada, que fuese redonda, enlazada, así como lo hizo Claus. Zuza, ¿puedo tocarte otra canción por aquí?»
«Claro, quiero oírla.»
Pausa para «Tim-tim por tim-tim». Era lo suficiente para entender que había quedado precioso.
«Zuza, ¿la reconociste?»
«Sí, lo hice, está en un disco de Os Cariocas. Es de Geraldo Jacques, ¿no?»
«Sí. Jota, a, ce, cu, u, e, ese.»
Ahí la conversación derivó a un ejercicio de memoria, cada uno acordándose un poco, y João siempre sorprendiendo: «Yo me acordaba perfectamente. Y Haroldo Barbosa. ¿Tienes ese disco?»
«No sé si lo tengo.»
«Oh, Zuza, el disco de los viejos Cariocas de Ismael.»
«De Ismael, exacto.»
«“Adeus América” también.»
«“Adeus América” también. No. “Adeus América” no, es la otra cara de ese disco.»
«Es de Continental.»
Le di la razón a João: «Sí, de Continental”, de la mis- ma época».
«La otra cara de ese disco creo que es “Leviana”.»
«Caramba, chico, no consigo recordar eso. Ese disco lo debo tener allí en casa.»
En ese momento João canta, sin vacilar, el antiguo bolero que nunca había escuchado: «Un día un sufrimiento destruye tu belleza, y ahí está tu lamento de los tiempos de pobreza. Conoces bien la vida, no debes, frívola en el amor, continuar, querida, vendiendo tu pudor… frívola… frívola…»2
«No me fijé en las letras del disco. Ya que hablamos de músicas que no conocemos, dime una cosa, ¿te acuerdas de aquella vez en que estabas en Brasil y fuiste a cantar en O Fino da Bossa una canción: “Eu sambo mesmo…”
¿Recuerdas esa canción?»
«¡¡Chico!!»
Enseguida João comenzó a cantar, emulando los pasajes instrumentales, como le gustaba hacer: «“Hay quien samba3 muy bien, hay quien samba para gustar, hay quien samba para ver a los otros sambar, pero yo no sambo para copiar a nadie, yo sambo solo por las ganas de sambar, porque en la samba siento el cuerpo agitarse, y es solo en la samba donde siento placer, es solo en la samba donde siento placer, hay a quien no le gusta la samba, no la aprecia, no la sabe comprender…” ¡Pero, Zuza! Gracias por obligarme a acordarme de ella, yo la tenía guardada en la memoria, la sabía pero pensaba que se trataba de otro tema».
«¿De quién es esa canción?»
«No lo sé, debe ser de Janet de Almeida.»
«¿Cuál era el título?»
«“Eu sambo mesmo”. Pero eso puedes averiguarlo a través de Lúcio Alves.»
«Tengo la grabación de aquel día.»
«¿La tienes? Oh, Zuza, puedes conseguírmela y así puedo ver el resto de la letra.»
João canta de nuevo: «“Porque en la samba yo siento el cuerpo agitarse, y solo con la samba yo siento placer, la samba caliente, armoniosa, bulliciosa, una minoría dice que le gusta pero no es verdad, y sufre mucho cuando ve a alguien sambar…” Esa samba está grabada aquí, si el Claus lo escuchase… muy bonito, casi perfecto».
«Y otro tema que cantaste aquel mismo día es una marchita que dice: “Mira al pájaro carpintero golpeando al tronco, ¡oh!”»
«Ary Barroso. Se titula “Pica-pau”.»
«Y la tercera que cantaste fue “Exaltação à Mangueira”.
«¿Cómo es esa?»
«Mangueira, tu escenario es una belleza…»
«Eso es Chico [Alves] cantando. Voy a grabarla. Va a quedar preciosa, el sonido al completo. Me acabas de dar el repertorio para el futuro.»
«Son canciones idóneas para que las grabes porque casi nadie las ha grabado, ¿no?»
Entonces él me explicó por qué cantaba y grababa canciones del pasado: «Y también ni siquiera se grabaron adecuadamente, Zuza, porque todo comienza allí, todo comienza tan apremiado, con tantas prisas también, y hay cosas tan bonitas, tan importantes para Brasil. Mira esta sambita “Tim-tim por tim-tim”. A mí siempre me ha gustado cantarla, la música le sienta mejor al corazón cuando es así, a los recuerdos, y por eso la grabé sin más. Claus la grabó, caramba, pero es tan hermoso el arreglo que él hizo, tan bello, chico, le da una dimensión… Y es por eso que yo quiero recopilar canciones de esas que dices que apenas fueron grabadas, porque están llenas de cosas bonitas y todo se hizo a la carrera, muchos andan componiendo música a todas horas, pero eso no quiere decir que sean tan buenas».
Llegados a ese punto mencioné el disco que había producido con la cantante Maria Martha, para el que había sugerido algunas canciones de los años 30, el fox «Hei de verte um dia» y la marcha «Não pago o bonde», de las que él se soltó a cantar letra y melodía enteras, sin equivo- carse. Y retomó la conversación: «En São Paulo, gracias a Dios, la música sigue presente, pueden escucharse esas cosas. De noche tomas un taxi, y están sonando esas cosas, ponen las canciones de Orlando Silva, tan importantes, formando así el gusto musical de modo consciente, la raíz misma».
Hablamos de Geraldo Pereira, y él cantó una de sus sambas, «Escurinho», desde el comienzo hasta el final, sin equivocación alguna. Ahí me atreví a arriesgarme: «¿Vas a quedarte aquí este fin de semana?»
«Sí, vamos a quedar para vernos.»
«¿Tienes ya algún plan?»
«No tengo nada, no, Zuza, voy a anotar tu teléfono, lo dejo todo por escrito. Quiero enseñarte una cosa antes.»
«Claro.»
«Zuza, ¿hablas italiano?»
«Todo el mundo en São Paulo lo habla un poco.»
Una vez más João se acerca al grabador y toca «Esta- te» hasta la mitad.
«¿De quién es esa canción?»
«Bruno Martino. Estuve en Viareggio hace unos doce o catorce años.»
«¿En 1962?»
«Sí, por esa época.»
«Es hermosa, parece perfecta para ti.»
«Parece del Brasil italiano, se mezcló un poco, ¿no es así? Es tan bonita esa canción. Bruno Martino. Él es cantante.»
«Qué preciosidad de disco. ¿Sale ya mismo?»
«Hay que esperar hasta abril.»
«Sale aquí primero, ¿no?»
«Yo quería proponer que saliese de modo simultáneo. Quería, en mi tierra. Fue grabado en enero, en Los Ángeles. Me quedé aquí, grabé aquí. Claus se llevó las cintas y grabó las cuerdas en Los Ángeles. Ellos hacen mucho eso aquí, Zuza. ¿Conoces a George Benson?»
«Lo he escuchado.»
«George Benson hizo la cinta, Claus se la llevó a Alemania y…»
En ese momento se terminó la cinta de mi grabador, la conversación estaba terminando. Las tardes siguientes la continuamos en la habitación del hotel de la Calle 56, donde João estaba hospedado. Fueron muchas las tardes de 1977 en que escuché a João cantar en aquel cuarto. Nuestra amistad tuvo más de un capítulo, y la banda sonora eran las canciones de Amoroso.
En los meses siguientes mi teléfono sonaba a altas horas de la noche para tener conversaciones que avanzaban hasta la madrugada, como si João estuviese en el apartamento de al lado. Él hablaba de Nueva York y sabía todo sobre Brasil, sobre la música brasileña, que amaba con devoción.
Escuchar a João Gilberto era un placer para oídos exigentes. El mismo rigor en la emisión vocal que exhibía al cantar, se percibía en las llamadas telefónicas de madrugada. No se perdía una vocal o consonante. No es que João cantara como hablaba: también hablaba como cantaba, articulando cada palabra con una dicción perfecta, sin alzar la voz, no se perdía nada de lo que decía, incluso si uno apartaba un poco el oído del teléfono. Su preocupación con la emisión de la voz siempre fue algo constante y en lo que puso toda su atención .
Su acento no era el típico de Bahía, él no abría en demasía ciertas vocales, sus eses intermedias no sonaban como una ch, sino que sonaban sibilantes, como debe sonar esa s, el fonema sordo sin vibración de las cuerdas vocales, un sonido susurrado. Cuando servía para marcar el plural, la s nunca dejaba de escucharse al final de las palabras. Cuando tenía el sonido de la fricativa dental sorda, como en Brasil, él emitía un zumbido instantáneo con la conveniente vibración de las cuerdas vocales. El teléfono no le servía para dar o recibir recados, sino que era su medio preferido para comunicarse. Me consta que fue Tim Maia quien lo sacó a relucir: «João no es una persona, es un teléfono». Le encantaba pasar horas y horas al aparato, independientemente de la distancia que lo separaba del interlocutor. La mayoría de las personas con las que conversaba no las tuvo nunca ante sí, estaban en el otro extremo del hilo telefónico. Una llamada suya era una visita en forma de diálogos extensos y deliciosos, sobre toda suerte de asuntos. João carecía de noción del tiempo. Tampoco del coste de la factura.
Su capacidad para recordar los hábitos de los inter- locutores era impresionante, como impresionante era su capacidad de estar siempre al día, lo que contrastaba teniendo en cuenta su vida recluida. Para todos los que tuvieron la oportunidad de recibir una llamada suya aquello supuso una experiencia única.
Muchas veces el diálogo se veía interrumpido, él necesitaba hacer alguna cosa pero su interlocutor no podía precisar qué exactamente. El intervalo, por lo general, era corto, pero también podía durar el tiempo que lleva comer. Siempre era mejor eso que interrumpir la llamada y volver a marcar más tarde.
João disertaba sobre cualquier tema. Hablaba de fútbol con el conocimiento táctico de un técnico profesional, también podía conversar sobre otros deportes, donde destacaba su admiración por los atletas brasileños. Podía describir al pajarito que había visto tan triste en la ven- tana y hasta qué punto le había conmovido la infelicidad del avecilla. Podía condolerse de una hormiguita aplastada por azar. Era capaz de describir con precisión lo más relevante que estaba sucediendo en la ciudad de su interlocutor, como si estuviese allí. Canturreaba fragmentos de viejas canciones o se inventaba sonidos onomatopéyicos de asombrosa originalidad. Y si por casualidad surgía el tema de la música, él no conseguía moderar su entusiasmo, su fe en el futuro de los músicos, compositores y cantantes, revelando un sentimiento de brasilidad contagioso. João era un patriota.
Llegó un momento en que un supuesto círculo de amigos suyos creía firmemente en la veracidad de mensajes a través de Facebook que eran posteados por un supuesto perfil suyo. Eran fakes. Nunca se llegó a descubrir quién estaba detrás de eso. No era João, él se comunicaba con su voz. Una voz inolvidable, precisa como el ritmo de su guitarra, cristalina en las llamadas telefónicas de madrugada. Y él hablaba sin parar sobre lo que periodistas del mundo entero trataban de averiguar en vano cuando lo entrevistaban. Y hablaba sobre lo que menos podía esperarse.
En cierta ocasión, por una coincidencia, tomamos juntos un puente aéreo. Mi mujer se sentó a su lado y quedó encantada con su simpatía. Enseguida comenzó a darle charla, preguntando si Ercília tenía miedo a volar, y ella, charlatana sin mesura, le siguió la corriente. Yo no hacía más que girarme hacia atrás todo el rato, lleno de curiosidad por saber de qué hablaban. Mi envidia era de tal tamaño, era tanta mi curiosidad, que en medio del trayecto mi mujer propuso que cambiásemos los asientos. Conversamos, João y yo, hasta que el avión aterrizó en el Santos Dumont. Fue cuando su acompañante, que por algún motivo se sentaba más atrás, se aproximó para acompañarlo.
En el año 2000 recibí una llamada de teléfono de Moacyr Octávio Castilho, conocido en los medios musicales como Otávio Terceiro, fiel escudero de João, invitándome a un evento en Río de Janeiro, uno de esos detalles habituales suyos sobre los cuales no se habla lo que se debería. Incluía el pasaje de avión para Ercília, estancia con todos los gastos pagados en el Caesar Park, coche de lujo desde el aeropuerto al hotel, y luego del hotel a la fiesta, en fin, una invitación de grand seigneur. Ercília parecía no entender la razón del gesto, pero era imposi- ble negarse a una invitación de João.
Se trataba de la fiesta de confraternización de exalumnos del profesor de Derecho Simão Benjó, que pretendían rendirle homenaje en el salón Le Buffet, en el barrio de Rio Comprido. Parece ser que el profesor Benjó formaba parte del equipo del requerimiento contra la discográfica EMI en la que João les demandaba y, en agradecimiento, quiso ofrecerle al amigo abogado una pequeña actuación durante la fiesta.
En el salón pasaban las bandejas con casadinhos de langostino, bolitas de queso, croquetas, pasteles, todo regado de champán y whisky escocés, aditivos que contribuían al clima animado y ruidoso.6 Sumidos en una ale- gría contagiosa, los invitados comían y bebían hasta el hartazgo, bailando al ritmo de un conjunto liderado por el gran saxofonista Juarez Araújo. Por si esto no fuera suficiente, cantantes amateurs –exalumnos del profesor que no se resistían al hechizo del escenario– exhibían sus dotes abandonándose a los recuerdos de la época de juventud, entonando «Samarina», «Casa de campo» y otros éxitos de los años sesenta.
Apenas tuve tiempo de encontrarme con João antes del show. Cuando abrí la puerta de una salita que servía como camerino lo encontré solo, tomándose un café con leche. Calmado, preguntó por Ercília. Hablamos durante unos minutos y regresé al alboroto del salón, dejándolo solo de nuevo. El nivel de ruido aumentaba gradualmen- te a medida que los presentes iban tomando cada vez más copas.
Fue a última hora de la noche cuando el eminente jurista pidió silencio. Para general estupefacción, anunció ante la multitud de alborotados abogados una gran sorpresa: «¡El mayor cantante del mundo: João Gilberto!». En aquel momento João ya estaba caminando, con la guitarra preparada, en dirección al escenario, pidiendo permiso para que lo dejaran pasar entre las mesas de los presentes, que apenas podrían creer en lo que estaban viendo. «Es realmente él», le dijo uno de ellos a su esposa, más incrédula aún si cabe. João subió el escaloncito del estrado, se sentó en la silla y, como un monje, escuchó con los ojos en el suelo los pródigos elogios del profesor Benjó. Los ochocientos invitados que habían sido los responsables de los infinitos decibelios fueron simplemente tocados por la varita mágica en forma de voz y guitarra. Escucharon en completo silencio y adoraron cada una de las canciones.
João atacó los versos que describían precisamente aquel pandemonio que estaba teniendo lugar, «Isto aqui ô ô, é um pouquinho de Brasil, iaiá | esse Brasil que canta e é feliz» (Esto aquí, oh, oh, es un pedazo de Brasil, iaiá | ese Brasil que canta y es feliz),7 recibidos con entusiasmados y anticipados aplausos ante el extraordinario recital-fiesta de João Gilberto.
Una de esas piedras preciosas era la samba «Às três da manhã», de Herivelto Martins, fechada en 1946, sobre un recluta de la Fuerza Expedicionaria Brasileña que, de vuelta al Brasil, después de la Segunda Guerra Mundial, quiso celebrar el Carnaval a su modo. Cantó también «O pato», cantando la letra completa más veces de las tres acostumbradas, e incluso así resultaron pocas, de tantas sutiles novedades que introducía en cada ocasión en una de las más lúdicas composiciones de su repertorio clásico. Atendió al pedido de «Esse seu olhar», interpretó «Ave María no morro», «O amor em paz», «Insensatez» y «Retrato em branco e preto». Más tarde, guiados por su certera guitarra, todos cantaron suavemente «Chega de saudade» y, afinados, entonaron «Desafinado» como si hubiesen ensayado la víspera hasta el agotamiento. Alguien se aventuró a pedir «Minas Gerais» (confieso que me estremecí), y João ni siquiera vaciló: «Oh, Minas Gerais, Oh, Minas Gerais | quem te conhece não esquece jamais (quien te conoce jamás te olvida) | Oh, Minas Gerais». Varias veces, transformando una canción tan sencilla casi en un blues, gracias a la cantidad de texturas armónicas y melódicas que añadió sin dañar el original. Invitó al saxofonista Juarez a tocar con él «Garota de Ipanema», y escuchamos una interpretación más sabrosa que la de Stan Getz. Finalmente, João atacó el «Parabéns a você», dirigido a los tres que celebraban su aniversario aquella noche. Se trataba de una versión que yo nunca había escuchado: «En esta fecha querida | Te felicito | Mucha felicidad | Pido a Dios que te dé», que debe ser como la cantaban en Juazeiro, su tierra. Después de la última canción, como siempre y en cualquier lugar del mundo, él se escabulló rápidamente y desapareció sin que nadie consiguiese alcanzarlo.
A eso de las tres de la mañana, le apeteció llamarme para tener una animada conversación telefónica que, como siempre y en cualquier lugar del mundo, duró casi una hora, contabilizadas las interrupciones habituales e inexplicables que podían durar algunos minutos. Hablamos de todo, incluso de música. Ercília ya dormía. Apagué la luz, me cubrí con las mantas, me giré hacia un lado y dormí bendecido.
Programa completo de mi amigo João Gilberto
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